Dominio público

Golpes de estado que se miden con distinto rasero: de Latinoamérica a Myanmar, lo mismo pero al revés

Esther Rebollo

Directora Adjunta de 'Público'

(Izq. y der) El expresidente de Bolivia, Evo Morales, durante una entrevista en Buenos Aires en marzo de 2020; y la premio Nobel Aung San Suu Kyi, en una imagen de junio de 2012, antes de dar su conferencia en el Ayuntamiento de Oslo, cuando recibió el galardón. REUTERS
(Izq. y der) El expresidente de Bolivia, Evo Morales, durante una entrevista en Buenos Aires en marzo de 2020; y la premio Nobel Aung San Suu Kyi, en una imagen de junio de 2012, antes de dar su conferencia en el Ayuntamiento de Oslo, cuando recibió el galardón. REUTERS

El golpe de Estado perpetrado este lunes en Myanmar (antigua Birmania), uno de los países más desconocidos de Asia, es un golpe militar clásico, un golpe de los de siempre, sin miramientos: el jefe del Ejército asume el control, sus tropas ocupan las instituciones y los integrantes del Gobierno son apresados. Lo ocurrido en esta nación, que se creía vivir en democracia desde 2011, algunos lo han llamado incipiente democracia -pero ni eso-, es fruto de décadas de autoritarismo, muy a la vieja usanza asiática (recordemos al general Suharto en Indonesia o a Ferdinand Marcos en Filipinas). Un cuerpo castrense que decide retomar el poder y para ello se escuda en que hubo fraude electoral en las elecciones del 8 de noviembre pasado, cuando arrasó el partido de la Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, que gobernaba a medias con los militares desde 2012.

Tan sólo habían pasado unas horas y la comunidad internacional condenaba con rotundidad el golpe en Myanmar, uno de los países que menos libertad ha tenido a lo largo de su historia. La Unión Europea, las Naciones Unidas y los Estados Unidos pusieron el grito en el cielo, y con razón... los países asiáticos del vecindario siempre más cautos porque varios de ellos estarían dispuestos a dar una patada a la democracia si lo vieran necesario.

A este llamado primer mundo, que presume de defender los derechos humanos, le suele costar, sin embargo, medir con la misma vara los atentados a la democracia según de qué país se trate, y de quien gobierne; ese ha sido el pan nuestro de cada día en Latinoamérica. El caso más reciente, pero no el único, es Bolivia, donde el 2 de noviembre de 2019 se perpetró un golpe de Estado, pero concebido al revés respecto a lo ocurrido en Myanmar.

Allí no tomó el control el Ejército de primeras; el protagonista fue un político derechista, Luis Fernando Camacho, que asumió el liderazgo de una protesta contra el Gobierno y al que luego se le unieron las fuerzas militares y policiales. Camacho es un defensor de los valores de la Bolivia pre-Evo, aquella en la que los presidentes se fugaban en aviones cargados de millones de dólares; de aquella Bolivia de población mayoritariamente indígena, pero que nunca había sido gobernada por uno de los suyos, sino por hombres blancos que hablaban en inglés, pero no entendían la lengua del pueblo.

Ese llamamiento, respaldado por la denuncia falsa de la Organización de Estados Americanos (OEA) -de que habían sido amañadas las elecciones-, completó un golpe que no sacó los tanques a las calles, pero sí generó una violencia inusitada contra dirigentes y seguidores del Movimiento Al Socialismo (MAS), y la inevitable renuncia y salida del país de su líder, Evo Morales.

Ya había ocurrido en el año 2000 en Ecuador, cuando el presidente Jamil Mahuad fue derrocado y las Fuerzas Armadas colocaron al frente del Ejecutivo al empresario bananero Gustavo Noboa, contra la voluntad de los pueblos indígenas que habían desencadenado una revuelta legítima. Se repitió la historia en 2002 en Venezuela, donde Hugo Chávez fue víctima de una intentona golpista auspiciada por varios países, entre ellos España, según denunció el entonces el presidente de la nación caribeña (recordemos la acusación directa a José María Aznar en la cumbre iberoamericana de Chile de 2007, cuando el rey de España, hoy emérito, le espetó a Chavez con el famoso "¡por qué no te callas!").

En 2009, ocurrió en Honduras, al irrumpir un grupo de soldados en la residencia del presidente Manuel Zelaya, que fue sacado a la fuerza del Gobierno y del país. Un año después, en Ecuador, una protesta policial -según el Gobierno planificada como una acción golpista- puso contra las cuerdas a Rafael Correa. En 2012 le tocó a Paraguay, con la abrupta expulsión del poder de Fernando Lugo, consecuencia de un juicio exprés respaldado por las oligarquías. Y, en 2016, la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, fue retirada de la Presidencia durante un cuestionado proceso político. Lo de Evo fue el remate.

En muchos de estos casos la prensa internacional se preguntaba: "¿Es o no es un golpe de Estado?, los periodistas buscaron constitucionalistas, analistas, expertos para que pudieran explicar si estas acciones eran violaciones al orden institucional y a la democracia; o si por el contrario - como algunos apuntaban - eran revueltas populares. Lo único cierto es que tras algunos de esos seudogolpes se instaló la derecha en el poder y las acciones fueron dirigidas a derrocar gobiernos de izquierdas. El objetivo era acabar con el llamado Socialismo del Siglo XXI. El caso más sangrante es Brasil.

Todo esto, que parece un juego de espías, tiene su origen en algo simple y complejo a la vez: la Política de Seguridad Nacional que Estados Unidos instauró en América Latina en los años setenta del siglo XX para convertir a esta región en el patio trasero de la Casa Blanca. En plena Guerra Fría, EEUU ideó una estrategia para acabar con el llamado enemigo interno, es decir, con el comunismo, y eso conllevó una violación sistemática de los derechos humanos. Aquel intervencionismo gringo propició las dictaduras del Cono Sur, con las consecuencias que se conocen.

Este lunes, en un comunicado, la Casa Blanca se mostró "alarmada" por la acción de los militares birmanos, al considerar que son "pasos para minar la transición democrática" en Myanmar, y advirtió de que EEUU podría tomar "acciones" ante la usurpación del poder.

Evo Morales no es un santo; si bien dio a Bolivia la dignidad que nunca antes había tenido, no escuchó a sus compatriotas, que en un referéndum le habían pedido que no se volviera a presentar a la reelección. Pero tampoco Aung San Suu Kyi es una santa, pues su posición ante el genocidio del pueblo rohingya no tiene perdón. Aún así, los militares golpistas y las fuerzas oscuras de las políticas retrógradas siempre son peor para el desarrollo de los pueblos.

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