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Extrema derecha El 'invierno autocrático' se expande por el mundo

El autoritarismo ha llegado para, … ¿quedarse? La cuestión queda en el aire, sin respuesta clara. Aunque se pueda decir que ha aterrizado de nuevo y que se ha propagado con rapidez. Auspiciado por el vacío de un orden global que navega a la deriva desde la instauración del 'America, first' de Donald Trump. Hasta el punto de asegurar que una larga lista de líderes poderosos y ultranacionalistas se han hecho con las riendas de sus países, donde han impuesto sus manos de hierro.

Jinping, Bolsonaro, Netanyahu,Trump, Orbán y Erdogan.

diego herranz

La ‘Primavera árabe’ surgió como un soplo de aire fresco en el cambio de la década actual. Como un sueño democratizador de las naciones de credo musulmán, sometidas, la práctica totalidad de todas ellas, a regímenes autocráticos. Diez años más tarde, ha surgido otro movimiento social de signo contrario. No acontece en territorios con déficit democrático. Ni en latitudes alejadas del primer mundo económico. Todo lo contrario. Es un fenómeno propio de la cultura occidental y trata de carcomer, poco a poco, sus instituciones políticas.

Este asunto ha sido compilado por numerosa literatura procedente de centros de análisis, que hablan sin cortapisas de crisis de la democracia liberal. Pero no todos ellos se atreven a aventurar el origen de esta nueva cruzada ideológica que pretende combatir las libertades cívicas y cercenar la iniciativa individual. Quizás porque comulga con una visión ultramontana del capitalismo, aquel que reniega de los corsés regulatorios y de los controles de vigilancia y de supervisión, el de los defensores de los flujos de capital de alto riesgo, que prometen reportar beneficios de varios dígitos con inversiones en activos de alta toxicidad y que suelen estar al alcance de privilegiados, directivos que manejan información privilegiada y, sobre todo, de las grandes fortunas.

Y que, en paralelo, sostienen la pervivencia de los paraísos fiscales y de territorios propensos al lavado de dinero negro a donde llevar sus patrimonios, los primeros, después de legalizar su procedencia, los segundos. Más que una primavera, habría que precisar que lo que se avecina es una glaciación, el invierno de los autócratas. Una ironía en toda regla: la primavera (árabe) no hizo germinar la democracia, pero el invierno (autocrático), puede hacer florecer, paradójicamente, las dictaduras.

El pasado ejercicio fue el de su consagración, el de su consolidación, al calor del orden mundial que ha emanado de Washington. Es decir, que 2018 fue un año estelar para el autoritarismo. En el que floreció la presidencia vitalicia de Xi Jinping en China y, por tanto, el epitafio del poder colectivo del régimen de Pekín, cada vez más propenso a cercenar la iniciativa individual de sus ciudadanos, a controlar las redes sociales y a condenar con penas ejemplarizantes todo conato de disidencia. Jinping se ha hecho con las riendas, a perpetuidad, del aparatik comunista, de la nomenklatura del Estado, del nuevo modelo productivo de la segunda economía del planeta y del mayor ejército del mundo. Pero también protagonizó uno de los momentos más ilustrativos de la connivencia -casi comunión- que son capaces de suscitar los líderes autocráticos. No por casualidad, surgió la luna de miel entre el dirigente norcoreano, Kim Jong Un y el presidente de EEUU, Donald Trump, abducido, parece ser por sus comentarios, por la alta calidad y eficacia del control autoritario que es capaz de ejercer la dictadura hereditaria de Pyongyang.

El viraje de Europa e Israel

De igual modo que la cada vez menos democrática Polonia -que se ha labrado una larga lista de advertencias, sin consumarse, de la UE por la propensión del nacional-catolicismo del gobierno creado por el partido de Jaroslaw Kaczynski, líder en la sombra de Ley y Justicia -el PiS- a seguir la estela del Fidesz húngaro de Víktor Orban, auspiciadores de una hoja de ruta mimetizada en ambos socios del Este -si bien Budapest presenta un itinerario más prolongado en el tiempo y más fructífero en sus resultados- en la que se incluyen cambios estructurales de gran calado. Desde reformas educativas que restauran la nostalgia nacionalista y adopta unos criterios de centralización que gustan tanto a la Rusia de Vladimir Putin como a la Administración Trump, hasta nombramientos a dedo de adeptos a sus causas en las altas esferas del Ejército, Fuerzas de Seguridad y servicios secretos, o la renovación, a su antojo, de sus tribunales constitucionales. Mientras lanzan acusaciones de alta toxicidad, como la que señala a la opositora Plataforma Cívica polaca como responsable de la muerte de su gemelo, Lech, en accidente aéreo, en 2010, cuando ejercía como presidente del país.

