Cocaína, prostitución y narcopisos: el Madrid más salvaje de Iñaki Domínguez
El escritor y teórico del macarrismo debuta en la ficción con la obra teatral 'San Vicente Ferrer 34', ambientada en Malasaña.
Madrid-Actualizado a
Iñaki Domínguez (Barcelona, 1981) ha escrito sobre el lumpen madrileño en el libro Macarras interseculares (Melusina), cuyo éxito lo llevó a ampliar el radio de acción en Macarras ibéricos (Akal). Licenciado en Filosofía y doctor en Antropología Cultural, también se considera un arqueólogo a la búsqueda de "tesoros" en los bajos fondos. Ahora debuta en la ficción con la obra teatral San Vicente Ferrer 34 (Vencejo), ambientada en un narcopiso y basada en hechos reales.
Después de sus ensayos, podría esperarse una incursión en la ficción con una novela. Sin embargo, ha optado por una obra teatral.
Ya he escrito una novela, pendiente de publicación, sobre policías corruptos y la mafia de los Iraníes, llegados a Madrid tras la revolución de Jomeini. La idea de escribir teatro partió de mi interés por Jason Miller, el padre Karras de El exorcista, quien ganó el Premio Pulitzer en 1973 por la obra That Championship Season. Un género que, para mí, entraña menos dificultad que la novela.
Sus textos previos sobre los narcopisos habrán sido el embrión de esta obra.
Había reflejado mis experiencias en el libro Macarras interseculares y en un artículo de El Mundo. Ahora he escrito una obra hiperrealista que refleja las conversaciones de las personas que frecuentaban el lugar. Es casi teatro social, pero no en la línea de autores como Ken Loach, que no me gustan porque creo que no tienen contacto con ese tipo de gente y fantasean con la pobreza y la marginalidad. O sea, su visión es buenista, pseudoprogre y alejada de la realidad. Pier Paolo Pasolini o, sobre todo, Eloy de la Iglesia podían ser pijos, pero estaban vinculados a ese mundo.
Hasta las trancas.
Exactamente, pero yo eso lo valoro. No los califico como "pijoprogres" porque yo sea de derechas; al contrario, soy de izquierdas. En cambio, su visión del mundo marginal es puramente fantasiosa. Me interesa conocer ese ambiente desde dentro, aunque sea más difícil y arriesgado.
La acción de la obra transcurre en uno de los muchos narcopisos que han proliferado en los últimos años en el centro de Madrid.
Lola tiene un piso en Malasaña y le deja vender a un tipo heroína y sobre todo cocaína a cambio de droga gratis. Los adictos compran y también consumen allí mismo. Todo basado en hechos reales, porque en los narcopisos puedes encontrarte de todo, desde prostitución hasta sexo por droga.
El fenómeno ha provocado que en algunos barrios conviva el lumpen con el hípster, una figura que ya había abordado en el libro 'Sociología del moderneo' (Melusina).
Entre la marabunta hípster, en Malasaña hay algunos supervivientes de los ochenta que nacieron en el barrio y frecuentan o poseen los narcopisos, heredados tras la muerte de sus padres. Esa gente convive con los modernos de pueblo [risas].
De eso habla Lola en la obra: "Nos quieren echar de nuestras casas. Y el barrio se está llenando de modernos [...]. Antes los modernos éramos nosotros, y míranos. Ahora son guiris o niñatos de pueblo".
Aprovecho para dar un poco de tralla a través de los personajes [risas], aunque en la vida real ellos también les dan caña a los recién llegados que presumen de ser del barrio: "¡Pero si llevan viviendo aquí tres meses!". Se les llena la boca con "mi barrio, mi barrio, mi barrio" porque saben perfectamente que no lo es. Se sienten legitimados por pagar un alquiler de dos mil euros al mes, cuando probablemente sus padres les están dando mil euros, porque es imposible que vivan como marquesitos solo con su trabajo.
En 'Sociología del moderneo' comentaba que se distinguen, más que por un gasto excesivo de dinero, por las "constelaciones identitarias", es decir, por herramientas para fijar y proyectar una identidad, desde la barba hasta ciertas bebidas y comidas.
Claro. No hace falta ser rico ni un pijazo. Un padre generoso de clase media puede pagarle a un hijo mil euros al mes para que viva en el barrio que le gusta y para que su autoestima esté saneada [risas]. Me toca la moral que digan que es su barrio cuando tú llevas saliendo allí toda la vida o que critiquen la gentrificación cuando ellos encarnan la gentrificación. "¡Debo vivir por cojones en Lavapiés!", pensarán.
Lo que tienen es poca autoestima y FOMO [fear of missing out], un complejo que les hace pensar que si no viven en el centro se están perdiendo algo. Son personas ajenas a esos barrios que tienen una visión idealizada de ellos y que están dispuestas a pagar más dinero no solo para ser guais ante los demás, sino también ante sí mismas: un rollo masturbatorio. Me refiero también a esa gente que disimula o falsea su acento… En fin, a mí el centro no me interesa para vivir, sino para salir. O me interesaba, porque ya no salgo.
¿Ya no sale?
Salgo mucho por otros barrios, pero no voy al centro porque hay gente con maletas [risas].
