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Rojos que no quería la tierra

Hay tantas historias como personas dentro de las fosas. Ésta es una más.

SALOMÉ GARCÍA

Eran dos niños de apenas 7 años. Hacía cuatro que había terminado la guerra. A Pepe, el hijo de Robustiano García, su madre le advertía siempre de que no contara a nadie que su padre lideraba a los socialistas de la comarca. Su amigo Lenin se llamaba así sólo para los íntimos. Por pura supervivencia, en público le llamaban con el nombre de su padrino, Floro. Los dos chavales cuidaban las vacas después de la escuela. Las llevaban a la Congosta, la zona en que estaba la fosa de Piedrafita de Babia (León), a la que corresponden algunas de estas fotografías. Y justo allí pasaban las tardes, sentados en el suelo, los pies colgando sobre la tierra hundida, apelmazada. Charlas de niños sobre los siete cuerpos de aquellos rojos asesinados por serlo o por parecerlo, o por aquella envidia mortal de la época.

Hay tantas historias como personas enterradas en las fosas comunes. Incluso más. La que yo conozco es la de los siete cuerpos exhumados en Babia. O para ser más precisos, la de la convivencia de todo un pueblo con esa fosa durante casi 70 años. Pasé la infancia escuchando ése y otros relatos de la guerra con el escaso entusiasmo que muestran los niños por las aventuras de sus padres. Ahora sé que mi abuelo podía haber estado en ella si quienes pasearon a sus dos compañeros hubieran acertado a matar a quien querían.

Todo el mundo sabía que allí había una fosa común', relata Pepe. Todos callaban. Más de 70 años después, Ricardo Suárez recuerda bien aquel verano de 1937. Él era un chaval de apenas 10 años. Paseaba de noche con su perro, cuando vio un brazo saliendo de la tierra. De vuelta a casa se tragó el miedo y se lo contó a su padre. Él y otros hombres del pueblo salieron de noche para reenterrar a los fusilados con carretadas de piedra. Luego, a casa y bien callados, que dar sepultura a un rojo era un pasaporte para la otra vida. Y el domingo, a misa. Que nadie sospechara que solo comulgaban en apariencia. El cura, sabedor de cuanto ocurría en el pueblo, terminó así la homilía: 'Qué malos serán esos rojos que no los quiere ni la tierra'.

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