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En el frente del Donbass: "¡Esto es la guerra y vivimos aplastados entre dos ejércitos!"
Se conoce como "línea de contacto" a la franja de tierra donde colisionan las fuerzas militares ucranianas y los separatistas de Lugansk y de Donetsk apoyados por los rusos. Varios cientos de civiles viven allí bajo el mortero desde que comenzó el conflicto.
Mariupol (Ucrania)&Nbsp;-Actualizado a
"Estás jodidamente equivocado si crees que la pregunta oportuna es por qué me he quedado aquí. ¿Y a dónde se supone que debería irme si me marchara? ¿A mendigar por las calles de Mariupol? ¿O debería suplicarle a mi hija que me adoptase junto a su familia?", se lamentaba hace un par de inviernos un viejo de Pavlopil, un asentamiento situado en la vertiente ucraniana de la llamada "línea de contacto" del Donbass. Tras entrar en aquel pueblo sin salvoconducto, ocultos en el viejo Lada 2105 de un capellán militar, resultaba casi inevitable pensar que si Pavlopil no se hallara situado en las entrañas mismas del conflicto que enfrenta al ejército ucraniano con los separatistas prorrusos sería la clase de aldea pintoresca a la que uno se retiraría a escribir sus memorias.
Como en la mayor parte de los pueblecitos rusos y ucranianos, hay una única calle principal sin asfaltar en cuyas cunetas aselvadas la gente amarra a veces una cabra o un ternero y donde, en ocasiones, picotean grandes gansos. A ambos lados de la pista de tierra prensada, cercadas por empalizadas, se hallan alineadas las casitas de madera y chapa, rodeadas siempre por un huerto y, a menudo también, por un gallinero o una corraliza. No hay prácticamente un solo muro que no haya sido mordido por las balas o las esquirlas del mortero que arrojan contra ellos los secesionistas. En el pasado mes de noviembre, las milicias de la República Popular de Donetsk asesinaron a un civil. Disparan contra ellos sin terciar provocación como si abatieran patos.
El muchacho que oficiaba como intérprete durante aquella primera visita al frente nos confirma dos años después que la situación ha seguido empeorando debido a las restricciones de movimiento que el Gobierno de Kiev impuso a los civiles que aún habitan junto al río Kalmius, tras la irrupción de la pandemia, y ocasionado también, más recientemente, por la atmósfera de miedo que ha creado la plausible amenaza de una invasión rusa. Antes del coronavirus, los habitantes de Pavlopil y otras poblaciones ribereñas se hallaban conectados con el resto del país a través de una estrecha franja de tierra jalonada por mil controles militares. Durante el último año y medio, el paso fue clausurado, lo que ha obligado a algunos a trazar largas vueltas de cientos de kilómetros para ir a hacer la compra o visitar a su familia en Berdiansk o Mariupol. Muchos incluso se aventuraban a viajar a través de la zona ocupada del Donetsk, una auténtica locura en las presentes circunstancias.
Escalada de la violencia
Y, por si eso no fuera suficiente, ahora se ha cernido sobre ellos la amenaza de una guerra aún mayor que la que ya tenían enquistada hasta en las tripas. Los diarios ucranianos no han dejado de informar durante las últimas semanas de la concentración de tropas rusas junto a las fronteras del país y, aunque se da por hecho que es solo un plan de contingencia, la escalada de tensión es imparable.
En muchas ciudades, le han sacado el polvo a los refugios antiaéreos de los tiempos soviéticos dando por hecho que Putin se desnuca hacia un nuevo Armagedón bélico. Pero Ucrania no es Georgia o Kazajistán y el propio "zar de Rusia" ha aclarado esta semana que no tiene la intención de arrojarse sobre sus vecinos. Si lo hiciera, pondría al mundo al borde de una nueva conflagración planetaria. El presidente ucraniano Zelensky tampoco se plantea una ofensiva para recuperar las dos porciones mutiladas de su país en los oblast del Donetsk y Lugansk. No se lo puede permitir.
"¿Miedo a una guerra?", le preguntamos al intérprete. "¿Cómo puede tener miedo una gente que lleva siete años viviendo ya bajo el fuego de las armas enemigas?". "Quiero decir más miedo. Más del que ya tenían", nos aclara. "Algunos han hecho las maletas porque temen que las fuerzas rusas atraviesen el río, en cuyo caso terminarían aplastados entre los dos ejércitos". El río del que habla está a menos de trescientos metros, y es también la frontera entre las áreas bajo control ucraniano y eso que Kiev denomina "territorio temporalmente ocupado". No es una frontera étnica, de modo que, desde que se inició el conflicto, viejos amigos y familias enteras se han visto separadas por una absurda línea. Primos, hermanos o incluso padres e hijos se hallan divididos por el río Kalmius, que ha terminado convirtiéndose en una suerte de nuevo muro de Berlín.
