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REVISTA LUZES Los hombres que bailaban entre ellos

El tango surgió entre los siglos XIX y XX en Buenos Aires y Montevideo, fruto de los desplazados de su propia tierra y la emigración europea. Entre estos artistas hubo población gallega. Repasamos su historia y la del "pensamiento triste que se baila".

Hombres bailando tango en el río en 1904 (Buenos Aires).
Hombres bailando tango en el río en 1904 (Buenos Aires).

LUZES-PÚBLICO | Ramón González Rey

En el tránsito entre los siglos XIX y XX, los suburbios de Buenos Aires y Montevideo acogieron millones de emigrantes que llegaban de la vieja Europa y millares de rioplatenses descabalgados por el capitalismo. De la dialéctica entre los desplazados surgió el tango. Nació como danza lasciva, creció cómo crónica del desarraigo y fue instrumento de los poderosos. Entre los bailadores, compositores y vocalistas de esta singular música popular también hubo gallegos.

Entre 1870 y 1930, durante el período que los historiadores llaman la "emigración masiva", millones de hombres desembarcaron en las urbes del Río de la Plata procedentes de Europa. Los italianos lideraron el flujo migratorio, que no tardó en superar la población autóctona. Entre los españoles, los gallegos eran mayoría. Alrededor de 1914, el 8% de los habitantes de Buenos Aires había nacido en Galicia. En la capital argentina residían más gallegos —unos 150.000— que en cualquier otra localidad del mundo, incluida A Coruña. Al tiempo que los forasteros buscaban una vida mejor, los locales le procuraban un sentido a la suya. En la década de los 70 del siglo XIX, el Gobierno uruguayo colocó en el medio rural 32 millones de kilómetros de alambre.

Las marcas de las tierras afirmaron la propiedad privada de los terratenientes y dejó a millares de ganaderos sin ocupación. Los gauchos tuvieron que bajar del caballo e irse a Montevideo, donde compitieron por un trabajo con los emigrantes. "Tan doloroso fue para el gringo soportar el rencor del criollo", apuntó Ernesto Sábato, "como para este ver que su patria era invadida por gente extraña". De esta dialéctica urbana entre desplazados nació el tango.

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En el choque de culturas y morriñas del Río de la Plata, el incidente de la inmigración era tal que uno de los poetas que mejor definió el drama de los autóctonos fue un gallego. José Alonso y Trelles, que nació en Ribadeo en 1857, embarcó con 18 años para Uruguay. Allí ejerció el periodismo —fundó las revistas satíricas El Tala cómico y Momentáneas— y la política. Con el alias de El Viejo Pancho publicó el poemario Paja brava (1916), que refleja el malestar de unos pastores que habían luchado en las guerras civiles y que ahora quedaban al margen de los proyectos del naciente capitalismo rioplatense. En el poema "Hopa, hopa, hopa", un arriero llamado Desengaño, que arrea "animales que parecen sombras», va "a la tablada de los gauchos zonzos / a venderles miles de esperanzas gordas". Once años después de su publicación, Carlos Gardel cantó en un tango de Roberto Fugazot los versos del vate ribadense.

A pesar del mutuo recelo, los dos grupos de desarraigados compartían una misma condición, la obrera, y una misma casa, los conventillos. A la espera de un futuro mejor que no siempre llegaría, los trabajadores se amontonaban en las insalubres viviendas colectivas de los arrabales, urbanizaciones hechas al tuntún que suponían un negocio lucrativo para los propietarios. En el patio común disputaban el turno para usar la única llave de agua que había en el vecindario. La mezcla en un mismo espacio al aire libre de italianos (tanos), gallegos (yoyegas), africanos y locales (los compadritos) fue el caldo de cultivo del tango, una música popular mestiza y al tiempo cien por cien rioplatense. En los barrios pobres de Montevideo y Buenos Aires, en los que la mayoría de la población era masculina, los negros bailaban el candombe. Como recochineo espontáneo, los compadritos imitaron los movimientos de los negros —los cortes, las quebradas— sobre la milonga de sus antiguos, los gauchos. Luego surgió una danza nueva.

