Opinión
Los que hacemos cola y los que no
Por Oti Corona
Maestra y escritora
-Actualizado a
Hay gente que nunca ha hecho cola. Son los que tratan directamente con el jefe de todo esto: en la sucursal bancaria, en la comisaría de Policía, en la gestoría, en el juzgado; los que nos pasan por delante a todos y se sientan en los despachos a conversar mientras un subalterno efectúa los trámites con celeridad y diligencia porque son para un amigo del jefe al que no conviene hacer esperar. De pedir turno en la pescadería ni hablamos; siempre tienen a alguien cerca que se ocupa de tales menesteres. No me quito esta idea de la cabeza desde el último cumpleaños de mi hija.
Como ya es mayor de edad, lo ha organizado ella misma. Todo menos la parte económica, se entiende, hasta ahí podíamos llegar. El caso es que alquiló una salita por un precio asequible en un pueblo no muy lejos de casa. Me mandó la ubicación y para allá que me fui, cargada con víveres para treinta adolescentes. El GPS me guio hasta una preciosa masía de tres plantas rodeada de jardines y zonas de recreo. Di por descontado que se trataba de un error: un sitio como ese escapa a nuestras posibilidades cumpleañísticas. Sin embargo, ¿a quién iba a creer, a mis ojos o al sistema de navegación? Pues eso.
El portalón estaba entreabierto, de manera que me asomé y di con una sala que tenía capacidad para unas cien personas. Unos cortinajes blancos decoraban los ventanales y las mesas, redondas y enormes, estaban cubiertas por mantelerías de tonos claros. Mi cuerpo reaccionó como si se encontrara ante un peligro inminente y solo acerté a musitar "qué hago yo aquí, diosita, no puede ser".
Me quedé en el porche a la espera de que vinieran a atenderme, con ese temblequeo de piernas que nos invade cuando nuestra voz proletaria nos susurra que estamos donde no deberíamos estar.
Por suerte, al poco rato se presentó un encargado que devolvió mi mundo al orden natural. Me dijo que en su salón no celebraban cumpleaños: "Mira, ven, creo que la sala que buscas es esa". Me acompañó hasta la valla del fondo y señaló la finca colindante, donde había una terracita con mesas y sillas de plástico bajo una carpa de lona. Suspiré aliviada. Ese sí era mi lugar. Menudo peso me acababa de quitar de encima.
Recuerdo que, tras el estreno de Airbag, entrevistaron a Manuel Manquiña y le preguntaron por el éxito de la película. Respondió que él lo llevaba bien pero que su mujer igual se volvía un poco más ambiciosilla, que —cito de memoria— ahora que tenemos tres millones no vamos a seguir viviendo como los de dos. Hablaba en pesetas, aclaro. La respuesta me pareció una genialidad porque seis mil euros arriba o abajo no marcan una gran diferencia pero sí determinan, por ejemplo, cómo vas a moverte por tu ciudad.
Los que no hacen cola son los mismos que jamás se han subido a un bus de línea, ni han ido a recoger un paquete a Correos, ni cargan peso, ni caminan diez minutos seguidos, que para algo se compraron el SUV. Necesitan de alguien con una cuenta un pelín menos abultada que la suya que se ocupe de esas tediosas tareas; será una asistenta que va en bicicleta o a pie, un empleado al que tiene de chico para todo o, si no puede permitirse nada de eso, tachán, su mujer.
Una diferencia de muy pocos miles te llevará al japonés o al burger; al metro o a la parada de taxis; al parking del centro o al estacionamiento disuasorio de la conchinchina; al camping de la costa o a la piscinita en la azotea; al mercado o a la última tienda eco-fashion que han abierto en el barrio; a la franquicia de música estridente o a la de música suave y ambiente diáfano. Raramente nos salimos del estrato que la ciudad reserva para cada uno de nosotros, según nuestros bolsillos y, si lo hacemos, una voz interior nos susurra que volvamos al redil.
Y luego están los extremos, claro. Los que no tienen nada, que suelen pasar el tiempo en un banco del parque, y los que están forraos de verdad: los que no compran, adquieren; no van en barco, navegan; no viajan, viven experiencias; no gastan, consumen. Y no les va bien: les va fenomenal. Tan fenomenal que a una de estas, la Infanta Sofía, acaban de concederle la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica por sus méritos al servicio de España. Olé ahí. Quienes pertenecen a este selecto grupo apenas pisan nuestras ciudades, no vayamos a echarles en cara que su, ejem, éxito social se ha construido sobre las espaldas de todos nosotros, los que hacemos cola y los que no.
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