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El gallinejero que acorraló a la RAE

Gabino Domingo se pasó media vida friendo gallinejas y piensa pasarse la que le queda batallando para que el diccionario corrija la definición del plato madrileño más castizo

Gabino Domingo, dueño de la Freiduría de Gallinejas. / HENRIQUE MARIÑO

Nada más terminar la charla, cuando Gabino Domingo (Membrillera, 1942) se dispone a bajar la persiana, señala hacia un estante repleto de tomos y toma aire: “Lo que más me sorprende es que yo, siendo más ignorante que un fuelle, haya escrito seis libros”. Habría que haber empezado por ahí, pero el cierre está al caer: “Y tengo pendientes de publicar dos o tres más, entre ellos El Melonazo, un Quijote moderno”. El otro versará sobre las historias que le han contado los clientes de Freiduría de Gallinejas, cuyo rótulo es una declaración de intenciones: aquí se despachan desde hace seis décadas el intestino y parte de las tripas del cordero lechal, fritos en su propia grasa.


Claro que el diccionario de la Real Academia Española, hasta el pasado octubre, las definía como “tripas fritas de gallina u otras aves, y a veces de otros animales, que se venden en las calles o en establecimientos populares”. Una “mentira”, según él, corregida parcialmente en la última edición, cansado ya Gabino de enviar cartas a los académicos para enmendar el error. “He tenido una pelea con la RAE porque ni yo ni ningún anciano con el que haya hablado conoció las gallinejas de gallina, lo que me lleva a concluir que en Madrid nunca se manipularon ni vendieron en los últimos cien años”. Algo sabrá, pues su best seller (titulado Las gallinejas, claro) es un ensayo en profundidad sobre una cocina que sale de las entrañas.

“Me he quedado corto”, suspira, “porque quería saber de dónde procede la palabra”. La única conclusión que ha sacado es que sus abuelos comían las tripas de la gallina en su pueblo de Guadalajara, lo que da la medida (sus intestinos son cortos, y en la sartén se quedan en nada) de las penurias estomacales de la época, que forzaron a sus padres a subirlo a un camión que transportaba madera rumbo a Madrid. Tenía doce años y era tan tímido que se escondía de los clientes que llegaban al 84 de la calle Embajadores, algo que choca con su actual verborrea.

- Habla con pasión del oficio. Se ve que ha sido feliz.

- Yo aquí fui muy desgraciado. Trabajaba muchas horas sin sueldo y no podía salir del local, regentado por mi tía. Era otra época…

A los 26 años se hizo cargo del negocio con la única condición de cerrar los domingos. No tardó en casarse, tuvo dos hijos y uno de ellos se encarga ahora de abrirlo también el festivo. Lo cuenta detrás de la tienda (como le llama a la antesala del establecimiento, donde se fríe y vende el género), plantado en el mismo sitio donde antes dormía, pues los interiores eran una vivienda hasta que decidió ampliar el local, cuyas mesas hoy están repartidas en cuatro estancias. Sobre el mantel, seis platos que proceden de la misma pieza, compuesta por el intestino delgado y el mesenterio, cuyas diferencias explica detalladamente en el libro y que aquí darían para otro texto. A saber: gallinejas, entresijos, tiras, canutos, botones y chicharrones, que van a parar a la sartén en riguroso orden. “Para freír, hay que estar muy concentrado porque si no, como al torero, te pilla el toro”.

Pero antes de cocinero fue fraile, por aquello de la clausura impuesta durante su infancia y juventud, quebrada sólo para bajar hasta el Matadero de Legazpi varias veces al día en busca de la casquería, que luego cargaba a cuestas. Allí se repartían los despojos, que antaño eran entregados por los matarifes a los más pobres y luego dieron lugar a los quioscos de gallinejas, ubicados en la entonces periferia madrileña. Pronto empezaron a cobrarlos, aunque para poder hacerse con ellos había que tener un permiso, o suerte de gallinejas. A mediados del pasado siglo, llegó a haber setenta gallinejeras, todas ellas viudas o mujeres sin recursos con recomendación, por lo que escaseaban las que habían sido afines a la República. Caso de La Chispera, pariente de Benito Martín Lozano, sindicalista de UGT que, tras regresar del exilio francés, fue concejal socialista con Tierno Galván.

“Seguiré dando la lata a la RAE”, retoma la polémica Gabino, porque en la nueva definición la alteración de los factores sí que altera el producto: “Tripas de cordero o de cabrito, y que antes procedían de otros animales, que constituyen un plato popular de Madrid”. La subordinada, insiste, es “mentira”, por lo que en su tratado gastronómico sugiere que, para evitar la confusión, deberían llamarse cordejeras o lechaleras. Cumplidos los 72, tiene tiempo por delante para seguir batallando, ahora que está lejos de los fogones. “Cuando lo dejé, ya no freía gallinejas sino que era un artista”, presume del punto de fritura, que ha enseñado con maestría a sus empleados. No así su faceta de poeta y antropólogo, reflejada en algunos de sus libros, en los que recupera los usos y costumbres de su pueblo. “De lo que ha sido capaz”, frunce el bigote cano, “un hombre que no sabe nada”.

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