Opinión
No confíen en los expertos

Escritora y doctora en estudios culturales
-Actualizado a
Hace unos días, el secretario de Salud de Estados Unidos, Robert F. Kennedy, conocido adepto a las teorías de la conspiración y abiertamente antivacunas, aseguró que “tenemos que dejar de confiar en los expertos”, pues ese acto no representaría a la democracia, sino al “totalitarismo”. En su lugar, la ciudadanía debería realizar “sus propias investigaciones” y tomar decisiones en consecuencia. Una puede interpretar fácilmente estas declaraciones como un llamado al repliegue individualista en nuestra propia ignorancia a la hora de intentar regir la vida en mitad del caos. Los expertos analizan fenómenos meteorológicos, enfermedades y sus curas, patrones históricos y filosóficos, equilibrios arquitectónicos y un largo etc., pero, para buena parte del país norteamericano, y para cada día más gente entre nuestros vecinos, el conocimiento ha quedado reducido a lo que cualquier persona pueda decir, sin importar su mendacidad o, simplemente, su falta de experiencia en el tema. Qué duda cabe que una biografía no alcanza para aprender a practicarte tus propias cirugías, controlar las plagas de los cultivos que comemos, elaborar el arte que nos deslumbra, o escudriñar ideologías hegemónicas. Pero se trata, en última instancia, de deslegitimar los saberes de cuajo, ayudados por el control digital y la sistemática destrucción de nuestras habilidades intelectuales. Confía en ti mismo: tras ocho horas de trabajo, cuatro de cuidados y la distracción azuzada por las pantallas; receta más que infalible para sumirnos en el vórtice más sombrío, cosa que ya está ocurriendo.
Documenta un periodista de esta casa, David Bollero, el plan estratégico por el cual EE.UU. “empleará tecnologías de Inteligencia Artificial (IA) y aprendizaje automático para crear y distribuir propaganda en el extranjero”. Desvirtuando términos como “democracia” o su contrario, se están poniendo a punto herramientas cada vez más sofisticadas de manipulación, al menos, desde el escándalo de Cambridge Analytica. La introducción de aplicaciones y redes (anti)sociales en los servicios más básicos y dinámicas laborales vuelve imposible optar por la desconexión total, más aún cuando las tecnologías implicadas despliegan su componente adictivo y han modificado ya nuestra manera de comportarnos –fomentando el narcisismo, la vigilancia, y hasta las lógicas de las relaciones afectivas–. Para quienes nos dedicamos a la economía gig, este aislamiento resulta todavía más difícil, pero es precisamente su carencia la que conduce al magma desinformativo por el cual ya no creemos en nada, tampoco en los expertos. Una democracia saludable se compondría de personas que, con su sabiduría trabajada durante años, contribuyesen al bien común; lo contrario tiene un nombre definido por Hannah Arendt –ella sí, experta en totalitarismo–: atomización. Ahí vamos, teledirigidos, impotentes si la conciencia acierta a comprender el fenómeno; ilusos cuando la prepotencia nos dicta que opiniones y hechos probados valen lo mismo, que la ciencia y la basura verbal se sitúan en un nivel similar de autoridad.
Y, aunque parezca paradójico, frente al mejunje de necedades y la casi total desprotección legal, no nos va a quedar más remedio que adoptar ciertos mecanismos de defensa, individuales o colectivos en pequeños grupos, para no sucumbir ante fuerzas tan poderosas que superan el poder de la soberanía, y también al muy mermado y conservador juego parlamentario europeo. De hecho, yo iba a empezar esta columna así, propositiva y agitadora, tanto como una caminata por el campo o la ciudad, o una celebración con amigos. Porque los actos más cotidianos, despegados de la luz del móvil, se han convertido en procesos regeneradores de la memoria y la atención, curativos paréntesis todavía sin dueños. Olvidar por un instante –o durante horas, o días– que existe internet quizá nos predisponga de nuevo a un raciocinio tan vapuleado por el incendio de la inmediatez. Es lo inmediato lo que prevalece al equiparar trayectorias profesionales de varios lustros con el grito del cantamañanas; por lo tanto, abandonar sus dictámenes reconstruye la habitabilidad en el tiempo y otorga sentido al sinsentido. Como si de una terapia urgente estuviésemos hablando, creo que vamos a tener que refugiarnos en las costumbres demoradas (cocinar, pasear…), no interrumpidas por el click de quien debe exhibir cada segundo su intimidad y recibir así la dosis de dopamina y validación reglamentaria que nos está llevando a la ruina.
Me acuerdo de Bécquer Seguín, profesor en la Universidad Johns Hopkins, quien, en su estudio The Op-ed novel (2024), examina cómo, durante el régimen absolutista de Fernando VII, la prensa sufría una censura tan rígida que la gente comenzó a confiar más en las obras literarias que en los periódicos, un patrón que llegó a repetirse parcialmente durante el franquismo. Las novelas –repletas de meandros narrativos, ambigüedades y arrebatos estéticos– eran capaces de esquivar las tijeras de los autoritarios cancerberos y, leyendo entre líneas, una inteligencia ciudadana aún no sitiada por la sobreestimulación lograba perfectamente identificar problemas sociales e incluso métodos de respuesta comunales mientras disfrutaba acompañando a los personajes en sus cuitas. El libro impreso, cuando el oligopolio de la IA termine por dominar toda noción de verdad, quizá se convierta en el único objeto valioso que pueda ofrecernos alternativas. La lectura –y la escritura– de literatura tal vez suponga el único resquicio por el cual acceder a saberes obliterados, a imaginarios que nos humanicen a la vez que el tiempo se dilata en lo que solía ser, el libre flujo de pensamiento.
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