Este artículo se publicó hace 4 años.
La verbena no se toca: la importancia de la fiesta en tiempos poscovid
La amenaza de contagio obliga a repensar nuestras fiestas y verbenas. Muchas se han visto canceladas y otras tantas desfiguradas debido a las estrictas medidas de prevención. Pese a todo, pervive su espíritu bullanguero y su capacidad a la hora de generar cohesión social.
Madrid-
Corren malos tiempos para la jarana. La cita anual con el despiporre vecinal en virtud de algún santo patrón o hazaña pretérita, queda suspendida hasta nuevo aviso. En pos de la prevención, 2020 será un año sin fiestas populares, al menos en los términos y condiciones en los que se venían desarrollando. Olvídense, por tanto, de multitudes beodas entregadas al refrote carnal al son de alguna oportuna pachanga. La 'nueva normalidad' exige un poquito de decoro, también que corra el aire, pero no mucho.
Los consistorios se han apresurado a cancelar buena parte de las festividades previstas y, en el caso de mantenerlas, se llevarán a cabo con las ya conocidas medidas de prevención: metro y medio de distancia, aforos reducidos y mascarillas generalizadas. Surgen entonces algunas dudas, ¿puede una fiesta abrazar la asepsia?, ¿es posible protocolizar la francachela?, ¿no es precisamente el carácter azaroso e imprevisible lo que da sentido al desfase mancomunado? Y por último, ¿queremos vivir sin verbenas?
"La voluntad popular ha sido muy clara al respecto", responde Alba Colombo, experta en sociología de la cultura y profesora de la UOC. "No queremos que desaparezcan este tipo de eventos, así lo indican las numerosas adaptaciones de tradiciones, fiestas mayores y semanas grandes que hemos podido testimoniar a lo largo del confinamiento y que se han llevado a cabo en ese espacio medio público, medio privado que son los balcones, patios y terrazas".
Como lo oyen, la conocida 'performance de los balcones' evidenció nuestro ímpetu festivo. Una animosa demostración de ese espíritu proclive a la bulla que, según los expertos, fomenta la idea de pertenencia a una determinada comunidad. Algo que, como explica Colombo, no es exclusivo de nadie: "Los dublineses se han puesto a jugar al bingo en la calle guardando la distancia de seguridad, los londinenses han proyectado películas en paredes vecinales, todos de algún modo hemos necesitado del encuentro a distancia con el otro para hacer frente a esa amenaza invisible que nos acecha".
Se trata, a fin de cuentas, de crear comunidad. Abrirse al otro aunque sea desde lejos: "El confinamiento ha generado construcciones de comunidades que no se conocían, quizá sea uno de sus grandes legados; volvernos a encerrar en nosotros mismos nos ha permitido conocer a los que teníamos al lado". Así las cosas, la farra entendida como un evento que genera cohesión social gana enteros frente a la consabida reputación puramente hedonista.
En ese sentido, Colombo no duda de que volveremos más pronto que tarde al regocijo populachero a pie de calle. Ese que nos devuelve al otro y nos permite, en el fragor de la noche, comprender hasta qué punto no estamos solos. "Son eventos del pueblo para el pueblo, no podemos renunciar a ello, lo que ocurre es que tendremos que reinventarlos, no nos queda otra, las verbenas serán reducidas, se desarrollarán a buen seguro en espacios privados y con gente de plena confianza". La pregunta es si se puede llamar verbena a algo así.
"Nos atrae esa catarsis que representa la verbena"
Mariano Urraco, antropólogo y profesor de Sociología de la UDIMA, asume que es una cuestión de pedagogía, de abrir el foco y aproximarnos con una nueva mirada al acto festivo: "Es muy probable que si nos planteamos una verbena con marcas en el suelo o llevando uno de esos aros que tienen un diámetro de dos metros, nos sintamos poco identificados con la idea. Pero si en lugar de eso hacemos un esfuerzo y tratamos de pensar de otro modo la verbena y sus implicaciones es probable que, aún con las limitaciones espaciales, podamos disfrutarla".
De nada sirve pensar en lo que perdimos. Se impone por tanto la necesidad de un cambio cultural que nos libere de conceptos difícilmente emulables en tiempos poscovid. "Nos atrae ese imaginario de proximidad y sensación de caos, esa catarsis o paréntesis que representa la verbena con respecto a lo que es nuestra vida cotidiana, esa sí que está por cierto protocolarizada, con los espacios y los tiempos perfectamente establecidos de todo lo que tenemos que hacer", apunta Urraco.
En todo caso, lo que no se contempla es el vacío, prescindir de la cohesión que proporciona lo festivo generaría, según Urraco, un cierto "descentramiento del propio calendario vital que se ha marcado una determinada sociedad". Como si renunciando al jolgorio estuviéramos renunciando también a nuestra identidad. "Dentro del proceso de secularización que vivimos −prosigue el antropólogo− las fiestas patronales siguen teniendo un papel central en nuestros calendarios, de tal forma que suprimirlas sería como arrebatar al pueblo una herramienta que le permite entender el paso del tiempo".
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