Este artículo se publicó hace 4 años.
Revista LuzesTailandia, la eterna migración
Procedentes de Myanmar, Laos y Camboya, miles de trabajadores malviven en campamentos itinerantes habilitados para la construcción de las grandes obras, enormes rascacielos y edificios de lujo que se están levantando en el noroeste de Tailandia.
A Coruña-
Un gallo y un grupo de gallinas pasean calmos por el barro, como si nadie más que ellos existieran. El leve rumor del final del día se mezcla con su caminar perezoso. El sonido del burbujeo de las ollas hirviendo en el fuego, los gritos de los niños que juegan y el agua saltando del cubo al suelo en las duchas abiertas, anuncian el final de la jornada en esta comunidad itinerante; y resuenan por las paredes de chapa y las columnas de bambú, y por las casas autoconstruidas, temporales, inestables y peligrosas.
El día atardece cálido y corpóreo, húmedo como una fina capa de sudor. En esta pequeña parcela, como en tantas otras en Tailandia, viven los constructores de los enormes rascacielos y de los edificios de casas de lujo que comienzan a aparecer, poco a poco, por todo el horizonte de las grandes ciudades del país. Todos ellos son inmigrantes llegados de los países vecinos en busca de oportunidades mejores para ellos y sus familias, muchos aún en situación irregular.
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Los hombres, cansados del trabajo del día, se abanican, fuman y hablan en pequeños círculos mientras esperan por la cena comentando el día. Las mujeres, que acaban de llegar de la obra también en la camioneta sobrecargada en la que las traen, preparan la comida tras recoger los niños y ducharse a todo correr.
La mayoría de estos trabajadores provienen del estado Shan, en Myanmar, la región fronteriza con el noroeste de Tailandia, en particular con la provincia de Chiang Mai, en la que me encuentro. Estas dos regiones son muy afines culturalmente, y han convivido y comerciado activamente durante siglos. En los campamentos hay también laosianos y camboyanos, además de familias de las etnias palaung (también conocidas como Ta’Ang), Wa, P’O, Mon, y de la etnia birmana, todas ellas de Myanmar, desplazadas de un país severamente afectado por los conflictos étnicos y por la interminable guerra civil. Cada una, excepto los Laosianos y los Shan, hablan lenguas que provienen de familias lingüísticas tan distintas entre sí como las lenguas latinas y las eslavas, y todas ellas, incluso esas dos, tienen alfabetos diferentes al tailandés.
Los Shan, tailandeses étnicos dentro del estado de Myanmar, son los más numerosos en los campamentos. Sus antiguos y pequeños estados principescos, conocidos como estados Shan, acostumbraban a mirar históricamente más cara el reino Lan Na –con capital en Chiang Mai–, la región cultural del noroeste de Tailandia, que cara Mandalay –la capital del viejo reino birmano–, ciudad bajo la que quedó administrada durante los períodos colonial –bajo el imperio británico–, y después de la independencia. Su idioma es muy similar al dialecto Lan Na del noroeste de Tailandia, sin embargo su nivel de inteligibilidad mutua con el tailandés estandarizado no es tan alto, ya que este está basado en el dialecto central de la región de Bangkok. El dialecto del norte se está perdiendo paulatinamente y convirtiéndose en una lengua de segunda, lo que genera una sensación de separación entre dos territorios que históricamente siempre habían estado enlazados.
El territorio Shan lleva años luchando por su independencia, desde que comenzó el conflicto civil en el año 1948. Como tantas otras etnias en el país, entre ellas la Karen o la Kachin, se sienten marginadas del poder por la etnia central y más numerosa, la birmana, que hace poco daba nombre a todo el país, conocido entonces como Birmania. La lucha comenzó como una guerra por mayor representación a nivel federal contra un sistema centralista y militarista, pero a medida que el conflicto se estancaba, se comenzó a hablar abiertamente de la independencia, y ya es un término cada vez más común, sobre todo en la diáspora. Los jóvenes de estas etnias, sobre todo de las más guerrilleras –como la Shan–, de permanecer en Myanmar se verían obligados a realizar trabajos forzosos sin retribución ninguna, construyendo carreteras en condiciones de esclavitud, o a unirse al ejército de por vida.