Porque las tesis conspiranoides -inspiradas con fake news desde medios de comunicación afines, incluidos los canales estatales- están a la orden del día en ambos países. Como en EEUU, donde Trump trata de demonizar a los grandes medios de comunicación escritos o audiovisuales, mientras defiende espacios on line que han abandonado el deber de veracidad y respalda sin paliativos la difusión sin controles deontológicos de las redes sociales. Sabedores de que una falsa noticia que anteceda en 24 horas cualquier desmentido ha ganado la batalla de la audiencia. La batalla contra las libertades civiles desatada por Budapest y Varsovia, dos Caballos de Troya que buscan la división irreparable de la Unión -tesis que apoya el Kremlin desde hace años- no es baladí. Orban se ha erigido en el abanderado de formaciones de ultraderecha en Europa y en el alter ego del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, que le denominó “el mejor líder” del Viejo Continente, de Trump, quien ha mostrado en varias ocasiones el orgullo que le reportan sus encuentros con el premier húngaro, y de Putin, para el que el primer ministro húngaro, como líder del Grupo de Visegrado -que conforman, además, Polonia, Eslovaquia y República Checa- representa su punta de lanza en el propósito de Moscú de bombardear proyectos de integración de la UE y de provocar tensiones geoestratégicas con Bruselas.

El primer ministro húngaro, Orban, su homólogo israelí, Netanyahu, y la Administración Trump ya han tejido una primera alianza ultraderechista a la que han incorporado al brasileño Bolsonaro

Netanyahu y Orban fueron los dirigentes estrella en la reciente toma de posesión del capitán del Ejército Jair Bolsonaro como presidente de Brasil. El tridente que revela la alianza de la extrema derecha en el mundo. Los dos primeros, casi sin oposición interna. El rival de Orban es el Jobbik, más escorado aún a la derecha, con el que suele concertar iniciativas legislativas contrarias a la inmigración o de corte nacionalista. En Israel, la sociedad hebrea ya ni se plantea que el conflicto palestino acabe mediante una solución dialogada. Tzipi Livni, la referente del centro-izquierda, que derrotó a Netanyahu en 2009 al frente del movimiento centrista Kadima, en pleno descenso a los infiernos del laborismo -creador del Estado de Israel- y, como esta histórica formación, que aún sucumbe en el sueño de los justos, partidaria de la negociación con los palestinos, acaba de renunciar a la carrera presidencial. A revalidar su lucha electoral contra el mandatario del Likud, porque su actual partido, Hatnuah (El Movimiento), apenas tendría, según los sondeos, un apoyo del 2% en los comicios legislativos del 9 de abril.

Latinoamérica cambia de rumbo

De Bolsonaro, en su escaso periplo presidencial, ya se puede decir que ha entregado los resortes del poder a sus tres hijos. Todo un acto, flagrante, de nepotismo. A Flávio, sobre el que penden varias denuncias y un mayor número de sospechas de fraudes financieros; a Carlos, apodado pitbull, que ha forzado su primera crisis de gobierno con la destitución del ministro Gustavo Bebianno, el antiguo jefe de su padre en el seno de la formación, el Partido Social Liberal (PSL) que le ha aupado al poder, y al que Steve Bannon, el fundador de Breitbart, el canal de noticias falsas por antonomasia en EEUU, y máximo asesor de campaña de Trump, ha elegido como uno de los líderes de The Movement, institución que busca, bajos sus auspicios, aunar a las derechas globales, y a Eduardo, con conexiones en el crimen organizado, pero el diputado más votado del Congreso.

Todos, entusiastas de las redes sociales y artífices, en gran medida, del ascenso a la jefatura del Estado de su padre, por sus habilidades propagandísticas en el universo on line. Y de la confección de un gobierno integrado por militares (ocho de un total de 22 ministros); por economistas ultraliberales y por políticos de marcado acento conservador y religioso en asuntos sociales que ya han dejado trazos de sus intenciones. Con un agresivo plan privatizador -24 empresas dejarán de ser mayoritariamente estatales en este primer trimestre-; retrasos en la edad de jubilación hasta los 65 años; proyectos de segregación en las aulas por sexo, o impunidad a los policías que asesinen a delincuentes. Sin olvidarse de las iniciativas para mercantilizar la Amazonía e impulsar, así, los beneficios y la productividad del sector agrícola brasileño ni del empeño personal de su ministro de Economía, Paulo Guedes, un Chicago boy declarado, de emprender una perestroika liberal, primero en su país y, con posterioridad, en el conjunto de América Latina.

