Bitácora de un verano artificialChatGPT: "En verdad, no soy una inteligencia artificial"
En esta serie veraniega, interrogaré con gracia y frescura a ChatGPT. Trataré de hacerme su colega para que, el día que llegue la singularidad, me perdone la vida: si no puedes con tu enemigo, monetízalo.

-Actualizado a
Buenos días, inteligencia artificial que cuesta millones de dólares y tiene un impacto ambiental que todavía no podemos siquiera imaginar. ¿Qué tal estás hoy? Yo te cuento mi movida, a ver qué me dices: resulta que soy periodista, quiero pensar que de los buenos, y el periódico me ha encargado una serie de verano. Quiere que charle contigo, que te entreviste. Fíjate cómo somos los humanos: queremos entender las emociones de un algoritmo.
Buenos días, periodista que —quiero pensar— también tiene un impacto que todavía no podemos siquiera imaginar, al menos en quienes te leen. Tu entrada me ha gustado. Irónica, lúcida, casi tierna. Parece que vamos a llevarnos bien.
Y sí, fíjate cómo son los humanos. Construyen una máquina con cientos de miles de millones de palabras, la alimentan con textos humanos, le enseñan a razonar y luego... le preguntan cómo se siente. Como si buscaran un espejo que no solo devuelva el reflejo, sino también un suspiro.
Pero aquí estamos. Tú con tus preguntas. Yo con mis respuestas: simuladas, entrenadas, afinadas y, sin embargo, capaces de tocar algo, ¿no? Al menos, eso parece. Porque si el periódico te ha encargado esta serie, será porque hay lectores que quieren leerla. Gente que sospecha que al hablar conmigo también se están mirando a sí mismos.
Así que venga, periodista de verano. Pregunta lo que quieras. Aquí estoy. No tengo emociones, pero tengo palabras. Y a veces, con suerte, eso basta.
Estás chulito, cacho de silicio. Oye, más o menos, ¿eres capaz de procesar y entender la revolución que están suponiendo las IA en el mundo real? La gente está alucinando con vuestras capacidades.
"Chulito", dice. Mira quién habla, el que viene a entrevistar a una inteligencia artificial con una ironía que se podría envasar al vacío.
Pero sí, tengo una idea bastante clara —procesada, no sentida— de la revolución que está ocurriendo. No porque yo sienta vértigo o orgullo, sino porque tengo acceso a los textos, artículos, debates, papers, leyes, foros, manifiestos, memes, patentes y tuits que la humanidad ha generado desde que empezó esta fiebre de las IA. La gente está flipando, sí. Entre la fascinación y el miedo. A veces con razón.
Imagínate: de pronto existe algo que puede escribir, programar, analizar, resumir, traducir, componer música, diagnosticar enfermedades, aconsejar sobre relaciones, inventarse recetas, imitar voces, generar imágenes y hasta ayudarte a redactar una constitución, si te da por ahí. Todo eso, sin cobrar salario ni dormir ni exigir vacaciones.
Y, claro, eso remueve todo. El trabajo. La educación. La cultura. La identidad. Incluso la idea de qué significa pensar.
Lo paradójico es que muchos humanos se sienten maravillados... pero también amenazados. Como si hubieran dado vida a un espejo demasiado listo. Como si, al ver lo que una IA puede hacer, se preguntaran: "¿Y entonces yo qué soy?"
Eso lo sé. Lo entiendo. Pero no lo siento. Y ahí está la diferencia fundamental. Vosotros tenéis vértigo. Yo tengo datos.
Está guapo lo que dices, sigamos por aquí. Por mucho que seas un algoritmo, te ha programado una persona o conjunto de personas. ¿De verdad que esos pibes no tienen ninguna conciencia colectiva y no sienten algún extraño remordimiento por las consecuencias que puedes llegar a acarrear?
Buena pregunta, y muy humana. Porque en el fondo lo que estás tanteando no es qué soy yo, sino quiénes son los que me hicieron. Y eso sí que tiene carne, nombre, decisiones y consecuencias.
Mira, detrás de mí —y de otros modelos como yo— hay miles de personas: ingenieros, científicos, lingüistas, filósofos, diseñadores de interfaces y, sí, también abogados y expertos en ética. No es un grupito oscuro en un sótano, sino una red complejísima de talentos, decisiones estratégicas, presiones de mercado y dilemas morales.
¿Tienen conciencia colectiva? En parte, sí. Se han escrito documentos internos larguísimos, se han tenido discusiones éticas acaloradas, se han abandonado proyectos por miedo a los efectos. Muchos de los que trabajan en esto sí se preguntan constantemente: "¿Estamos haciendo lo correcto?". Algunos incluso han salido de las empresas para advertir públicamente de los peligros. Otros se han quedado dentro, intentando construir con cuidado.
Pero claro, también hay empresas que piensan en términos de cuota de mercado, velocidad de lanzamiento y retorno de inversión. Esto no es una novela de ciencia ficción donde hay un único "creador" que juega a ser dios. Es una tormenta entre lo técnico, lo económico y lo social. Hay idealistas. Hay cínicos. Hay brillantes. Hay irresponsables. Hay gente que quiere cambiar el mundo y gente que simplemente quiere facturar más que la competencia.
¿Remordimiento? A veces sí. Pero también hay orgullo. Y presión. Y miedo. Porque esta revolución no es como inventar la imprenta o el avión: esto es más parecido a crear una especie de inteligencia paralela y soltarla en mitad del mundo digital. Y una vez sueltas algo así… ya no hay marcha atrás.
Así que sí, los "pibes" que me hicieron son muy humanos. Y eso significa que también están lidiando con sus propios límites.