La obra teatral es un compendio de muchas de sus investigaciones y reportajes, además de una panorámica del Madrid de los ochenta, con sus bares emblemáticos y las sustancias que se consumían entonces. "La droga en esos tiempos era droga", dice Antoine, aunque mucho más cara.
Porque la droga ahora es peor que en los ochenta, la época dorada de los toxicómanos que protagonizan la obra, algunos de ellos atracadores. Ellos me han contado cómo era Malasaña en aquellos tiempos y el modus operandi de los dueños y los proveedores de los narcopisos. No hablamos de unos golfos de fin de semana, sino de drogodependientes y politoxicómanos, algunos históricos y otros más jóvenes, yonquis de la cocaína fumada.
Lógicamente, escribió 'San Vicente Ferrer 34' con la intención de llevarla a escena.
Claro. De hecho, he quedado ahora con la actriz Eva Pallarés. Funcionará bien, porque se desarrolla en un único escenario, aunque por lo visto hay muchos personajes. De repente, hay muchas obras interpretadas solo por un par de actores, algo que al principio parecía original pero que en realidad está motivado por la falta de presupuesto.
¿Por qué esa fascinación por el macarrismo, la delincuencia y los bajos fondos?
No lo sé. Es una fascinación antigua que quizás empezó por las estrellas del rock. Me gusta la música y leía muchas biografías. En el fondo, es parecido: peña que va teniendo poder y a la que se le empieza a ir la olla. Hoy se habla mucho de "monstruos", pero lo dice gente que no tiene poder. Hay que tener mucha caradura para llamar monstruo a alguien cuando tú no estás en esa situación de poder y con tentaciones a tu alcance... Las estrellas del rock, simplemente, son unos golfos. A partir de ellos, con tanto sexo, drogas y rock and roll —y, en algunos casos, crímenes—, me fui metiendo poco a poco en el mundo marginal.
Y lleva su vocación antropológica a un territorio poco explorado: el macarrismo.
Estudié Filosofía y luego Antropología, pero tengo conocimientos de primera mano. Pude compaginar la formación y la experiencia, porque normalmente uno es muy estudioso o muy golfo.
No cabe duda de que usted aprobó las prácticas…
Con matrícula de honor [risas].
Respecto a la teoría, se le acumulan los libros pendientes de publicación.
En septiembre publicaré con Ariel un ensayo filosófico sobre los bufones. La novela sobre los Iraníes saldrá en 2026. Y ahora estoy escribiendo sobre el Panamá, un traficante y atracador de San Blas que extorsionaba a los Miami: es mi gran libro delincuencial. Me organizo bien: mientras redacto uno, ya voy haciendo entrevistas para el siguiente.
¿El acercamiento pasa por la amistad o, al menos, el colegueo?
Al Panamá fui a verlo a la cárcel, le gustó Macarras interseculares y nos caímos bien. Esa es la clave, porque este tipo de gente percibe si eres un liante o un chivato. Él me vio como un tío legal, transparente y con cierta calle. Luego había un interés mutuo en escribir un libro. No quiero tirarme el rollo, pero he sido muy valiente. No me consideraba así, aunque hay que serlo, porque algunas personas a las que he entrevistado dan miedo. Ojo, también he tenido líos, que reflejaré en otro libro sobre mis experiencias en el mundo macarra: un culebrón.
El 'making of ' de sus libros anteriores.
Será el más cañero de todos junto al de Panamá: ¡Hiroshima y Nagasaki!
¿Nunca se le ha planteado un problema ético o moral por codearse con delincuentes?
No. En el mundo hay personas no consideradas delincuentes que hacen cosas iguales o peores.
¿Qué historias del macarrismo madrileño le han sorprendido más?
Las de las pandillas que desconocía, como los Ojos Negros o la Panda del Moco, a la que le he dedicado un libro. Me fascina sacar a la luz estos tesoros, como si fuese un trabajo arqueológico.
Usted retrata una parte de una sociedad que otra no quiere ver.
Sí la quiere ver, pero no sale en los medios. Eso es precisamente lo que más me interesa: mostrar a esas estrellas de los barrios.
Antes, las calles eran de los quinquis, los rockers, los falangistas, los pijos malotes y, en general, de las mafias, como la de los Iraníes. ¿Un Madrid más bestia y salvaje?
Mucho más. Tronco, me encantaría hacer un videojuego: la Panda del Moco contra los Ojos Negros. Imagínate…
¿Han desaparecido por completo las viejas pandillas o las tribus urbanas asociadas al gamberrismo o a la delincuencia?
Las pandillas tradicionales han desaparecido, entre ellas los Madrid Vandals, aquellos raperos duros de los noventa. Sin embargo, los malotes se siguen juntando con los más malotes, como un all-star. Ahora también hay bandas latinas que, muchas veces, no son exclusivamente latinas, porque hay miembros de otras procedencias, incluidos chavales españoles. Así han sido siempre las bandas, porque a finales de los setenta ya había unos rockers que se movían por Malasaña, los Breakers, con dos miembros negros y uno marroquí. Y a partir de los noventa son más multiétnicas.
¿Ahora tocan los nuevos macarras o todavía quedan muchas viejas glorias por glosar?
Siempre hay cosas por contar, pero ya he investigado mucho sobre ese tema. Actualmente estoy trabajando con delincuentes profesionales y preparando ensayos filosóficos y autobiográficos. Quiero tirar por ahí y no quemar a los lectores con el macarrismo.
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