Opinión
Ansiedad inmobiliaria

Por Enrique Aparicio
Periodista cultural y escritor
Mientras escribo estas líneas está subiendo el alquiler. Con cada palabra que tecleo se pone más difícil que alguna vez pueda comprar una casa. Trabajo, duermo, voy a natación, me río con las amigas o me encierro en una sala de cine durante un par de horas. Intento no pensar en ello mientras hago todo lo demás, pero no lo consigo. La angustia por dónde voy a vivir en el futuro y a qué precio ha ocupado de manera permanente una esquina de mi pensamiento. No se calma, no se va. Y me repite una y otra vez que la vivienda ya no es un derecho: es una competición.
Un terremoto invisible recorre mi ciudad, recorre todas las ciudades. Un seísmo que no se aprecia a simple vista mientras uno recorre las calles, preguntándose qué desesperaciones habitan tras las ventanas, de qué fondos vendrá el dinero que va a engullir un edificio, cuál será el siguiente portal del que va a salir una persona que se marcha para siempre. Las maletas de quienes son expulsados se confunden con las de quienes vienen solo unos días, y ocuparán esos apartamentos que antes eran hogares y ahora son negocio.
Quienes tenemos la suerte de poseer un contrato de alquiler no nos libramos de la angustia, porque observamos el tiempo restante como el de una bomba contrarreloj, aunque falten años. Porque ¿a qué precios nos enfrentaremos dentro de ese par de años? ¿A qué distancia de nuestra vida actual nos llevará el siguiente piso que nos podamos permitir? ¿Podremos seguir permitiéndonos alquilar un piso?
Mientras muchos vivimos con las manos echadas a la cabeza, unos pocos se las frotan. Quienes han recibido en herencia una vivienda o pudieron comprarla en tiempos más sensatos y ahora pueden explotarla se han encontrado con el sueldo Nescafé, sin necesidad de beberse una sola taza. Y quien dice una vivienda, en según qué zonas puede ser simplemente un cuarto de las escobas ofrecido al módico premio de 400 euros al mes.
A la división por clase social le ha salido una nueva variable, quien sabe si más determinante que los ingresos. Caminamos hacia un mundo en el que tener una casa es mucho más rentable que tener un trabajo, porque en la mayoría de los casos lo que obtenemos por ese trabajo va directamente a nuestros caseros. Lo veo en mi entorno, entre personas de posiciones y bagajes similares: las vidas de quienes han heredado o pudieron comprar antes de la pandemia se alejan cada día más de quienes encadenamos alquileres sin saber cuándo nos quedaremos en tierra de nadie.
Porque buscar piso ya no es una elección sin más, se parece más a El juego del calamar. Hace tiempo que los trabajadores con poder adquisitivo medio tenemos que elegir qué miembro nos dejamos por el camino en esta competición aniquiladora. ¿Dos horas de metro al día o renunciar a la luz natural? ¿Un quinto sin ascensor o vivir en un armario? ¿Quitarte el cine y el teatro o hacer quince kilómetros para ver a los amigos? Lo hemos aceptado: vivir donde queremos, sobre todo si es una gran ciudad, significa decidir hasta qué punto somos capaces de sacrificarnos.
La organización social a través de iniciativas como los sindicatos de inquilinas son la única luz en esta deriva que nos tiene atemorizados. Ni el Gobierno central ni las comunidades autónomas están haciendo mucho por contener los precios; es más fácil verlos cepillar las alfombras rojas que ofrecen a los fondos buitre para que sigan mercadeando con un derecho básico. Pero qué difícil es plantarse ante los abusos y dar un paso al frente, porque ese paso puede significar escuchar un portazo a tus espaldas.
Si sigo sabiendo hacer correctamente la regla de tres, desde el día en que escribo esta columna hasta el día en que se publica el precio de la vivienda en la ciudad donde vivo habrá subido un 0,6%. Cuatro jornadas que también se han caído del calendario, cada día más escueto, de lo que resta de mi contrato de alquiler. Así vivimos: trabajamos, dormimos, vamos a natación, nos reímos con las amigas o nos encerramos en una sala de cine durante un par de horas. Pero el tictac no se va de nuestras cabezas. Cada segundo que pasa es más atronador.
Y lo más triste es que nos vamos acostumbrando; acumulamos sinsabores y observamos los destrozos que este panorama hace en otras vidas, y nos van pareciendo cada día más normales. Ahí se instala la ansiedad, también la inmobiliaria: en ese espacio entre lo cotidiano de los días y la alerta permanente que a uno no le queda otra que habitar. Y eso lleva a un estado de nerviosismo sostenido en el que solo dan ganas de encerrarse en casa. Al menos, mientras tengamos una en la que encerrarnos.
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