Opinión
Los abusones siempre son los otros

Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
-Actualizado a
A pesar de que estamos rodeados de ella, la muerte siempre nos coge por sorpresa. Y el suicidio nos golpea con especial fuerza. Sobre todo cuando el que se quita la vida es alguien muy joven. Es como un puñetazo seco que nos deja desarmados y sin aire. Aturdidos. Dolidos. Enfadados. Queremos entender, encontrar una causa. Pero entender algo, saber qué es lo que ha pasado, qué ha fallado, no puede simplemente reducirse a encontrar un culpable y castigarlo para sentirnos bien de nuevo. Porque así lo único que conseguimos es postergar la solución, dejando además las vías abiertas para que el ciclo de la violencia se repita ante nuestros ojos una y otra vez, actuando solo cuando volvemos a sentir el golpe y, por tanto, cuando ya es demasiado tarde.
El bullying escolar nos obliga a mirarnos al espejo, pero la imagen que vemos reflejada en él no nos gusta. Por eso retiramos la mirada y actuamos solo cuando nos encontramos ante el peor de los escenarios, cuando los titulares de la prensa no nos permiten seguir cerrando los ojos y cuando ya solo nos queda recurrir a las medidas punitivistas que tranquilizan nuestras conciencias o que tratan de aplacar nuestras ansias de venganza.
Tenemos que encarar este problema desde una perspectiva integral y honesta, lejos de esencialismos y simplificaciones que apelan a la sentimentalidad y se enmarcan en discursos irracionales sobre la bondad y la maldad innata. Pues estos discursos vacíos, sentimentaloides y acientíficos son herramientas inútiles que solo sirven de caballo de Troya de ese pensamiento reaccionario que, poco a poco y como un limo negro pegajoso, se está infiltrando en el sistema educativo. Estos cuentos de hadas estigmatizan a los menores y también invisibilizan las complejidades del acoso y el abuso en el ámbito educativo, ignorando la explicaciones psicológicas y sociológicas que hay detrás de él, así como el desequilibrio de poder, la desigualdad, la inacción de las instituciones y la ausencia de interés del mundo adulto hacia los problemas de los menores en general y del sistema educativo en particular.
Abordar el bullying desde la óptica del pánico moral, aunque detrás existan buenas intenciones, desencadena reacciones irracionales y violentas como las ocurridas estos días en Sevilla, y es la excusa que han usado muchas cuentas anónimas de supuestos educadores que han vuelto a escupir su propaganda reaccionaria contra la educación obligatoria hasta los dieciséis años mientras ponen en la picota al alumnado más vulnerable -que esta gente deshumaniza con el término de "disruptivo"- y a quienes han acusado falsamente de estar detrás de los casos de acoso en las escuelas, cuando saben que este, como la violencia de género, es transversal. Todos estos discursos de propaganda de extrema derecha que criminalizan a un sector del alumnado están dirigidos también a desplazar el foco de un problema que estamos postergando sine die como sociedad: la necesidad de un nuevo pacto educativo.
Porque seguimos abordando la educación y la escuela casi con la misma perspectiva y los mismos métodos que hace ciento cincuenta años. Pero el mundo que conocimos de jóvenes la mayoría de nosotros ya no existe, y la sociedad se ha transformado en un ente mucho más complejo y diverso, así que de nada nos van servir las ensoñaciones reaccionarias nostálgicas y los llamamientos a recuperar un sistema que dejaba en la estacada a quienes precisamente más lo necesitaban, porque a la larga se mostrarán tan inútiles como ineficaces e insolidarios. Sin embargo, con la excusa del bullying han encontrado otra nueva vía para colar su discurso a favor de la discriminación y el desmantelamiento de un sistema público de enseñanza que, con todos sus fallos y sus carencias, todavía sirve de escudo protector para miles de menores de edad.
