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Los cuatro nudos

Creo que fue a la cuarta o quinta vez que hicimos el amor cuando se lo pedí

FÉLIX J. PALMA

Creo que fue a la cuarta o quinta vez que hicimos el amor cuando se lo pedí. Y sus labios esbozaron la sonrisa melancólica de quién oye al fin palabras que sabe inevitables. Quédate esta noche, repetí, vislumbrando en el largo silencio que precedía a su contestación que mi improvisada súplica era para él algo doloroso con lo que estaba cansado de lidiar. No puedo, cariño, dijo. No puedo. Y cerró el trato firmando con una caricia en mi mejilla. Le dejé perderse en la madrugada una vez más, sin un porqué, asistiendo desde la tibieza de las sábanas a la conocida ceremonia que completaban su trastear con los cierres de mi puerta, sus pasos apresurados por la escalera, su voz todavía caliente conjurando un taxi en la noche.

Nos habíamos conocido dos meses antes en los almacenes donde yo trabajo. Él acudió a comprar un pañuelo de seda. La atracción fue inmediata y el interés no tardó en derivar del pañuelo hacia territorios más personales. Fuimos a cenar esa misma noche y para la cuenta ambos nos encontrábamos presos de ese cosquilleo interior que proviene de la sensación de reconocerse sin haberse visto antes. Una plácida expectación revoloteaba sobre nuestra charla. La noche estaba cargada de promesas. Y descubrir que en la cama ambos éramos omnívoros no hizo sino confirmarlas.

No puedo dormir en otra cama que no sea la mía, se excusaba

Volví a repetir mi oferta otras veces, siempre deteniendo mi ruego antes de que llegara a convertirse en una cadena que aún no venía al caso, y él siempre la declinaba con dulzura. No puedo dormir en otra cama que no sea la mía, se excusaba. Nunca insistí e incluso, una vez logré sobreponerme al despiadado ensanchamiento del colchón, llegué a encontrar en su invariable huida el sabor de un misterio casi novelesco. El tramo final de la noche era una soledad agradable que consumía en un recuento de caricias. A la larga, constaté que aquellas horas oscuras y solitarias nos unían más que el estar juntos, y era agradable reconocer al día siguiente en sus ojos el filo de una necesidad de mí que no tardaría en manifestarse. Ambos dejamos que se definiera en tardes de cine y parques, que madurase como el vino al arrullo del tiempo.

Me gustaba él y me gustaba el aura de misterio que le envolvía. A veces pensaba entre risas que me estaba enamorando de un trabalenguas, que era membrudo y microcéfalo, melancólico y metódico, mitómano y melómano, aficionado a la numismática y a las milongas. Aunque en ningún momento me negó información tal vez por sobrecarga de ella, su trabajo también se convirtió para mí en un misterio pendiente de resolución. A la transparencia de mi cargo en el almacén, él oponía sin intención una nebulosa de confusas transacciones, comidas de trabajo y clientes japoneses.

La sorpresa del amor se superpuso a la sorpresa de la lluvia una tarde de otoño en la que buscamos refugio en el solitario merendero de un parque, y ninguno pudo resistirse a redondear la postal barata pintada por aquella conjunción de elementos. Nos dijimos que nos queríamos al unísono, sabiendo que nunca habría un momento más idóneo, y la lluvia se prolongó tanto que hubo que reflexionar sobre lo dicho, documentarlo de alguna manera. Amar a una persona significa amar también sus defectos. No intentar cambiarle, aceptarle tal cual es, dijo él en algún momento de su soliloquio, y yo asentí sin plantearme la profundidad de aquella cavilación que sonaba a tópico porque en una doble protección de brazos y lluvia uno no quisiera amar correctamente, sino sólo amar.

Cuando decidimos vivir juntos, él insistió en traer su propia cama. Yo no me opuse, tengo el sueño fácil, y en cuanto a la decoración, aquella enorme cama, con su cabecero y piecero de hierro macizo, no rompía ningún ritmo secreto. Colocado en mi dormitorio, el aparatoso tálamo dotaba de tangibilidad nuestra relación. Hicimos el amor aquella misma tarde, sobre la cama sin vestir, y nuestro amor cobró la forma del continente africano.