Ni siquiera las simpatías por los distintos contendientes se reparten en función de la vertiente que se ocupa: hay partidarios de los rusos y de los ucranianos a ambos lados del frente. Buena parte de los residentes del Donbass que quedaron en el territorio controlado por Kiev son rusófonos a los que separa una o dos generaciones del país vecino. Entre los viejos, hay nacidos en la Federación de Rusia. No se atreverían nunca a admitir sus simpatías por Moscú si las tuvieran, pero se da por hecho que su corazón, como la tierra, también se ha partido en dos por una guerra indeseable. Todas lo son, lo que explica que las verdaderas lealtades de la gente pertenezcan, antes que a nadie, a la paz que les hurtaron. Con todo, el número de los ucranianos del Donetsk que simpatizaban con formaciones próximas a Moscú se ha reducido notablemente desde que comenzó el conflicto. Visto así, Putin va perdiendo.
La llamada ruta del Kalmius era ya usada por los tártaros durante sus incursiones. Desde el nacimiento del río hasta su desembocadura, no muy lejos de las acerías Azovstal de Mariupol, hay 209 kilómetros de cauce, salpicados por docenas de pueblos como Pavlopil, donde casi a diario se registran intercambios de fuego. La orilla este pertenece a los separatistas y la oeste, donde nos hallamos, es de los ucranianos. Apenas hay trescientos metros desde la arteria principal del pueblo al río. El pastor adventista que nos acompaña señala hacia las pequeñas frondas de abedules, robles y arces y nos dice: "En algún lugar del bosque se hallan las posiciones desde donde disparan contra nosotros". No hay nada en las llanuras aluviales creadas por el río Kalmius que insinúe una guerra. Vistas desde la distancia, son un lugar hermoso donde crecen las juncias, la salvia, el tomillo y quince variedades únicas de rosas silvestres de la estepa. Durante nuestra visita huele a ajenjo y a lavanda.
Claro, que basta aventurarse por la pista que conduce hasta el río para ver cien recordatorios del conflicto: cruces ortodoxas cubiertas de banderas y clavadas en la cuneta para recordar las muertes de soldados, viejas torretas eléctricas renegridas y a medio caer y ruinas de edificios alcanzados por las bombas durante las hostilidades de 2014. La propia carretera se encuentra mordida a dentelladas, en parte por las minas anticarro, en parte por la incuria de la paupérrima administración ucraniana. De acuerdo a los registros oficiales, durante el año 2021 se produjeron nueve ataques contra Pavlopil con armas ligeras, ametralladoras pesadas, lanzagranadas, morteros de 120 mm. y rifles antitanque. Claro que, según nos dicen los habitantes de la población, no hay una semana en la que puedan conciliar el sueño sin que les alcance el sonido de disparos.
Un final pacífico a semejante situación ni siquiera se vislumbra porque los dos países tienen puntos de vista irreconciliables acerca del futuro de las áreas devastadas por la guerra. Ucrania desea restaurar su soberanía e integridad territorial, mientras que Rusia pretende forzar a las autoridades de Kiev a otorgar una autonomía de gran alcance o el llamado "estatus especial" a los dos oblast orientales en litigio. Eso resulta inaceptable para los ucranianos porque, a su juicio, ello convertiría ambos territorios en una especíe de satrapías casi independientes sobre las que Rusia podría seguir ejerciendo su influencia.
Solían ser varios cientos más, pero ahora quedan en Pavlopil en torno a trescientas personas; muchos son viejos que se resisten a dejar el lugar donde crecieron incluso a riesgo de perder la vida. El propio capellán desafía a la muerte cada día para abastecer de agua al pueblo, yendo a cargar bidones a un pozo situado junto a la misma línea de contacto. El agua del Kalmius no es potable. Antes ya de que estallara este conflicto, la gente del Donetsk tenía prohibido darse un chapuzón, y ahora la situación es aún peor porque, debido a los enfrentamientos, no se puede realizar las labores de mantenimiento de las minas de la zona, que han terminado vomitando agua contaminada incluso con componentes radiactivos. Las labores ecológicas de limpieza son, en realidad, el único aspecto de la acción pública donde todavía colaboran los dos bandos enfrentados, aunque no se reconozca de una forma abierta.
