Dominio público

Orfeo despedazado

Alana S. Portero

Bárbara Lennie en 'Magical girl'.
Bárbara Lennie en 'Magical Girl'.

Ni apreciar la belleza es patrimonio de las buenas personas, ni lo es la capacidad de crearla. Esta es una obviedad que conviene dejar clara, casi como defensa, ante interpretaciones malintencionadas y frívolas de lo que se denuncia relacionado con ella. Es muy fácil caer en la infantilización de las mujeres que señalan comportamientos problemáticos, denuncian violencias machistas de cualquier tipo o ponen sobre la mesa la necesidad de conversar sobre todo esto cuando se trata de hombres a los que se admira.

Desde que las compañeras de El País publicaron los testimonios de las mujeres violentadas por el director de cine Carlos Vermut, estábamos esperando la reacción de quienes, esquinando argumentos y estableciendo comparaciones de brocha gorda entre las mujeres verdaderamente libres, que saben tratar con los chicos traviesos, y las supuestamente alienadas, que son medrosas y vengativas, han salido a defender el comportamiento del denunciado, caricaturizando a las que se han decidido a hablar y a quienes las apoyamos, como irreflexivas montapollos sin más objetivo que machacar vidas de hombres descuidados, un hatajo de bacantes poseídas por un fuego abrasador dispuestas a despedazar al desdichado Orfeo de turno, sin pensar en las consecuencias de nuestras palabras, acciones o alianzas.
 
Me fascinaron Quién te cantará y Magical Girl, aún considerando esta última un ejercicio hiperestético de misoginia rampante, cómo borrar de la mente a una Bárbara Lennie tocada por las diosas de la interpretación, con su presencia frágil y majestuosa; salir herida en algún punto del encuentro con el arte, con la cultura, es inevitable y debe seguir siendo así, a veces es necesario algún tipo de repulsión o de pánico para completar una experiencia de belleza, habitar la contradicción puede ser extrañamente estimulante.

Ni somos ursulinas, ni necesitamos el tutelaje de nadie para digerir una creación artística a la que nos exponemos. Confundir la necesidad de conversar sobre lo que nos pasa, mostrar lo que nos duele, protestar ante la humillación, tejer alianzas entre nosotras y, sobre todo, revelarnos contra la violencia, con quejas caprichosas que buscan destruir a los genios a los que hemos entendido mal, es, no solo una maniobra violenta en sí misma, es una postración cobarde al estatus que se disfraza como contracorriente y, además, nos toma por gilipollas. 
 
Guardarse una experiencia violenta durante más de cinco años hasta que casi se pudre, investigar y recoger testimonios durante uno y dar derecho a réplica a la persona señalada, es lo menos parecido a un estallido de furia o a una caza de mártires que se me ocurre. Anteponer el bienestar o la reputación del acusado sobre la importancia de la denuncia y el derecho a liberación y restitución de sus posibles víctimas, no solo es injusto, es que se ha hecho durante años y no ha servido para cambiar nada. Es hora de que hablemos, de que las cosas se aclaren, y de que los ámbitos culturales y quienes los componemos hagamos acuse de recibo y depuremos prácticas patriarcales enquistadas que nos hacen peores, como personas y como industria.  
 
El debate de la cancelación es un pájaro de bronce al que nos obligan a mirar para no afrontar la realidad. Personalmente, aquí hablo solamente en mi nombre, no tengo interés alguno en que la obra de Vermut arda, ni él, ni su futuro como creador, pero soy la primera en encender la pira en la que deben quemarse los juegos de poder que destrozan o condicionan la vida de las mujeres y en exigir, inquisidora, vociferante y harta, responsabilidad a los violentos, la que corresponda, la que necesiten las que han (hemos) sufrido algún tipo de abuso de poder, la que protegerá a las que corren peligro de sufrirlo y a todas las demás. Debemos ponerlas a ellas en el centro.  

Afrontar las consecuencias de los actos, por terribles que sean, es el primer paso para repararlos, si Carlos Vermut o cualquier otro debe pasar por ahí, así sea. Una vida no se arruina haciéndose cargo de sus malas acciones, la que se arruina es la que sufre violencias y no tiene más remedio que callarlas o incorporarlas a su normalidad. 
 
Contextualizar lo que vemos, lo que nos conmueve, nos incomoda y nos sublima, es tan importante como la obra misma. Y quién es el autor o la autora es parte fundamental de ese contexto, conversar sobre ello, explorar las contradicciones que nos arañan, disfrutarlas si es preciso, elegir qué apoyamos y qué no, qué queremos y qué no queremos, exponernos o no a una obra que puede ser lacerante es propio de una sociedad adulta que se respeta a sí misma, tanto como una que dice "se acabó" a que todo lo hermoso o importante descanse sobre el cuerpo de mujeres que sufren.


Más Noticias