En los comienzos, el baile se extendió a los peringundines. Los especialistas debaten el origen de esta palabra porteña que nombra tugurios y prostíbulos. Manuel Suárez, autor de La emigración gallega en el tango rioplatense, sostiene que la voz surgió del nombre de un gallego. "Cara 1873 había en la Boca del Riachuelo, en el puerto de Buenos Aires, un caseto de madera donde se vendía pescado frito. Lo más probable es que un emigrante llamado José Pérez Gundín adquiriera el negocio. Los boliches fueron un sector comercial con fuerte presencia gallega. Luego, el bar cogió fama por los bailes y, sin un letrero, fue identificado con los apellidos del propietario», argumenta. Al principio, el tango era cosa de hombres. Tenía una carga erótica tan evidente que las mujeres no querían saber nada de él por miedo a que las difamasen. Para Sábato, su singular abrazo simbolizaba, en vez de una invitación al sexo, "la nostalgia de la comunión y del amor, el desear una doña, su no presencia". Sobre finales del siglo XIX, el tango rompió barreras. Conquistó los salones y también las romerías gallegas, en las que se hizo un hueco entre las muñeiras. En los albores del género destacaron hijos de Galicia, como el bailador Mariano Cao, o de gallegos, como el pianista uruguayo Enrique Saborido, que en 1913 abrió una academia de esta danza en París.

Cerrados en la panza de un buque

El año 1917 trajo un giro, el tango-canción. En una primera etapa, las letras que acompañaban la música surgían de la improvisación, pues lo importante era el baile. No había nada parecido a una narrativa: los textos tenían un carácter lascivo o servían para que el compadrito presumiera de virilidad. Hasta que, a la par que llegaban los emigrantes, un fenómeno teatral conquistó el Río de la Plata. El sainete criollo documentó la vida de los trabajadores de las ciudades y enseguida ganó el corazón del público. El sainete, que incluía piezas musicales, fue un acicate para el tango. Por un lado, los letristas debían escribir sobre los problemas diarios de los tanos, los yoyegas y los compadritos; el desamor, la alienación, la morriña. Por otra parte, la popularidad de las representaciones ofrecía a los escritores de canciones ingresos y reconocimiento. Así lo entendió Pascual Contursi cuando tejió una historia de abandono sobre una melodía de Samuel Castriota. Mi noche triste, de la obra Los dientes del perro, tuvo un enorme éxito en la voz de Carlos Gardel.

| Archivo
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Desde Mi noche triste, las letras de tango contaron las lástimas de los exiliados en su propio país y de los que habían llegado a una tierra extraña "encerrados en la panza de un buque". La pieza también consolidó la fama del cantante, un cheque al portador para letristas y compositores. En 1930, el guitarrista coruñés Manuel Parada supo con alegría que Gardel iba a grabar su pieza "Llévame carretero". Tenía lógica; con un poco de suerte, la voz de aquel hombre podía quitarlo de pobre. No obstante, pocos estuvieron tan cerca de El Morocho como un ferrolano. José Vázquez Vigo se fue a Buenos Aires en el 1914, con 16 años. Seguía los pasos de su hermano Julio. El anfitrión, un militar que tocaba en la banda del ejército, había animado a José, un competente flautista, a cruzar el océano y probar suerte en la música. En la Argentina pulió su formación y en los años 20 ejerció como secretario del tanguero más célebre de todos los tiempos. "¿Sabes como saludaba Gardel a mi abuelo? ¿Cómo lee Vázquez, Vigo?", ríe su nieta, Verónica Forqué. El emigrante gallego compuso temas para El Zorzal o Libertad Lamarque, de segundo apellido Bouza. En 1931 consiguió trabajo como director musical en la película El amanecer de la raza y se convirtió en un pionero de la música aplicada. Trabajó en 20 filmes, en cuatro de ellos con otro tótem del tango, Enrique Discépolo. "Era un señor pequeño y divertido, que andaba siempre con una manta. Vivía rodeado de gatos y con una mujer que era mayor y más grande que él. Lo trataba fatal", relata la actriz. En 1947, ocho años antes de morir, Vázquez Vigo introdujo la radionovela en España.