Duchados y silenciosos, preparamos una ensalada y la devoramos sin prisas ante un televisor a medio ver. Era el momento de compartirnos sin metáforas, de entregarnos a la hermosa redundancia de soñarnos abrazados el uno al otro abrazados el uno al otro. Una noche sin interrupciones nos aguardaba arriba. Le descubrí entonces tenso, incapaz de ensartar los troncos de lechuga que naufragaban en el aceite. Su nerviosismo se hizo más intenso en el dormitorio, junto a su estrafalaria cama. Llamó entonces mi atención aporreando levemente el cabecero, como hacen los jueces en los tribunales. Es herencia de mi padre, explicó. Él la heredó a su vez de mi abuelo y este del suyo y así sucesivamente hasta el tipo que debió comprarla o tal vez mandarla hacer. Sonreí, feliz, introduciéndome entre aquellas sábanas milenarias con el calmado orgullo con que una princesa acepta su corona. Pero no fue la cama lo único que heredé de él, añadió. Guardó entonces silencio, examinando mi expresión con seriedad. Luego se acercó al puñado de cosas que había traído consigo y tomó un bolso negro.

Con movimientos pausados, lo colocó sobre la mesa y pasó los dedos por sus cierres. Parecía indeciso, como si la apertura del bolso fuese a alterar inevitablemente aquella realidad ya tan nuestra de sábanas y ensaladas compartidas, y aún así no le quedase otro remedio que seguir con aquello. Cuando la tapa saltó súbitamente al descorrer los cierres no pude evitar dar un respingo. Al instante, del enigmático interior del bolso se alzó con altivez una suerte de perchero de madera, del que colgaban una veintena de pañuelos de seda. Los dos contemplamos absortos, aunque por distintas razones, como los mecanismos del muestrario desplegaban en la penumbra del dormitorio su orgía de estampados y texturas. Luego, él adelantó una mano y acarició aquel alboroto de colores. Eligió cuatro pañuelos, uno de ellos el que yo le había vendido. Mientras se acercaba a la cama, repasé apresuradamente los trajes que había lucido en los contados acontecimientos a los que habíamos acudido juntos, sin encontrar nunca pañuelo alguno sobresaliendo de los bolsillos de sus chaquetas.

Mi sueño no es como el de los demás, dijo. Cuando me vence, mi cuerpo se vuelve ingrávido. Entonces levito, vuelo. Eso me ocurre siempre, sin que yo pueda hacer otra cosa para impedirlo que atarme a la cama. Es una maldición que mi familia arrastra desde siglos atrás, comentó atándose el pie izquierdo a los barrotes de la cama. Observé con dulzura cómo completaba su ritual nocturno, aquello que le hacía sentir tan vulnerable. Se anudó algo distraído el otro pie, y luego la mano izquierda. Por último, utilizando los dientes, se ató con sorprendente facilidad la mano restante. Buenas noches, cielo, dijo cerrando los ojos y tratando de buscar una postura cómoda dentro de la postura impuesta por las ataduras. Intentando mostrar naturalidad, me arrimé a él, coloqué la cabeza sobre su pecho, y yo también me dormí.

Desperté a medianoche. Al parecer yo no era tan adaptable como pensaba y aún tendría que domesticar aquella cama. Él dormía profundamente a mi lado, trazando una X sobre el colchón. Me irritó aquella situación, el hecho de que no pudiera apaciguar el incesante caudal que yo era con la esclusa de sus brazos, de que nunca pudiéramos enfrentarnos juntos a la noche, de su cualidad de incógnita indespejable. De repente, debido a aquellos cuatro nudos, el futuro que nos esperaba se me antojó decepcionante e incluso ridículo.

Me llevó tan sólo un par de minutos decidirme. Con sumo cuidado, me incliné sobre él y desaté, uno por uno, los cuatro pañuelos.

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