Opinión
Un apagón a la semana

Periodista
Algunos amigos escritores me han confesado, no sin cierto cargo de conciencia, que la pandemia les vino de perlas para culminar sus proyectos literarios. De pronto, una novela atascada entre borradores veía la luz al final del túnel, un poemario se desbloqueaba —¡eureka!— o un ensayo terminaba de encajar todas sus piezas. Mientras el mundo se derrumbaba entre crisis respiratorias, hubo autores que encontraron su añorado pedacito de paz y de silencio creativo. Sé que de un modo u otro la culpa los removía. Puede que escribieran con placer y sin aprietos pecuniarios, pero con el remordimiento de no haber enfermado ni haberse deprimido a golpe de cuarentena.
La semana pasada, en el estupor del apagón, apareció el mismo pulso liberador y la gente tomó las calles para bailar bachata, jugar al ajedrez, saltar a la comba o tocar palmas flamencas, daba igual, la cosa era pegarse un garbeo y apartar la mente del trabajo y la rutina. Había quien recuperaba el libro olvidado en la mesilla de noche o se ponía a hacer ganchillo o montaba un picnic en una acera. Otros desempolvaban el Risk o el Trivial o daban un timbrazo a la vecina para echar una partida al tute y ponerse al día. Claro que hubo sobresaltos y ambulancias enloquecidas y rescates en ascensores. Pero más de uno rascó algún aprendizaje o al menos le echó imaginación al asunto.
Medio en broma o medio en serio, algunos internautas regresaron a las redes para proponer un apagón a la semana. Dicen que es la única forma de socializar como antaño, vencer los trastornos de ansiedad y reemplazar el doomscrolling por las saludables clases de zumba. Otros, al contrario, repudian la idea por frívola e irresponsable. Porque hay pacientes crónicos conectados a una máquina, maldita sea. Porque hay barrios periféricos que sobreviven sin tendido eléctrico mientras tú bromeas desde el privilegio. Porque no estoy dispuesta a que se me descongelen los guisantes, Joseluis, por darte un gusto que podrías haber obtenido poniendo el móvil en silencio.
No hacen falta, sin embargo, las crisis sanitarias ni las calamidades energéticas para advertir un íntimo deseo de emancipación y un síntoma general de cansancio. El apagón semanal, sugiere alguien por ahí, podría llamarse simplemente “jornada laboral de cuatro días”. No es un delirio ciencia ficticio ni una hipótesis marxista sino una aspiración natural del ser humano. El economista John Maynard Keynes, que tenía poco de bolchevique, pronosticaba un futuro de avances tecnológicos y apenas quince horas de trabajo semanal. ¿Para qué habría de servir, si no, el progreso digital? ¿Para inventar nuevas formas de esclavizarnos?
Desde los púlpitos patronales, por supuesto, nos exigen que produzcamos más, metamos más horas, cojamos menos vacaciones y no nos jubilemos hasta que no tengamos ya un pie en el cementerio. Uno llega a casa hecho polvo después de una jornada infinita y ya no le quedan fuerzas para otra cosa que no sea deslizar el dedo por la pantalla del teléfono y poner la mente en blanco hasta que suene la siguiente notificación, el siguiente mensaje de texto o la siguiente alarma del despertador. Y vuelta a empezar. Es razonable que terminemos por reclamar no solo un apagón semanal sino hasta un holocausto caníbal.
La economía capitalista no solo ha convertido el trabajo en un fin en sí mismo, sino que además ha colonizado con éxito nuestro tiempo de descanso. En una conveniente sincronía, los influencers del mercado libre y otros criptotarados nos invitan a la autoexplotación permanente y al sprint de la productividad a costa del ocio. A la vez, y sin que medie contradicción, las televisiones y las empresas tecnológicas nos seducen con un menú inagotable de entretenimientos. Alguien ahí arriba ha debido de estimar que una sociedad con sus necesidades satisfechas y con tiempo para la creatividad y para la vida común en las calles es una amenaza indeseable.
Vuelve de inmediato a la oficina. Consulta en tus redes un selecto feed de informaciones seleccionadas por un algoritmo que premia el raquitismo argumental y las tanganas de mecha corta. Aplaude o repudia la última acrobacia circense de Ayuso, los borborigmos de Trump, el colapso ambiental, la eterna posibilidad de una guerra. Patina durante horas entre vídeos de gatitos. Suscríbete a un canal conspirativo. Dale like a un posado playero. Aprende los últimos tips sobre personal branding. Gana millones con el dropshipping. Optimiza tu copywriting. Consigue mayor engagement. Agoniza de FOMO.
Lo dice Jenny Odell en Cómo no hacer nada: debería preocuparnos no solo la libertad de expresión sino también el derecho a estar callados, a escapar de herramientas adictivas que premian el culto a la salvación individual y afectan al modo de vernos a nosotros mismos. En el gritadero de la digitalidad no hay diálogo ni escucha ni interés por la perspectiva ajena. Por eso Odell reivindica el sosiego, la presencia y los canales de comunicación no mediados por intereses comerciales. Prestar atención a lo importante exige apartar la atención de aquello que no importa.
Ocurre que no sabemos cómo salir por nuestro propio pie de esta inercia deshumana y por eso a veces, con cierto cargo de conciencia, agradecemos las raras oportunidades que nos concede un apagón o una epidemia. Aunque solo sea por el hecho de haber disparado nuestras imaginaciones. Ahora sabemos que una hecatombe vírica es una opción terrible. Que la escasez energética es una amenaza real. Pero también sabemos que existen otros mundos posibles, otras líneas temporales donde la creatividad, el juego y la acción comunitaria son más importantes que la servidumbre perpetua del trabajo por el trabajo.
Comentarios de nuestros socias/os
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros socias y socios, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.