Dominio público

Galiza, un país imaginario

Santiago Alba Rico

La candidata del BNG a la Xunta, Ana Pontón, durante el mitin electoral en Ourense. / Brais Lorenzo (EFE)
La candidata del BNG a la Xunta, Ana Pontón, en un mitin en Ourense. / Brais Lorenzo (EFE)

Me atrevo siempre poco, y solo tímidamente, a hablar de Galiza. Últimamente, por una constelación de factores aleatorios y concurrentes, antes y después de una visita a Santiago, he leído algunos artículos y libros, pero sin alcanzar ninguna conclusión clara, salvo la de que es, más que otros, un país totalmente imaginario. Un país, quiero decir, que imaginamos invariable, "remoto y brumoso", como decía José Ángel Valente en un artículo de 1986, "naturalmente propicio al desconocimiento". 

Lo imaginamos así en Madrid, desde luego, pero tengo la impresión de que mis amigos galegos, todos muy sabios y casi todos de izquierdas, mantienen con su tierra un vínculo preñado también de misterios no resueltos y que prefieren mantener sin resolver, entre la angustia y la utopía. Es como si nunca les hubieran dejado vivir en su propio país y hubieran tenido que construirlo, con pudor e ironía, en los aledaños de su cuerpo; o como si vivieran en "su propio país" solo de manera clandestina, a despecho de todas las intromisiones madrileñas y de todos los cambios producidos en las últimas décadas. 

Regalo de Germán Labrador, estos días he leído, por ejemplo, Memorias dun neno labrego, esa maravilla del idioma, best-seller clásico de la literatura en galego, que escribió Xosé Neiras Vilas en 1960, un año antes, por cierto, de que Delibes publicase Las ratas, obras siamesas cuyos protagonistas son dos niños sabios y hambrientos (Balbino y el Nini) apremiados a crecer en medios rurales igualmente hostiles. ¿Qué queda de ese campo? No sé cuánto de la lengua que habla Balbino se ha perdido, como se ha perdido el castellano de Delibes, pero tan obvio es que la Galiza de Neira Vilas no es la de Manuel Rivas como que ambos escritores pertenecen al mismo país imaginario, imaginado, imaginante: un país, decía Castelao, que "en lugar de protestar, emigra" (a América primero, luego a Madrid, siempre a la otra Galiza paralela) y que, socarrón y clandestino, es por eso mucho menos escuchado que el País Vasco o Catalunya. 

La pregunta es: ¿a qué país votan los galegos? ¿Al realmente existente? ¿O al imaginario? Las Galizas inexistentes son también plurales; son sin duda más de una. Entre ellas, la más aparentemente compacta es la que vota desde hace décadas —con una fugacísima excepción en 2005— al PP. En Madrid Ayuso promete libertad y quita servicios públicos, árboles, impuestos a los ricos; gentrifica ciudades, deja morir ancianos en las residencias, cierra consultas médicas y abre circuitos de Fórmula 1. En Galiza el PP promete "tradición" y hace más o menos lo mismo: ha sustituido el caciquismo por el clientelismo, el campo por el extractivismo forestal, los servicios públicos por el turismo, el mar por el tráfico de drogas. 

Madrileños y galegos, que sufren las mismas políticas, votan con deseos diferentes: el voto de unos es neoliberal, el de los otros conservador. Los madrileños que votan al PP, digamos, viven en el país que les gusta, lo que es trágico para el resto de los madrileños. Los galegos que votaban a Fraga, luego a Feijóo y ahora a Rueda viven en un país (me atrevo a decir) que no es el suyo, lo que es trágico para todos. Ana Pontón, candidata del BNG y quizás futura presidenta de la comunidad autónoma, decía en una entrevista que "Galiza no es conservadora". Y si lo fuera, ¿qué? ¿Por qué no habría de serlo? ¿No estaría bien que los madrileños también lo fueran un poco? ¿Que se empeñaran en proteger y conservar algo real, aunque fuese imaginario? 

Lo que me llama la atención de mis amigos galegos, sabios y casi todos de izquierdas, es precisamente que son conservadores: quieren conservar lo que se les ha quitado, lo que les queda, lo que nunca han tenido: el país imaginario, de lengua y de tierra, en el que viven clandestinamente. Escuchando a Pontón, de hecho, me parece que a lo que no se atreve (y con buen criterio electoral) es a disputar el concepto "conservador", pero que sus propuestas, sus anhelos, sus afectos lo son. Haríamos bien los madrileños en reivindicar la verdadera libertad frente a Ayuso; y los galegos quizás en defender el verdadero conservadurismo frente a Rueda

¿Cómo no va ser conservador un pueblo largamente vapuleado cuya lengua, cuyo campo y cuyo mar están amenazados? ¿Castelao no fue conservador? No fue solo conservador, desde luego, y nosotros, ni en Galiza ni en Madrid, debemos serlo tampoco. O sí: porque también forman parte de nuestra historia, de nuestra "tradición", toda una serie de derechos conquistados recientemente y ya amenazados por la erosión reaccionaria: derechos laborales y derechos civiles, derechos sexuales, derechos culturales. Hoy hay que ser más conservadores que nunca: conservadores frente a la revolución neoliberal que nos quiere dejar sin suelo y conservadores frente a la ofensiva libertariana-reaccionaria que nos quiere dejar sin cuerpo. 

