Opinión
No tiene que ser católica, pero necesitamos espiritualidad

Escritora y doctora en estudios culturales
Cuando puedo, y ocurre a menudo, me acuesto al amanecer. Observo las plantas de la azotea —que en esta época echan flores—, deslizo la vista hacia los campanarios rayados por el incipiente sol y respiro —en esa primera hora que para mí es la última—, el olor de un río, el Guadalquivir, que siempre trae trazas de olivo, resquicios de alpechín procedentes de las almazaras y olor de mi infancia. El ritual es tan sencillo, pero, como diría Jorge Riechmann, me conecta con mis muertos y con las generaciones venideras, dibuja una línea de tiempo no lineal que otorga un mínimo sentido a haber pasado toda la noche leyendo y escribiendo, y querer seguir así el resto de los días.
El filósofo y amigo Riechmann habita mi cabeza a menudo, y su libro Ecoespiritualidad para laicos (Desvelo ediciones, 2024) lo reviso con fruición en días sueltos de orfandad, de esa que solemos sentir en mitad de la vorágine acelerada que arrastra cuerpos y sensibilidades hacia el miedo por la guerra, la precariedad o la crisis climática. Dice Jorge: “Nada de lo que puede ofrecer el capitalismo vale, ni siquiera como sucedáneo de una vida verdadera” y, aunque creo —como él— que las necesidades básicas del humano y la humana deben permanecer cubiertas, y en ocasiones éstas se compran, me enfrasco en una búsqueda de trascendencia opuesta a aquel ateísmo de mis años jóvenes, cuando —ahora me doy cuenta— creía sólo en el trabajo. Con el tiempo, he ido percibiendo que esa mudanza experimentada a nivel individual, precisamente, me transciende, y que nuestras soledades tecnificadas, digitalizadas, cortadas por el cuchillo de la inmediatez, giran sobre sí mismas locas por referentes que las saquen del narcisismo.
El boato televisivo con que se ha despedido al papa Francisco responde a unos intereses mediáticos muy claros, pero el seguimiento de esa biografía admirada desde distintos puntos del mapa ideológico, incluso por personas no creyentes, creo que también evoca la carencia de líderes morales en una época donde los valores sólo apuntan a la generación de más dinero. Justo la atención a los desarrapados, los migrantes, el campo y los ríos violados en su integridad supone una rareza, aunque se efectúe sobre el podio del poder de la Iglesia. Porque Francisco podría haber sido de otra manera, pero eligió el sendero de una compasión extraña, extemporánea y —quiero creer— llenaba un vacío. Lo hacía, además, tras una Semana Santa que en nuestro país ha sido reivindicada por sectores de izquierda más que otros años, como baluarte identitario y amarre sensorial contrario al pozo. ¿Qué está ocurriendo? Quizá, cada vez es más insoportable esta privación de cualquier tejido comunal y necesitamos el calor de la vieja cruz, pese a sus legados fúnebres a lo largo de la historia, como guía conocida en el barrizal de la ausencia de porvenir.
Una particularidad del libro de Riechmann consiste en reorientar nuestra oquedad interior hacia lugares y enseñanzas no cooptados por ninguna institución. Como mi río, por cuyas márgenes paseo divisando aceñas, o mis campanas con la aurora, él destaca otros hábitos ritualistas capaces de extirparnos suavemente el ego y relocalizarnos, y vincularnos a multitudes engarzadas: caminar por el campo, leer poesía, escuchar flamenco. A mí me colma los intersticios del desamparo pasar el mayor tiempo posible con mis amigos, como Javier y David, a quienes no sé cómo he llegado a querer tanto en tan poco tiempo: la magia de la humanidad entretejida. Me hace muy feliz, también, entablar conversaciones casuales con desconocidos con quienes, de repente, salta una chispa de amabilidad tan viva que, durante varios minutos, siento un cosquilleo en el estómago, como si este órgano revolotease por encima de los balcones. Las distintas formas de amor, especialmente en sus expresiones espontáneas, también me elevan. Una vez escribí: “A veces te abrazo como de aeropuerto”, y eso sucede sin despedirme.
Pienso que va siendo hora de erradicar las horas y, mientras escribo, miro de reojo al teclado; dice “pausa”, “suprimir”, y yo respondo que quizá habremos de paralizar los ritmos del fanatismo económico sin más ambición que la de retozarnos humanamente buenos. Porque un día seremos el hazmerreír de los adláteres del éxito, pero otro día —o incluso el mismo— quizá nos hallemos en paz, y desde ese umbral la ética es más fácil. Yo era atea, militantemente enemiga de toda altura celestial que sobrepasase el tejado de mi casa, pero ahora creo, no en un dios o diosa salvífico, no en un dogma con preceptos incuestionables y jerarquías forzosas, sino en algo tan simple como no putearnos por un poder que (además) tiene el testamento firmado frente a las derivas climáticas, y así, hacer de este tránsito un canje agradable de cafés, de guiños, de resistencias.
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