Cuenta la leyenda que los líderes del ejército birmano procuraban asegurar su victoria. Consultaron a una médium que, tras hablar con los espíritus, les comunicó sus deseos. Es una tradición muy arraigada en esta región del sureste asiático. Es común ver a los vecinos ofrecer arroz y bananas en pequeños templos de espíritus locales, y pidiéndoles ayuda para el futuro. Los espíritus vaticinaron la victoria de los Shan sobre el gobierno central. Ante estos augurios, la decisión fue adoptar para todo el país la bandera tricolor Shan, canjeando la luna por una estrella, y mover la capital al norte. Así, cuando los espíritus bajaran y vieran sus colores, el rojo, amarillo y verde ondeando victoriosa en el viento, y la capital en una ciudad desconocida del norte, no muy alejada del territorio tradicional Shan, resultaría confuso y pensarían que sus designios estaban cumplidos, y no intervendrían en el mundo de los mortales. Esta historia es poco de fiar, pero representa bien las diferencias existentes entre las distintas regiones del país.
Los campamentos de los migrantes crecen del suelo como árboles en un bosque, de forma irregular y conectados entre sí, utilizando todos los recursos disponibles a su alrededor. Las edificaciones están construidas con los restos de las obras –como chapa, restos de madera, hierros y trozos de cemento–, y con el bambú que abunda por los bosques del país, llegando en casos a construir galerías y pequeños corredores para la canalización de las lluvias. Cuando los migrantes llegan al país, no reciben derecho de asilo como refugiados de guerra, ni siquiera permiso de residencia. Viven con el miedo de ser descubiertos por la policía. Si consiguen regularizar su situación, obtienen documentación de extranjero sin derecho a la mayoría de servicios.
"Siempre nos estamos moviendo", explica Pong, un obrero de treinta años, padre de un niño de diez años y de una niña de ocho. La familia tuvo que caminar por la selva y por el monte durante días, por caminos minados por el conflicto entre el EES-N (Ejército del Estado Shan-Norte), el EES-S (Ejército del Estado Shan-Sur), y el ejército del Estado de Myanmar.
Cuando la familia de Pong logró por fin atravesar la jungla, cruzaron por una zona no habitada de la frontera, un vergel montañoso imposible de vigilar de manera efectiva. Ahora es, junto a su mujer y sus hijos, uno de los habitantes de esta aldea móvil, itinerante, que se instala durante breves períodos en los solares que la empresa de construcción aun no utilizó, y que se tiene que levantar y deshacer una y otra vez en un ciclo constante de aislamiento y marginación social oculto a la vista de la mayoría de los habitantes de la ciudad.
Esto causa infinidad de problemas, que afectan de una manera más urgente a los más jóvenes de la comunidad. Los ciudadanos tailandeses tienen derecho a una tarjeta sanitaria, con la que tienen acceso a sanidad universal. Los hijos de extranjeros nacidos en un hospital de Tailandia podrían tener acceso a la tarjeta de salud pero, por miedo y desconocimiento, la mayoría nacen en el campamento y no la tienen. Para los que nazcan en el hospital, la tarjeta debe comprarse una vez los papeles estén terminados, y una mezcla de falta de información y falta de dinero llevan a muchas familias a retrasarlo permanentemente. No poseerla es solo la punta del iceberg de sus problemas de salud. Los campos, construidos para ser desmontados, no tienen acceso el agua corriente o a algún tipo de saneamiento. Están, además, llenos de hilos y vigas oxidados más otros elementos cortantes. Esto, sumado a la presencia de animales salvajes, como ratas y serpientes, y al propio aislamiento físico de los campamentos en los límites de la ciudad, hacen de estas comunidades unos sitios muy peligrosos, especialmente para la juventud. Si con esto no fuera de sobra, los baños y las duchas –aparte de no tener alcantarillas, canalización o agua corriente–, no permiten ninguna privacidad para las personas usuarias. Las mujeres se ven forzadas a ducharse tapadas solo con un paño corto, a la vista de todo el campamento.
Una mujer de 25, madre de dos, cuenta en un momento de intimidad (las mujeres siempre tienen que hablar en secreto) que para tener acceso seguro al váter, tenía que ir o bien antes del amanecer o de noche. "No me siento segura el resto del día. Aguanto las ganas, e intento no beber mucho". Aguantar la orina es un problema común de las mujeres en lugares sin acceso a saneamiento y puede llevarla, entre otras dolencias, infecciones de riñón y del tracto urinario.