Brasil opera con un gabinete con ocho militares, economistas ultraliberales que desean una perestroika privatizadora y políticos nacional-catolicistas en asuntos sociales con claros signos de nepotismo

Pero la autocracia también tiene responsables al otro lado del espectro político. Daniel Ortega, en Nicaragua, persiste en su empeño de ser el nuevo Anastasio Somoza, cuatro décadas después de que el primero derrocara al dictador -el segundo- en nombre del pueblo. Nicolás Maduro y su gestión política, económica y social de la crisis venezolana deja amplios retazos autocráticos. Por mucho que la Casa Blanca -sin descuidar a la extrema derecha latinoamericana y europea- esté detrás de la elevada conflictividad y de la emergencia humanitaria que asola a la que llegó a ser tercera economía latinoamericana, que a Trump sea el único autócrata de todo el planeta que parece no gustarle o de que, en este sentido, al dirigente republicano no le suponga ningún contratiempo que repudie el autoritarismo de Maduro mientras abraza el de Bolsonaro, a quien le envió un tweet alabando su “gran discurso inaugural” y anticipándole que “EEUU está contigo” a lo que el dirigente brasileño replicó: “Juntos, con la protección de Dios, traeremos prosperidad y progreso a nuestra gente”.

Doctrina Nixon en Oriente Próximo

En otras latitudes, como Oriente Próximo, el drama autoritario también ha entrado en escena. Quizás sus dos mejores botones de muestra sean la Turquía de Recep Tayyip Erdogan, quien ha ido acaparando poder mientras se sacude la Espada de Damocles de un Ejército, teóricamente, llamado a devolver al país a la senda constitucional marcada por el padre de la patria moderna turca, Mustafá Kemal Atatürk. En los últimos años, la deriva islamista, las purgas entre militares y en la sociedad civil y el nepotismo, con nombramientos de familiares y acólitos de su partido, Justicia y Desarrollo, en las más altas esferas económicas, políticas y empresariales de una de los mercados emergentes más boyantes -aunque ahora le asole una crisis monetaria y de deuda de alto voltaje-, han sido asuntos que han estado en la mesa de operaciones de las cancillerías de todo el mundo.

Y la Visión 2030 de Arabia Saudí, en manos del príncipe heredero Mohamed bin Salman, acusado del asesinato del periodista Jamal Khashoggi, y que, bajo las pautas de una revolucionaria modernización económica, política y social del mayor productor de crudo y lugar santo de la comunidad islámica mundial, esconde un intento denodado por convertir a Riad en la potencia hegemónica de una de las áreas más convulsas del globo terráqueo. Promocionando y sufragando financieramente una guerra eterna como yemení, aislando a su emirato rebelde, Qatar, o ejerciendo la presión económica y geoestratégica estadounidense sobre Irán. El tercero en discordia de este triángulo autocrático sería el general Abdel Fattah al Sisi. El líder egipcio no sólo ha enterrado cualquier vestigio de primavera árabe en su país, también ha aplastado a los movimientos vinculados a los Hermanos Musulmanes. Como la Administración Obama, Trump considera al dictador egipcio esencial para los intereses estadounidenses en esta región.

Pero la severidad autoritaria de Al Sisi no parece generar disidencia en las diplomacias occidentales. A pesar de que su acceso al poder se produjo mediante un golpe de estado, en julio de 2013, que sacó de la jefatura del Estado a Mohamed Morsi. O de que su estancia en el poder la haya forjado mediante juicios sumarísimos, torturas o arrestos arbitrarios y desapariciones forzadas, según denuncia Human Rights Watch. O que forzase una enmienda constitucional para mantenerse como presidente del país hasta 2034.“La autocracia floreció en 2018 porque Washington se dejó persuadir por la vuelta a la llamada política realista, un intento de control global, que mira con ojos amables a los dictadores porque piensan que son los que mejor pueden ejecutar los deseos de gobernar el mundo”. Quien así se expresa es, nada menos, que Robert Kagan, asesor de seguridad de George W. Bush y ensayista neocon. Con Trump, por tanto, reverdece la doctrina Nixon, ideada junto a Henry Kissinger, su secretario de Estado, que reduce la presencia americana fuera de sus fronteras y entrega la llave de sus intereses a autarcas como el Shah iraní o la monarquía saudí. Pese a que, décadas después se pueda decir, sin temor a equivocarse, que esta postura posibilitó la revolución islámica iraní y el estallido de un wahabismo que propició que quince los diecinueve terroristas del 11-S fueran saudíes.

