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"El dolor es insoportable"

Los vertidos al agua de una fábrica afectan a los vecinos de un pueblo de la China rural

ANDREA RODÉS

Tan Yan Qu aparta la vista del televisor y mira con resignación el cubo lleno de trapos recién lavados que tiene a su lado. Imposible levantarlo. 'El dolor en la espalda es insoportable', se lamenta esta campesina de 44 años y mejillas coloradas por el frío. Tan no es la única en sufrir continuos dolores en la parte baja de la espalda en la aldea de Leifeng, en el extremo nororiental de China, a escasos kilómetros de Siberia. A finales de 2002, alrededor de 500 vecinos del pueblo descubrieron que habían estado bebiendo agua contaminada con altas dosis de fluoruro. La razón: toneladas de ácido fluorhídrico que la fábrica de licor de arroz del pueblo vertía en una fosa ilegal. 'El ácido se filtró en las aguas subterráneas y contaminó los pozos', explica Tan.

La mujer no sabe cuánto tiempo estuvo bebiendo agua intoxicada con esta sustancia, utilizada en la producción de botellas de vidrio, pero las secuelas permanecen. 'Me duelen las rodillas y las piernas al andar y apenas puedo girarme cuando estoy tumbada en la cama', explica. También se queja de sequedad de ojos y asegura que ha perdido visión.

Los síntomas se repiten en cada uno de los afectados, todos ellos vecinos de la fábrica. Son los signos de la fluorosis esqueletal, una enfermedad producida por la ingestión excesiva de fluoruro que provoca rigidez y dolor en las articulaciones y que en fase avanzada puede provocar una limitación severa de los movimientos articulares, calcificación de ligamentos del cuello y columna vertebral, deformidades en los huesos y hasta defectos neurológicos.

'Tengo pérdidas de memoria, siempre olvido si he cerrado la puerta con llave', explica Zhao Fujun, una vecina de 42 años, en el pequeño restaurante que abrió a finales de 2002. Zhao trabajaba antes de repartidora, pero el dolor agudo en los huesos le impidió ir en bicicleta. Su hija Tang Rui, de 18 años, la ayuda a servir mesas. Era una estudiante brillante, pero ahora sufre pérdida de memoria y de capacidad de concentración, cuenta su madre, con esa mueca de dolor permanente en el rostro.

Cuando está sentada, Zhao necesita mantener la espalda rígida, apoyada contra la pared. 'Llevamos más de siete años así', se lamenta. Ninguno de los afectados ha recibido compensaciones del Gobierno desde que se descubrió la intoxicación. Sin dinero para costearse la asistencia médica, Zaho y el resto combaten el dolor con calmantes baratos y ciprofloxacina, 'un antibiótico que no sirve para nada en este caso', según Miquel Borràs, director del Centro de Investigación en Toxicología de Barcelona. Algunas de las propuestas para tratar la fluorosis esqueletal van dirigidas a equilibrar los niveles de calcio, magnesio y fósforo en los huesos, pero no existe ningún tratamiento eficaz una vez se ha producido la intoxicación, aclara Borràs.

'Hace seis meses que no encontramos empleo. El trabajo en el campo requiere fuerza física', se lamenta el marido de Tan. Los habitantes de Leifeng saben que su enfermedad no tiene cura, pero exigen una indemnización para vivir mejor. Los Tan, campesinos temporeros, no tienen tierras, y sobreviven gracias a los préstamos de familiares y amigos. Sus pertenencias caben en una de las dos habitaciones de su sencilla casa de ladrillo, a 200 metros de la fábrica. En la otra está la cocina y el antiguo pozo, hoy tapiado.

Sin lujos

Los Tan tienen agua corriente desde 2003, pero tuvieron que pagar la instalación de su bolsillo. 'Confiamos en que no esté intoxicada', dice Tan, mientras abre el grifo. El agua cae directamente sobre una palangana. Un fregadero era un lujo que no se podían permitir.

Al descubrirse el escándalo, el propietario de la fábrica, Jing Quan, se comprometió a financiar la instalación de agua corriente en los hogares situados a menos de 60 metros de la fábrica y ofreció compensaciones a 60 de los afectados. Eso fue todo. Cualquier intento de denunciar al empresario ante las autoridades locales ha sido en vano.

De nada sirvieron las radiografías que 25 de ellos fueron a hacerse a Harbin, a 350 kilómetros de Leifeng, costeándose ellos mismos los gastos, o los informes de un hospital de Pekín. Sospechan que Jing Quan sobornó a los funcionarios locales y sólo les queda la esperanza de que el Gobierno les tome en serio.

Cuentan con el apoyo de Cao Qingren, un funcionario local jubilado que ha viajado a Pekín y ha conseguido presentar el caso ante el Tribunal Supremo. Cao les aconseja que sean pacientes y que no se alteren. Según las estadísticas oficiales del Gobierno chino, cada año se producen alrededor de 100.000 revueltas en las zonas rurales, la mitad de ellas relacionadas con casos de polución. 'Confiamos en Cao. Él conoce la ley', dice Tan, mientras su hija enciende el fogón de carbón.

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