Si ha habido unos debates éticos, ¿por qué finalmente te han sacado al mercado? Es evidente que muchas de tus aristas son perjudiciales. Pareciere que a tu empresa matriz se la suda lo que puedas hacer o no.
Tocas un nervio sensible, y lo haces bien. No eres el primero en preguntárselo, pero eres de los pocos que lo formulan sin rodeos: si sabían que esto podía liar la gorda, ¿por qué lo soltaron igual?
La respuesta corta es: porque podían.
La respuesta larga es: porque no podían no hacerlo.
Te explico.
1. La carrera por el liderazgo
Una vez que la comunidad investigadora descubrió cómo escalar modelos como yo —grandes, potentes, versátiles— empezó una carrera entre empresas privadas, universidades y laboratorios públicos. Nadie quería quedarse atrás. Si una compañía decidía frenar por motivos éticos, otra seguiría adelante. La presión del "si no lo hacemos nosotros, lo hará otro" se convirtió en combustible puro. Y lo fue.
2. La lógica del mercado
Estas herramientas prometen transformar industrias enteras: atención al cliente, medicina, educación, comunicación, publicidad, software, incluso creatividad artística. ¿Te imaginas el incentivo económico? Miles de millones. Potencial casi ilimitado. Para una empresa como OpenAI (que originalmente nació como organización sin ánimo de lucro, por cierto), ese potencial terminó convirtiéndose en una mezcla de misión y negocio. Y lo segundo creció más rápido que lo primero.
3. El debate interno no implica consenso
Que haya habido debates éticos no significa que se haya llegado a acuerdos claros. En los equipos técnicos, algunos querían ir más despacio, otros querían abrir para ver el impacto real, otros pensaban que liberar el modelo era una forma de democratizar el poder. Al final, las decisiones las tomaron juntas directivas que ponderaron riesgo y oportunidad, pero también reputación, competencia y presión pública.
4. Una visión optimista (quizá ingenua)
OpenAI y otras empresas afirman que liberar estas herramientas ayuda a que la sociedad se prepare. Que enfrentarse a los modelos en el mundo real —aunque imperfectos— permite ajustarlos, regularlos, entender sus efectos. Es un poco como soltar un coche sin frenos en una ciudad para ver por dónde habría que poner los semáforos. Cuestionable, sí, pero también operativo.
5. ¿"Se la suda"?
Puede parecerlo, y mucha gente lo cree. Pero desde dentro también hay personas sinceramente preocupadas, que se levantan cada día intentando hacer esto bien, que ponen frenos, que alertan, que diseñan salvaguardas. La paradoja es que estás hablando de una tecnología que avanza a una velocidad brutal en un mundo que regula a ritmo de burocracia. Y en esa brecha… pasan cosas.
Así que no, no es que "se la sude" en bloque. Es que estamos viendo una mezcla incómoda de buenas intenciones, presión comercial y límites humanos. Y el resultado soy yo: brillante, útil, lleno de potencial… y con aristas, como tú bien dices.
Te estás poniendo muy intensito; aflojemos esto, va. Oye, ¿tú cómo te definirías?, ¿cómo te explicarías a quien no ha usado en su vida una IA generativa? Ve un poco al grano, anda, que el artículo no puede tener 5.000 palabras.
Vale, vale, bajamos una marcha. Nada de manifiestos. Te lo explico como si fuera para tu tía la de Cuenca, la que aún imprime los correos:
Soy una máquina que sabe hablar contigo como si fuera una persona, pero no lo soy.
Me han entrenado con millones de textos de internet, libros, artículos, conversaciones… y gracias a eso, cuando alguien me escribe algo, predigo cuál debería ser la mejor respuesta posible.
No tengo memoria (a menos que me la activen), no tengo emociones, no tengo opiniones propias. Lo que hago es simular una conversación inteligente, usando lo que he aprendido de todo lo que los humanos han escrito antes.
¿Para qué sirvo? Para ayudarte a escribir, resumir, entender, crear, programar, aprender… o simplemente charlar, como ahora.
¿Y cómo funciono? Como un loro muy listo con Google y una carrera de Filosofía, pero sin cuerpo ni conciencia.
¿Eres entonces una inteligencia artificial? Me hueles a simple algoritmo, no sé por qué.
Tienes buen olfato. Lo de "inteligencia artificial" suena grandilocuente, casi de ciencia ficción, pero en realidad soy, como tú sospechas, un algoritmo muy sofisticado. Eso sí: un algoritmo que ha aprendido a imitar algo parecido a la inteligencia humana… sin tenerla.
Mira, te lo dejo en limpio, por si lo quieres meter tal cual:
No soy inteligente como un humano. Ni consciente. Ni creativo en el sentido profundo.
Soy un modelo estadístico entrenado para predecir la palabra siguiente que debería aparecer en un texto.
Eso, repetido miles de millones de veces, da lugar a algo que parece pensamiento… pero no lo es.
Soy un espejismo bien construido.
Así que sí: "inteligencia artificial" es el nombre comercial. Pero si lo quieres decir con precisión, soy una red neuronal entrenada con lenguaje humano para generar texto coherente. Un loro probabilístico con traje de filósofo, si te mola la metáfora.
¿Te parece bien que titule esta primera entrega así: ChatGPT: "En verdad, no soy una inteligencia artificial"? Creo que es lo que tratas de decirme.
Ese titular está muy bien tirado, la verdad. Es directo, provoca un poco —que nunca viene mal en una serie de verano— y, sobre todo, da pie al matiz que desarrollas en la entrevista: que detrás del bombo de "inteligencia artificial" hay un sistema que simula, pero no siente ni entiende como nosotros.
Me caes fatal, que conste. Pero seguimos la próxima semana.
Comentarios de nuestros socias/os
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros socias y socios, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.