No existen mercados en Pavlopil dignos de ese nombre y el dinero escasea porque, en ausencia de trabajo, muchas familias dependen exclusivamente de las pensiones de los viejos. Dadas las circunstancias, los habitantes de la línea de contacto viven o sobreviven como los mujik de antaño, cultivando patatas, alfalfa y zanahorias y criando un par de cabras, gallinas, patos y algunos gansos.
Testigos del conflicto
En todos los conflictos acostumbra a haber pueblos como Pavlopil o Nevelske por donde los servicios de comunicación de los ejércitos pasean a los periodistas con la esperanza de persuadirles de la maldad del adversario. En el Kurdistán de Irak, durante la guerra contra el ISIS, más de cuatrocientos medios visitaron la población asiria de Teleskoff, que terminó convertida en una especie de "Disneywar", la clase de lugar donde los reporteros obtenían una instantánea de la guerra y sus milicias. Marinka, Hranitne o Pavlopil desempeñan también ese papel en el conflicto, lo que convierte a todos estos "okupas de la guerra" en los testigos de excelencia de reporteros de todo el mundo. En Teleskoff, no obstante, solo hubo un episodio de armas digno de mención tras su liberación, mientras que en la línea de contacto del Donbass los intercambios de disparos y los muertos se suceden rutinariamente.
A menudo, no ha transcurrido todavía ni una hora desde que se decrete un alto el fuego y la misión especial de la UNIAN que monitoriza las hostilidades ha registrado ya un centenar de violaciones de la tregua, casi siempre con armas prohibidas en los acuerdos de Minsk. Es frecuente en verano que los ataques de ambos contendientes acaben provocando fuegos que reducen a pavesas las viejas casas de madera de los pueblecitos de la línea. Esta guerra ya no podría ser más sucia. En el transcurso del conflicto, han muerto 14.000 personas.
A lo largo de la línea de contacto, se hará adulta con los años toda una generación de niños que han crecido entre las bombas. Los más afortunados no han perdido a algunos de sus padres. Todos han aprendido a saltar entre detonaciones y a rodear las minas de los campos que a menudo terminan reventando a los perros de las aldeas. ¿Puede haber algo más disfuncional que la cotidianeidad impuesta por los sables?
Es difícil de entender que los civiles de las aldeas repartidas por el frente hayan encontrado el modo de sobrevivir en un entorno tan emponzoñado por la violencia, pero como nos decía el viejo: ¿a dónde podrían ir? Hubo incluso familias lo suficientemente desesperadas por la guerra como para comenzar una nueva vida al otro extremo del país, cerca de la frontera bielorrusa, en la zona de exclusión de Chernobyl. Tan solo en Pavlopil, hay más de cincuenta niños y adolescentes, aunque la mayoría son ancianos sin otra alternativa. Se hallan demasiado exhaustos para pensar en una vida diferente, lo que explica que prefieran arriesgarse a caer bajo el mortero antes que hacinarse con sus hijos en una de esas jruchovkas cenicientas de Berdiansk, Jartov o la cercana Mariupol.
Hubo tiempos peores porque, cuando estalló la guerra, Pavlopil quedó en la "zona gris", una tierra de nadie que barrían a diario ambos ejércitos. Para evitar seguir entre dos fuegos, el alcalde del pueblo alcanzó un acuerdo con las dos fuerzas enfrentadas: los soldados ucranianos visitarían los comercios locales durante la mañana y los rebeldes, por la tarde. Hubo casas que fueron bombardeadas hasta cuatro veces al inicio del conflicto. Solo quedan de ellas los escombros.
La situación en los territorios ocupados se presume aún peor, aunque es poco lo que se sabe de la vida en el Donetsk y en el Lugansk. "Creemos que 300 prisioneros políticos ucranianos están cautivos en la parte ocupada de Donbass", nos decía esta semana Oleksandra Matviichuk, presidente del Centro para las Libertades Civiles. Claro, que se da por cierto que el número es grotescamente superior.
Gracias, entre otras cosas, al periodista Stanislav Asayev, se han conocido las terribles condiciones en que son encarcelados los prisioneros de guerra y los opositores en una suerte de campo de concentración de Donetsk conocido como "Izolyatsia", donde los reclusos son obligados a trabajar como esclavos en una base militar de los rebeldes. La propia Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas ha reúnido pruebas de que en el campo de trabajo se tortura, se viola, se electrocuta y se priva de comida, agua y sueño a los leales a Kiev.
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