Por esto mismo urge abordar la necesidad de un nuevo pacto educativo que garantice el acceso y la calidad educativa de forma universal y gratuita en todas las etapas educativas -sí, también el bachillerato y la Universidad- a todo el mundo, y que coloque la educación, la enseñanza, los cuidados, el bienestar del alumnado -y sus familias- pero también la cultura, el arte, la ciencia y el aprendizaje en el centro. Es decir, tenemos que conseguir que las escuelas dejen de estar de espaldas a los barrios, las familias, la ciudadanía y la realidad, y se conviertan en uno de los ejes principales del bienestar y el desarrollo social y comunitario.
Y para ello hay que exigir a las instituciones públicas que se comprometan en serio con la educación y las condiciones laborales del profesorado, así como pedir el fin de los conciertos educativos, pues ya va siendo hora de que dejemos de pagar las fantasías de exclusividad y de pertenencia a la élite de algunas clases medias con nuestros impuestos mientras toleramos la existencia de unos colegios que se saltan la normativa, incluyendo los protocolos contra el bullying.
Y es que jamás acabaremos -o al menos evitaremos sus consecuencias más graves e irreversibles- con el acoso y la violencia escolar si no aceptamos de una vez por todas que la responsabilidad última recae en nosotros, los adultos. Lo hemos visto claramente en el caso de Sevilla, en el que fallaron escandalósamente las administraciones públicas y la escuela, que todavía hoy en día está tratando de diluir su inacción negligente, pero también las familias de las supuestas acosadoras. Porque todos ellos abandonaron a su suerte a la víctima y a su familia, pero también a las bullies, pues la función principal de la escuela y de las familias es la educar y proteger, y esto incluye también la obligación de detectar, señalar, reprender y reconducir las conductas violentas e incívicas de aquellos que están a nuestro cargo.
Sin embargo, la escuela no es más que el reflejo de la sociedad y, por esto mismo, en ella se reproducen a pequeña escala los mismos tics y enfermedades que están envenenando la convivencia social. Y ya no es solo que el neoliberalismo y la defensa de un individualismo casi solipsista lleven décadas infiltrados en los planes de estudios y, por tanto, dando forma a una manera de entender el mundo y las relaciones sociales en términos de utilitarismo, mercantilización y monetización, es que el mundo adulto que les rodea ha convertido el malismo y el matonismo en valores en alza y en marcadores de éxito. Vivimos en un mundo en el que las redes sociales se han convertido en un lodazal donde priman el insulto y el ataque personal, y que ha normalizado el bullying como arma política.
Nos escandalizamos por los casos de abuso en las escuelas a la vez que votamos a quienes han salido a insultar a las enfermas de cáncer de mama o a las víctimas de la DANA. Damos espacio en la prensa y en los canales de difusión a todo tipo de discursos de odio, que hemos equiparado con el pensamiento y la racionalidad democrática. Youtubers, tiktokers de extrema derecha, evasores de impuestos, charlatanes, buleros, aprendices de reporteros dicharacheros, morenazis, incels y apologetas del genocidio, de la violencia contra las mujeres, el racismo o el odio contra las personas migrantes son aplaudidos, jaleados y legitimados. Hemos convertido a los abusones de toda la vida, a los más tontos de la clase y a los privilegiados de cuna que nunca han dado un palo al agua, en el ejemplo a seguir. Incluso los hemos convertido en presidentes. Y este es el ejemplo y la lección que muchos menores están sacando de nosotros los adultos.
Pero al margen de todo esto, y con independencia del componente psicológico y sociológico que hay detrás de cada caso de acoso y violencia escolar o entre menores, no podemos olvidar que por encima de todo es en nosotros, los adultos, donde recae el peso de responsabilidad última para acabar con el bullying. Y esto es así porque, aunque lo sencillo sea identificarse, cuando sucede una desgracia, con la víctima y su familia -como debe ser, además-, la pregunta difícil que debemos hacernos -y que debemos por tanto responder con honestidad- es qué haríamos nosotros si fuéramos las madres o los padres de los abusones. Si actuaríamos o si por el contrario excusaríamos su conducta con un simple "es cosa de críos", esto es, si nos enfrentaríamos al problema cara a cara o si por el contrario nos convertiríamos en cómplices y en perpetuadores silenciosos del abuso y la violencia.

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