¿No es esa acaso la única forma de concebir un "nacionalismo" y un "patriotismo" de izquierdas? ¿O lo llamaremos —al revés— "globalismo terrícola"? ¿O "internacionalismo pedestre"? Me cuenta mi amigo Alexandre Carrodeguas, inspirador de buena parte de este artículo, que el fundador de la cerámica de Sargadelos, Isaac Díaz Pardo, artista e intelectual galleguista muerto en 2012, se definía a sí mismo como "conservador libertario".

Las elecciones autonómicas galegas se han celebrado siempre, también para los galegos, en un país "remoto y brumoso", desconocido, entregado de antemano al partido-régimen que lo mangonea desde hace cuarenta años. Esta vez es diferente. Esta vez las elecciones ocurren más cerca de todos nosotros, galegos o no, por dos motivos, uno bueno y otro ambiguo. El bueno es que, por primera vez en cuatro décadas, hay esperanzas de que el PP pierda el gobierno. El segundo es ambiguo porque de alguna manera Galiza, en campaña electoral, se hace visible únicamente como pieza en disputa de la política nacional. 

En un contexto de frustración legalicida de la derecha, con un Gobierno central frágil, en vísperas de los comicios europeos de junio, las elecciones del 18F, en efecto, escenifican de manera fractal la estrategia de confrontación que el PP desarrolla en Madrid. Por una vez el PP parece más interesado en atacar a Sánchez que en renovar su feudo de la comunidad autónoma. O mejor dicho: cree poder renovar ese feudo atacando a Sánchez por vía interpuesta, lo que tal vez es un error. 

La encuesta del CIS del mes de enero revelaba que los galegos no están preocupados ni por la amnistía ni por Bildu ni, por supuesto, por ETA sino por el paro, la sanidad y la economía. Como bien ha comprendido Ana Pontón, están preocupados por lo que ocurre en su casa, en su barrio, en su aldea, en su ciudad. En todo caso, todos somos conscientes de que el resultado del 18F se inscribe en un contexto mayor: puede reforzar la ofensiva destropopulista contra el Gobierno de coalición o, por el contrario, convertir Galiza en un actor central en una nueva España territorialmente más sensata.

Para ejercer ese papel Galiza tiene que dejar de ser un país imaginario; tiene que ocuparse de sí misma, como hacen los catalanes y los vascos. El bipartidismo estatal, que amaga con volver, sigue siendo imposible en Catalunya y en Euskadi, necesarios para gobernar en la Moncloa; si pierde el PP las elecciones el 18F también será imposible en Galiza, que de ese modo estará, al mismo tiempo, más cerca de sí misma y más cerca de Madrid. Si el razonamiento es acertado (si hace falta que Galiza se ocupe de sí misma para que mejore España) muchos no galegos contemplamos desde fuera estas elecciones con esperanza. 

Queremos que pierda el PP y que gobierne Ana Pontón con el apoyo del PSOE y de Sumar. Para que eso ocurra es importante que el BNG saque más votos que el PSOE, lo que es muy probable, y que Sumar, a su vez, supere el 5% impuesto por Fraga en 1992. Esto no es seguro. No se pueden ya modificar las estrategias de los partidos ni los candidatos escogidos; ni fantasear con unidades levógiras de escaso realismo. Esta es la situación y para que se produzcan las dos circunstancias señaladas (que el BNG saque muchos votos y Sumar franquee el umbral de la representación) es imperativo que voten tantos galegos como en las elecciones del 23J (73%). 

El "galleguismo" fraguista generó un autonomismo débil, como lo demuestra la abstención endémica en los comicios autonómicos (51%). Pero hoy hay mucha gente que quiere que Galiza se ocupe de sí misma; y hay mucha gente que quiere que Galiza ayude a mejorar España. Esa convergencia espontánea puede ayudar al resultado inesperado que muchos esperamos: que cada uno vote, pues, a quien más le convenza sin hacer cálculos, pero sin exigir una correspondencia ideal con los propios programas ideológicos. Que los galegos, entusiasmados o no, fatalistas o no, acudan a las urnas: por ellos mismos y por mí, que no puedo votar. 

Desplazar al PP del gobierno no es solo desplazar al PP del gobierno. Es apostar por (y hacer avanzar un milímetro) esa Hespaña republicana, federal, democrática, difícil (poblada de bichos raros, de todos los sexos y todas las lenguas, obligados a negociar libremente) con la que soñó Castelao. O como reza el título del último y excelente libro de David Rodríguez sobre el padre del nacionalismo galego: liberdades antigas, tempos modernos. Para todos.

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