Otro de los grandes problemas de los campamentos son los elevadísimos niveles de violencia de género. Más del noventa por ciento de los niños encuestados confirman haber visto peleas entre los adultos, o entre sus progenitores. La ausencia de un sistema legal fiable, que los margina y que les podría traer más problemas que soluciones –además del esperable silencio colectivo–, hacen de este un asunto enquistado, difícil de tratar y que corre peligro de volverse crónico, parte de lo que los chicos ven como normal en el mundo.
Además de esto, los niños no tienen acceso a clases de refuerzo para el idioma tailandés, lo que –si consiguen ir a la escuela tras innumerables trámites–, les supone una enorme barrera y lleva a que su nivel de desempeño sea más bajo en las otras materias, provocando que el abandono escolar sea muy alto en esta comunidad. Es muy común que los niños mayores tengan el deber de cuidar de los pequeños, al trabajar tanto el padre como la madre en la obra para mantener la familia. Esto lleva alrededor de dos tercios de los infantes a trabajar desde pequeños. Entre esos trabajos irregulares se encuentran la agricultura y el trabajo doméstico, además de los que reciben un pequeño sueldo por cuidar de los que aún no van a la escuela, que a su vez caerán en el mismo ciclo de empleos precarios, bajo nivel educativo y exclusión social.
A estos problemas se añade lo de la discriminación lingüística. El analfabetismo es la lengua nacional y la falta de ayudas para aprenderla, generan una sensación de discriminación, y ayudan a estancar a situación. "Cuando hablo Shan, la gente me mira, y me hace sentir mal", dice una de las hijas de Pong. Esto dificulta enormemente los trámites que tienen que hacer para regularizar su situación en el país. Estos trabajadores llegan al país sin papeles legales ni documentación de ningún tipo. La única manera de obtenerlos es a través de las empresas de construcción, y casi todos delegan esta tarea a agencias por falta de conocimiento de la lengua y de la ley tailandesas, y suelen, por este motivo, pagar un sobrecoste enorme.
Aquí no es fácil salir adelante, ni mejorar el nivel de vida. Su situación es la cara oculta del progreso. Son los olvidados, los sacrificados para que el nuevo edificio de la avenida principal sea barato y rápido de construir. Son personas desligadas de su trabajo, discriminados incluso por los que se ven favorecidos por su esfuerzo. Están, como Adán y Eva antes que ellos, condenados a vagar eternamente por la tierra, por su propia tierra de Nod, estableciéndose por períodos cortos por la periferia de la ciudad, cada vez un poco más lejos a medida que la ciudad crece, un poco más aislados y solos.
Tailandia es un país que recibe casi cuarenta millones de turistas cada año, con un PIB que crece en torno al cuatro por ciento anual. Es uno de los líderes regionales, uno de los motores económicos de la ASEAN (Asociación de Naciones del Sureste Asiático) y un fabricante principal a nivel mundial de tecnología, particularmente de discos duros. Pero, a pesar de su imagen amistosa y moderna, Tailandia es una dictadura férrea, en la que el poder del rey no puede ser cuestionado ni tan siquiera en una conversación casual, y en la que los derechos humanos se violan de manera repetida.
Al no ser un país sumido en una guerra o sujeto a un régimen totalitario de izquierdas, y al ser un régimen ultracapitalista destinado para las vacaciones del mundo, controlado por el ejército –que en el último siglo dio diecinueve golpes y siempre mantuvo el control del Estado–, no es un lugar del que se hable al pensar en pobreza, en la opresión o en la injusticia.
El término migrante, del latín migro, representa la persona que se mueve de un lugar a otro. El movimiento es el concepto clave de esa idea. Estos migrantes no solo tuvieron que dejar su país, también están obligados a una migración interna, de parcela a parcela, de aislamiento a aislamiento, de peligro a peligro; condenados a vagar haciendo círculos alrededor de la ciudad, cada vez un poco más lejos, cada vez un poco más olvidados, migrando eternamente.
Este artículo se publicó originalmente en gallego en la revista Luzes. Ahora Público lo reproduce como parte de un acuerdo de colaboración con la revista. Aquí puedes encontrar más artículos de Luzes en Público.
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