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Mi día con Gengis

ALEJANDRO HERNÁNDEZ

Me fui a Mongolia a buscar algo distinto. Harto del turismo de siempre. De mil hamacas en la arena y desayunos buffet. Me fui huyendo de mi novia y la hipoteca, de la Navidad y la culpa, de sobrinos y amigos, de ofertas de seguros de vida, coches a mitad de precio, teles de cien pulgadas y huevos sin colesterol. Me fui a Mongolia porque estaba lejos y era enorme y poco poblada. Llegué con un invierno durísimo a 30 bajo cero. Vi una ciudad de casas prefabricadas muy distintas a las de Madrid. Pasé tres días comiendo fritangas de cordero llamadas Kuushuur, fui a un espectáculo de lucha donde vi hombres gordos moverse como pájaros. Entré a bares de pasillos largos y bebí güisquis raros. No vi turistas ni coches Avis ni tiendas Zara, tampoco almacenes de tres pisos ni carteles de American Express. Una noche caminé 300 metros a 25 bajo cero y se me congelaron las pestañas. Pero me sentía distinto, me sentía único, me sentíafeliz.

Me fui al desierto de Gobi a pasar un día con los nómadas. La única condición era llevarles vodka y verduras. ¿Acaso puede existir algo más natural que el trueque? Partí en una camioneta rusa por una carretera estrecha que se abría al sur. No vi autopistas ni peajes, ni siquiera torres de teléfono, ni de 30.000 watts. Sólo aquel paisaje nevado sin apenas árboles, con montañas de pendientes suaves, de horizonte lunar... Los nómadas eran tres. Papá, mamá y el hijo de once años. Me recibieron junto a su yurta, al pie de una colina. Una tienda hecha de lona con chimenea al centro.

Nos saludamos sin exotismos; un estrechón de manos y miradas a los ojos. Dijimos nuestros nombres. No entendí el de ellos, ni ellos el mío. Al padre de familia lo llamé Gengis, a la madre, madre; al hijo, hijo. Gengis tendría unos 40 años y un rostro con pellejo duro de cien ventiscas. Me recordó a un hermano de mi abuela que quise mucho. Por eso me cayó bien. Y porque tenía la serenidad de quien ha sobrevivido a todas las tragedias, a inviernos sin comida, veranos secos, colectivizaciones, olvidos. Gengis me enseñó sus posesiones, que eran cuatro caballos y un corral donde se apretujaban 20 corderos y tres vacas peludas que llamó yaks. Gengis no hablaba inglés ni español, pero nos entendimos con palabras sueltas de un diccionario ruso.

Entré a la yurta huyendo del frío. Madre e hijo me recibieron con una vasija de té con leche. Un té áspero y negro que agradecí entregándole dos botellas de vodka, medio kilo de patatas, zanahorias y seis manzanas. Brindamos. Celebramos. La yurta era cálida y llenade colores.

Un espacio único alrededor del brasero, con tres camas y un par de muebles chapados en rojo. Muy bonito, muy dulce, muy bueno, muy bien. Preguntaron de dónde venía. 'España', respondí. Y no les sonó de nada, pero sabían que existía Europa, una reina en Londres, una torre en París. No tenían tele pero si una radio rusa para escuchar los partes del tiempo, y canciones mongolas que celebraban el sol.

Quise salir a pasear. Gengis me aconsejó cambiar mis ropas occidentales por un abrigo de piel de camello, mejor que mi Goretex. Subimos cuatro colinas y vi el universo como hace mil años. Y una puesta de sol sin nubes. Le dije a Gengis que aquello era puro y único, que tenía suerte de vivir allí. Él me habló del último invierno que mató a sus animales y de lo duro que es curarse una gastritis con sopones, pero a mí eso me pareció épico y la mejor forma de engendrar una raza fuerte, a prueba de gripes y alergias, no como en mi mundo de vitaminas y enfermos crónicos. Se lo dije en ruso y me entendió. Sonriendo, siempre sonriendo, como Toro Sentado en lo alto de su trono de nieve.

Esa noche cenamos carne de cordero cocinada a la brasa. Y me chupé los dedos. Bebimos más y más. Y cuando ya estaba bien borracho invité a Gengis a compartir un puro. Un Hoyo de Monterrey que me traje de Madrid. Y nos lo fumamos. Como amigos. Y reímos. Como hermanos. A la una de la mañana me sentí eufórico y salí fuera envuelto en pelos de camello a mirar el cielo. Gengis me acompañó. Le hablé de mi vida mezquina matándome a trabajar por un sueldo que se me iba en hipotecas, de mi última novia obsesionada con concursos de la tele, le hablé del horror de los centros comerciales, de los niños gordos, del turismo de masa, los banqueros y el Euribor. Le hablé de la superficialidad de casi todo. Y envidié su vida nómada ajena al dinero, a las bolsas, a las deudas y las neurosis del hombre occidental. Una vida centrada en hechos vitales como comer, cazar, engendrar hijos... vivir.

No sé si Gengis me comprendió, pero estuvo a mi lado con su energía de señor milenario que ha visto cómo el viento arrastra las quejas, y las convierte en piedras. Sentí mis manos entumecidas y pregunté qué temperatura habría. El sacó un papel y dibujó un número:-38. 'Habrá que volver a la yurta', dije. Y él me indicó el camino, y luego el trozo de suelo donde echarme con mi saco de plumones. Nos dimos las buenas noches en ruso y en mongol. Cuando desperté ya estaba la familia en pie lista para el desayuno: tortas de kuushuur recién horneadas. Esa mañana monté a caballo y me empapé de sangre degollando un cordero. Fui uno más. Hasta que volvió la camioneta rusa a recogerme. Hubiera pasado semanas con Gengis y su familia. Los abracé uno a uno y les dejé mi dirección en Madrid.

Bebimos el último trago de vodka y me subí a la camioneta. Gengis sonreía al otro lado del cristal, como un hombre que te quiere. Un padre que te manda a la ciudad. Eso me emocionó. Le quise dar algo más. Una foto mía para que la tuvieran en su yurta. Un trozo de mi energía, un recuerdo vital. Así que le dije espera... me puse de pie, saqué mi billetera para buscar la foto y en el momento en que se la ofrecí... vi en su rostro un gesto de contrariedad. Tardé un segundo en comprenderlo y entonces se me coló en el cuerpo el frío helado de Mongolia. Y me sentí culpable. Me sentí estúpido por haberme montado aquella fantasía ridícula de amigo que comparte un puro y se fascina con el sol. Y es que en el gesto de Gengis ante mi foto, descubrí la legítima decepción de quien esperabaun billete.

 

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