Otras miradas

El mercado del hambre se regula solo

Gloria Santiago

Jurista especializada en Derechos Humanos

Pixabay.
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Cuando Ségolène Royale se metió con los tomates españoles, Pedro Sánchez no dudó en salir en su defensa. "Imbatibles", dijo que eran. En su defensa a nuestros productos, la cual es legítima, la cuestión no es si nuestros tomates son buenos o malos sino cómo es que tenemos tomates en enero. La pregunta deriva a cómo se ha usado la tecnología y la tierra para alterar los procesos naturales del cultivo de tomates. Toda respuesta sobre alimentos es problemática porque el proceso alimentario es, hoy por hoy, un problema estructural.

La estructura alimentaria ha huido del control estatal haciendo de la comida un negocio y arrastrando consigo el equilibrio medioambiental y la justicia social. Precisamente, la Unión Europea fue eliminando controles y liberando al mercado con el CETA, con Canadá; el JEFTA, con Japón, y el TLCUEM, con México. En los últimos escalones se encuentra ahora el acuerdo de la UE con los países del Mercosur (Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay), que abrirá una nueva ruta sin aranceles, suponiendo un espaldarazo al libre comercio.

Mucho antes, ya había ido creando y perfeccionando un mercado libre entre sus propios miembros con la Política Agraria Común (PAC). De ahí que los productos más baratos son los que llegan al supermercado sin importar si son del otro lado del mundo o de si el abaratamiento de costes ha sido a costa de los derechos laborales. La UE es parte activa de la rueda del negocio de los alimentos y de la eliminación de controles al mercado alimentario mundial. Así que el insulto de Ségolène sobraba; más que por incierto, por hipócrita.  

Pensadores como Engels, allá por 1870, confiaban en que los avances en ciencia y tecnología, así como el uso de todo el potencial del capital y del trabajo, iban a solucionar el problema del abastecimiento de alimentos aunque la tierra cultivable fuera desapareciendo y la población aumentando. Pero en 2024, los avances tecnológicos no han logrado la regeneración de la tierra, ni más fiabilidad en la precisión meteorológica, y lejos de algunos transgénicos y de la incipiente edición genómica, todavía no ha habido hallazgos que garanticen el acceso universal a la comida. La mitad de la población del planeta padece de manera continua alguna forma de malnutrición. El 11% del mundo se va a la cama con hambre. En 2030, serán 600 millones de personas  las que estén subalimentadas. En 2050, si nada cambia, el hambre azotará a varios miles de millones de personas.  


Lo preocupante es que mientras contemplamos el enorme cohete de Jeff Bezos, el poder de las compañías alimentarias pasa desapercibido pese a que son las que deciden quién come, cuándo y a qué precio. En cuestión de décadas, han ido ganando espacio al control estatal y han transformado por completo la industria alimentaria. La han llevado lejos de las necesidades de la población y de las características de sus terrenos aumentando la producción sin dar descanso a la tierra. Como resultado de su actuación, se cuentan como irreversibles muchos desastres ecológicos y sanitarios debido al indiscriminado consumo de agua dulce y la sobreutilización de fósforo, nitrógeno y potasio en los cultivos.  

A cambio de escandalosos beneficios, el cambio climático también lleva la firma de las compañías agroalimentarias. El año pasado, Greenpeace Internacional cifró en 53.500 millones de dólares las ganancias de las 20 grandes empresas de los sectores del cereal, los fertilizantes, la carne y los lácteos. Paradójicamente, una cifra parecida (51.500 millones de dólares) es la que la ONU considera necesaria para salvar a 230 millones de personas que en la actualidad pasan hambre en el mundo.   

¿Quién decidió por nosotros que comer iba a ser un privilegio? ¿Por qué el acceso a los alimentos se aborda desde el negocio y no desde la perspectiva de un derecho universal? Sin perder mi esperanza en el potencial de la Unión Europea, creo que debería adelantarse al desastre de la hambruna y plantear una revisión de la PAC o, mejor que eso, comenzar a virar los mecanismos hacia una Gran Transformación Alimentaria que proporcione igualdad distributiva en el acceso a los alimentos.  


Ahora tocaría empoderar a la pequeña y mediana industria del sector primario y garantizar el relevo generacional. Habría que adaptar al máximo nuestra dieta en atención a la temporada y a las características del terreno y modificar las normas de acceso a la tierra y su control. Por suerte, no solo harán falta decisiones políticas sino también soluciones técnicas, como una inversión sin precedentes en tecnología de regeneración de suelos, creación de infraestructuras meteorológicas mucho más avanzadas con tal de evitar pérdidas, y la distribución solidaria a todos los agricultores de los mejores sistemas tecnológicos.  

Quizás haya sentado un pelín mal que Ségolène descalifique así a nuestros tomates, pero lo importante es plantearnos a cambio de qué llegan los alimentos a las bandejas de los supermercados y quién va a seguir sacando provecho de que el mercado del hambre se regule solo.  

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