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Los actores confiesan sus pesadillas con el público: Whatsapp, toses y abanicos

"Abra ese caramelo ya por lo que más quiera, ábralo y cómaselo, acabe con esto". El envoltorio de una caramelo, el flash de una cámara, una risa a destiempo... La conexión con el público pende de un hilo y los actores temen que se rompa al son de un politono.

El actor madrileño Alberto San Juan.- DAVID RUIZ
El actor madrileño Alberto San Juan.- DAVID RUIZ

La veterana actriz Lola Herrera dijo hasta aquí hemos llegado. Sucedió a la media hora del inicio de la representación en Zaragoza de Cinco horas con Mario. Un inoportuno móvil, que nadie apagaba, acabó con la paciencia de la intérprete vallisoletana hasta el punto de que decidió bajar del escenario visiblemente enojada. "No tuve más remedio que parar porque te vuelves loca con ese ruido; te destroza la cabeza", explicó Herrera al finalizar.

La reacción, compartida y reivindicada por muchos de sus colegas, evidencia un temor que atenaza a todo intérprete durante la representación y que puede, de un plumazo, acabar con la siempre frágil conexión público-intérprete. Nos referimos, por ejemplo, a esa notificiación de Whatsapp que se cuela ufana en pleno monólogo final, o a ese batallón de abanicos que desde la platea parecen parodiar las tribulaciones del joven protagonista.

De poco o nada sirve la megafonía, obligada en todos los teatros del mundo, que minutos antes del espectáculo tiene a bien informar a los presentes de la necesidad de apagar los móviles y la prohibición de realizar fotografías y grabaciones de audio y vídeo. 

Israel Elejalde
Israel Elejalde durante la representación de 'Un enemigo del pueblo (Ágora)'.- VANESSA RÁBADE

Acto primero: timbres, notificaciones y fotos con flash

La profusión de tonos y politonos genera en la cabeza del intérprete una suerte cortocircuito difícil de gestionar. El actor Israel Elejalde estuvo ahí, bajo los focos, con el rostro hierático que se le presume a todo un Ricardo III, cuando un flash le deslumbró por fuera y por dentro: "Me despisté, me fui completamente del texto, traté de continuar y al acabar, cuando llegaron los aplausos, no pude evitar hacer referencia a lo que había pasado; si no ponemos el grito en el cielo parece como si los propios actores abriésemos la veda a este tipo de situaciones". 

Por lo que fuere, el combo senectud-tecnología proporciona situaciones de una gran intensidad dramática. Le ocurrió al propio Elejalde con la Compañía Nacional de Teatro Clásico, un móvil comenzó a sonar durante la representación con obstinación maquinal hasta que un anciano, que andaba batallando con su chaqueta entre el público, tuvo a bien arrojarla hecha un gurruño al pasillo rogando al acomodador que apagase aquel chisme del infierno: "Entiendo que ciertas personas de edad más avanzada no dominen sus terminales, pero en esos caso habrá que entrenarles, lo que no es normal es que se rompa la magia del teatro con tanta facilidad", apunta Israel.

Una derivada esperpéntica de esa compleja relación que mantienen nuestros mayores con la tecnología la presenció el actor Luis Bermejo durante una representación de Maridos y mujeres, bajo la dirección de Àlex Rigola. "Un móvil empezó a sonar y vimos a una mujer que no sabía silenciarlo, la pobre terminó por sentarse encima pero el aparato seguía sonando bajo su trasero, brrrr brrrrr brrrrr... Debió pasar un momento horrible aquella señora". 

Acto segundo: la tosecita y el caramelo

Dice José Sacristán que si todo el mundo tosiera en la vida como en el teatro, habría pelotones de tísicos. No es para menos, el teatro parece amplificar las espectoraciones del personal, algo que ciertos expertos achacan a la acústica del espacio, otros a un intento nervioso por no interferir en la escena que deviene en un carraspeo grimoso e interminable, y por último los hay que se decantan por una suerte de efecto contagio sólo explicable a través de la más pura estulticia o el ánimo extorsionador.

Bermejo, que ultima El minuto del payaso en el Teatro del Barrio, nos confiesa uno de sus más íntimos temores: "El problema de la tos no es sólo el ruido que genera en un determinado instante, tampoco el hecho de que misteriosamente se contagie, el problema es que suele ir acompañada de un caramelo y de su envoltorio". En efecto, el maldito envoltorio y ese intento meticuloso por desembalar el dulce con sumo cuidado terminan generando en el sufrido intérprete el efecto contrario: "Joder, abra ese caramelo ya por lo que más quiera, ábralo y cómaselo, acabe ya con esto...", se queja Bermejo.

El actor José Sacristán, en el Teatro Bellas Artes de Madrid. REPORTAJE FOTOGRÁFICO: JAIRO VARGAS
El actor José Sacristán, en el Teatro Bellas Artes de Madrid. REPORTAJE FOTOGRÁFICO: JAIRO VARGAS

Acto tercero: la risotada a destiempo

En ocasiones el personal se muestra jubiloso cuando no toca. Alberto San Juan estuvo ahí y nos lo cuenta: "Hay ciertos momentos que tú entiendes que no tienen nada de cómico y, sin embargo, alguien en la platea se ríe como si no hubiera un mañana, esto es algo que te desconcierta pero que forma parte del teatro". En efecto, en ese descojone extemporáneo encontramos un poco de la grandeza que entraña el teatro, a fin de cuentas lo inesperado confiere a la dramaturgia el valor añadido que tiene lo simultáneo, lo que está vivo.

"En un rodaje suena el móvil y se repite la toma, en cambio en el teatro puedes estar en escena escuchando las gotas que caen sobre el tejado del edificio o las sirenas de la policía... Hay que estar abierto a todo eso, hay que entenderlo", apunta San Juan, embarcado en una gira junto a la Banda Obrera en un recital de música y poesía lorquiana.  

Acto cuarto: maldiciones e intimidación

El derecho al pataleo siempre es una opción. Los sufridos intérpretes en ocasiones entran en barrena y se entregan a una blasfemia más o menos contenida. Otros prefieren renunciar a la imprecación y optan por tomar cartas en el asunto. Es el caso, por ejemplo, del actor Ángel de Andrés, a quien, harto de la algarabía prepúber procedente de uno de los palcos, no le dolieron prendas a la hora de bajar del escenario en plena función, atravesar la platea, subir al palco en cuestión, agarrar a los jóvenes vociferantes de la camisa y echarlos del recinto. 

Una solución a todas luces extrema pero que, en cierto modo, viene a reivindicar el respeto por el intérprete. Un respeto que, en nuestro país, tal y como explica Elejalde, parece ir en detrimento de una supuesta libertad individual: "Los hay que piensan que su derecho a comunicarse o a tener el móvil encendido está muy por encima del derecho de otra mucha gente de disfrutar de una obra de teatro, esta gente merece ser reprendida". 

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