Opinión
Breivik en Torre Pacheco

Por Miquel Ramos
Periodista
-Actualizado a
Hay veces que los problemas exigen medidas extremas para evitar un mal mayor. Hay situaciones de emergencia en las que se debe actuar antes de que sea demasiado tarde. A veces, esto exige hacer cosas que pueden resultar crueles e innecesarias a ojos de la mayoría, pero que, en el fondo, están salvándonos a todos. Es lo que dijo hace ya trece años Anders Breivik durante su juicio, tras haber asesinado a 77 personas, la mayoría de ellas, 69, adolescentes del partido socialista noruego. Las ejecutó una a una, en la isla de Utoya, donde se celebraba su encuentro anual. Algunas eran menores de edad. Nunca se arrepintió. Al contrario, se consideraba un mártir, un héroe, que se había sacrificado por la causa: la de salvar a Europa ante la invasión migratoria, la multiculturalidad impuesta, la islamización, la delincuencia y la complicidad de las izquierdas.
Las ideas de Anders Breivik son las mismas que defienden hoy con tanta vehemencia las extremas derechas. Breivik y las extremas derechas tratan de mostrar la misma imagen de una Europa siendo invadida, saqueada y violada por bárbaros, que exige una defensa por todos los medios. La de unos países gobernados por traidores que permiten la entrada de millones de migrantes que van a convertirnos a todos al islam. Traidores que están al servicio de un plan de sustitución demográfica, de un Gran Reemplazo, que pretende diluir la raza, perdón, la cultura europea, en un mézclum apátrida sin identidad. Acabar con nuestras raíces cristianas y reescribir la historia. Un sistema que impone una corrección política, una dictadura progre (lo que Breivik y la extrema derecha llaman marxismo cultural) que criminaliza a los verdaderos patriotas que luchan por garantizar la supervivencia de su pueblo, de la familia, de Occidente.
Hay frases escritas en el manifiesto de 1.500 páginas de Anders Breivik que no sabríamos diferenciar si las escribió él, Jorge Buxadé o Santiago Abascal. El mismo argumento que usó Breivik para masacrar a decenas de adolescentes es el que se ha usado en Torre Pacheco, Alcalá de Henares y tantos otros escenarios para justificar los ataques racistas. El mismo discurso de odio. Aunque lo de Utoya les parezca demasiado, no dejan de sembrar las semillas que hicieron aquello posible.
El atentado de Breivik no fue una anécdota, ni él era un enfermo. Breivik estaba cuerdo, tal y como sentenciaron los forenses que lo examinaron. Simplemente, era un fanático. Un tipo que pensaba lo que hoy piensan millones de personas que votan a quienes llevan esas ideas plasmadas en sus programas políticos, aunque no se atrevan a coger un fusil o poner cuatro bombas. A algunos, ganas no les faltan. El manifiesto de este fanático, titulado "2083: Una declaración de independencia europea", ya advertía del proceso que se iba a desarrollar en Europa en las siguientes décadas. Y que él, con su acción, pretendía acelerar. No se equivocaba. Su acción era propaganda por el hecho: consiguió que nos preguntáramos por qué lo había hecho. Y a algunos, sus explicaciones les parecieron correctas.
Breivik recibió miles de cartas de admiradores, dándole las gracias. Los años siguientes, varios atentados neonazis contra musulmanes, judíos, migrantes e izquierdistas se cobraron la vida de decenas de personas. En 2018, un neonazi llamado Robert Gregory Bowers mató a 11 personas en una sinagoga de Pittsburg, en EEUU. En 2019, Brenton Tarrant entró en una mezquita en Nueva Zelanda y ejecutó a medio centenar de fieles. El mismo año, Patrick Wood Crusius, un supremacista blanco, mató a 23 personas de origen latino en El Paso, Texas. En 2020, Tobias Rathjen mató a 11 personas, la mayoría de origen turco, en un bar de Hanau, Alemania. También ese año, Kyle Rittenhouse, un joven de 17 años, se presentó con un fusil ante los manifestantes de Black Lives Matter en Wisconsin y mató a tres de ellos. Hoy está en la calle y es un héroe para los neofascistas. Como el resto de los mencionados aquí. Como Breivik.
Son incontables los ataques racistas, machistas, LGTBIfóbicos, islamófobos y de cualquier otro tipo de intolerancia cometidos desde entonces. Hay un caldo de cultivo que los motiva, una normalización de esos odios que empuja a unos cuantos fanáticos a la violencia. La extrema derecha gobierna hoy en varios países o está a punto de hacerlo, y es hoy una de las principales fuerzas políticas en todo el mundo. Breivik ya lo predijo, y vaticinó que habría una guerra racial en las próximas décadas. Como en Torre Pacheco, en Southport el año pasado, y la semana pasada en Essex, Reino Unido. Más que una guerra, un pogromo, una cacería. En Italia y en Polonia se han creado patrullas neofascistas contra las personas migrantes. Y en Estados Unidos, Donald Trump ha puesto en marcha la exhibición más cruel de lo que ya sucedía, pero se trataba de ocultar: la criminalización, el arresto y la deportación de decenas de miles de personas.
La extrema derecha tan solo exhibe sin pudor lo que otros hacen bajo mano. Las políticas migratorias europeas, o las de los anteriores inquilinos de la Casa Blanca, no tienen demasiado que envidiar a lo que aplica o demanda ahora la extrema derecha. La diferencia es la normalidad, la ausencia de eufemismos, las luces encendidas. Lo mismo que sucede con Gaza, a diferencia del escándalo que supuso cada masacre de EEUU en Irak o las torturas en Abu Ghraib. Hoy vemos atrocidades similares cada día y hay quienes las reivindican orgullosos, faltos ya de toda vergüenza. Incluso se graban cometiéndolas y las comparten en sus redes. Es la normalización del odio, del mal, de la crueldad, lo que permite que las ideas fascistas se contagien con más facilidad. Es la gangrena de Occidente, provocada por los mismos que insisten en presentarlo como el ejemplo de modernidad y civilización.
Todo esto son síntomas de los tiempos que nos ha tocado vivir. Avisos de hacia dónde nos precipitamos, aunque la algarada en Torre Pacheco haya durado cuatro días. Son avisos, ensayos, mientras las brasas siguen candentes, y la fórmula se repite una y otra vez. Ayer, 22 de julio, se cumplieron 14 años de los atentados de Breivik, y debería aterrarnos a todos que los argumentos que esgrimió para su masacre sean hoy aceptados con tanta banalidad. Quizás no vuelva un Breivik, ni siquiera vuelvan las cacerías. Pero quizás, quienes las defienden, gobiernen algún día no tan lejano. Entonces, dejaremos de creer que Breivik era un loco, porque estaremos rodeados de personas como él. Que habrán llevado sus ideas hasta el trono. Le habrán dado la razón. Y le estarán dando así las gracias.
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