A pesar de la fama de rey Midas de Gardel, hubo quien rechazó el camino más corto a la celebridad. Víctor Soliño, hijo del hostelero Agustín Soliño, nació en Baiona en 1897 y llegó a Montevideo con 14 meses. Trabajó como taquígrafo y ejerció el periodismo en prensa y radio. En 1922 fundó La Troupe Ateniense, un grupo de teatro satírico que triunfó a las dos orillas del Río de la Plata. Tres años más tarde escribió un texto para una melodía de Matos Rodríguez. Ambientada en un conventillo, Mocosita cuenta la historia de un payador que se suicida por el desamor. La pieza conmovió a Gardel, que solicitó permiso para grabarla. Soliño se negó para no perjudicar a Rosita Quiroga, que había cantado varias de sus canciones. No fue su única decisión controvertida; cuando Rodríguez le pidió que pusiese versos a La Cumparsita, se juzgó incapaz de escribir una palabra. El bayonés fue despacio, como la hormiga. Aprovechó la expansión estilística del tango para especializarse en letras humorísticas —Garufa, Nido bien— y firmó más de cien piezas. Entre ellas, Ya es tarde y Che, sonámbulo, despertá, facturadas a medias con otro emigrante gallego, el baterista orensano Joaquín Barreiro, que había llegado con sus padres a Uruguay a principios del siglo XX.

Sola y en tierras extrañas

Al tiempo que el tango emergió como canción, las gallegas subieron en los barcos camino de América. Lo hicieron, sobre todo, a partir del fin de la Primera Guerra Mundial, bien por razones económicas —encontrar trabajo y acercarle remesas a la familia— o afectivas —ir al encuentro de maridos y novios—. En otros casos, las mujeres marchaban para escapar de la marginación social, pues las madres solteras o las víctimas de agresiones sexuales quedaban marcadas para siempre jamás. Muchas de las emigrantes que llegaron al Río de la Plata se dedicaron al exigente servicio doméstico. En Montevideo, las empleadas que venían de Galicia disfrutaron de prestigio en el sector; en Buenos Aires, las mucamas con tilde gallega eran tan numerosas que se convirtieron, no siempre con buenas intenciones, en personajes característicos de los sainetes.

Otras mujeres tuvieron peor suerte. En 1909, cuando la incidencia de la emigración femenina era aún escasa, el Centro Gallego de Montevideo publicó un manifiesto que denunciaba la trata de blancas. Según el texto, las restricciones en la legislación que regulaba la partida de las doñas eran insuficientes para atajar el problema. "No basta con que no se les deje emigrar sino al cuidado de gentes serias", aseguraba la nota. "A las aldeas hay que llevar esta cruzada santa que aparte de una perdición segura a estas víctimas», finalizaba. "Los factores demográficos, sobre todo en Buenos Aires, favorecían la prostitución. Había un enorme desajuste entre la cantidad de hombres y mujeres», señala el historiador Xosé Manoel Núñez Seixas. En la Gran Historia de Galicia, Pilar Cagiao recoge el testimonio de un vilalbés (natural de Vilalba, Lugo) que en 1927 topó en la capital argentina con una chica de Vilagarcía de Arousa. "Me dijo: Mire cuántos hombres pasaron por mí esta noche...", relató el emigrante.

Este artículo se publicó originalmente en gallego en la revista Luzes. Ahora Público lo reproduce como parte de un acuerdo de colaboración con la revista. Aquí puedes encontrar más artículos de Luzes en Público.

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