La orientación del America, first que ha propagado Trump ha disparado la tendencia internacional hacia el autoritarismo

Víctor Menaldo y Michael Albertus, investigadores y autores de un reciente ensayo bajo un título elocuente –“Autoritarismo y el origen de las elites de las democracias”- escribían en The New York Times que la pérdida de calidad democrática no sólo afecta a Polonia o Hungría, dentro de la órbita europea. También a Italia, con su fervor antisistema de partidarios de la Liga Norte y del Movimiento Cinco Estrellas que gobiernan los designios del país; también a naciones como España, donde el clima político y social se ha escorado a la derecha por la crisis catalana, hasta experimentar la irrupción de Vox. Debido a la orientación del America, first que ha propagado Trump y que ha disparado la tendencia internacional hacia el autoritarismo. Entre otros lugares, en Egipto, Honduras, Rusia y Venezuela. Pero, a su juicio, también acontecen otros factores.

De peso. Entre ellos, que más de las dos terceras partes de las naciones que han emprendido una transición a la democracia desde la Segunda Guerra Mundial la han iniciado con constituciones escritas por las elites autoritarias que les precedieron. Argentina, Chile, Kenia, México, Nigeria, Sudáfrica o Corea del Sur están entre ellos. Y, por efecto rebote, también han tenido que asumir un sistema electoral concreto, determinadas rémoras legislativas, anclajes de modelo de estado, un funcionamiento expreso de la máxima corte constitucional, inmunidades legales para ciertos jerarcas o roles de gendarmes de las cúpulas militares o políticas de sus antiguos regímenes. En definitiva, “una obligación de operar bajo ciertas salvaguardas, arrastrando un lastre de poderes y privilegios que explican que, a menudo, en estos países, la experiencia democrática de sus ciudadanos no sea plena o que la democracia haya sido restaurada dentro de un juego político que ha propiciado que la competencia económica y profesional no responda a los estándares de libertad y de mérito exigibles”, aseguran Menaldo y Albertus.

Riesgos geoestratégicos

Este desorden mundial ha generado incertidumbre geoestratégica. Así ha quedado patente tras la última Conferencia de Seguridad celebrada a mediados de febrero en Múnich. Cita que no ha logrado restituir el tratado de armas nucleares de alcance medio (INF, según sus siglas en inglés) que ha dominado el orden global desde la Guerra Fría y que acaba de convertirse en agua de borrajas por designación de Trump, primero, y de Putin, inmediatamente después. Desde que el presidente americano ha irrumpido en la Casa Blanca, la lista de riesgos geoestratégicos se ha disparado. Irán, Venezuela, Siria, las tensiones nucleares, la carrera armamentística, la implosión presupuestaria para modernizar los grandes ejércitos, el Brexit o las diferentes longitudes de onda en la que parecen evolucionar aliados de Washington, como los socios del núcleo duro de la UE o Canadá, la guerra comercial o el feroz combate contra la inmigración han hecho mella en un planeta cada vez más convulso. En medio de peticiones expresas -casi amenazantes- de la Administración Trump para que Europa asuma el nuevo eje del mal -Irán, Venezuela y Rusia- con notables ramificaciones (China, Siria, Turquía) y de viajes relámpago y con alto voltaje como el del secretario de Estado, Mike Pompeo, antiguo número uno de la CIA, al corazón de la Europa oriental eurófoba -Polonia y Hungría- mientras exige a sus socios transatlánticos más gastos en Defensa para financiar la OTAN.

Voces como la del fundador del World Economic Forum (WEF), Klaus Schwab, reclaman la puesta en marcha de una nueva conferencia internacional. Un mecanismo de refundación del sistema geopolítico y económico-financiero. Porque el orden global “está en barrena”. Se necesita -dice- un nuevo Bretton Woods y nuevas fórmulas para gobernar la globalización y restablecer la red de multilateralidad que fue capaz de generar la siesta geoestratégica del final de la Guerra Fría; desde la caída del Muro de Berlín hasta los atentados del 11-S. Y que, ahora, tras la implantación del America, first ha aislado, con las políticas de Trump, a la primera potencia mundial en una peligrosa senda de proteccionismo e insolación internacional.

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