Opinión
Nuestras costumbres

Por Enrique Aparicio
Periodista cultural y escritor
-Actualizado a
Importan mucho, por lo visto, nuestras costumbres. Tanto que hay personas dispuestas a detener su vida para viajar allí donde se les necesite y defenderlas a porrazos. Uno diría que las tradiciones se sustentan en el acuerdo social y se dirimen en el terreno del debate, pero hay quien ha decidido que eso no basta. Parece ser que hay gente que convive con nosotros y que supone una amenaza para esas costumbres, aunque no está muy claro para cuáles.
La ultraderecha brama contra lo extranjero pero no se refiere a las megaempresas que compran bloques enteros de nuestras ciudades para especular con ellos, ni a los fondos de inversión que mercadean con productos tradicionalmente nacionales. Tampoco les importa mucho que las costas de España lleven décadas funcionando de facto como colonias alemanas o inglesas, ni que pueblos enteros sean adquiridos por excéntricos millonarios venidos de otras latitudes.
Da la impresión de que nuestras costumbres solo se tambalean ante la migración pobre. Esa que se ha convertido en uno de los ejes del funcionamiento de nuestro país, porque son incontables las labores que desempeñan a nuestro alrededor quienes han venido a buscar un futuro mejor –que no sabemos si han encontrado–. Tantas son esas tareas que muchas de ellas nos pasan desapercibidas; simplemente no las vemos. Pero es esa gente invisible y sin voz la que hace temblar la tradición española. Qué cosas.
A estos racistas les molesta que nuestras vecinas y vecinos venidos de otras partes del mundo no se integren, y por eso les insultan, les amenazan y les están empezando a agredir sin tapujos, por poco integrados. ¿Qué hay más efectivo para sentirse acogido que un puño en alto? Trabajar en España, contribuir a nuestra economía y poblar nuestros pueblos y barrios nos les parece suficiente, porque no lo hacen como ellos quieren.
Teniendo en cuenta que han recurrido a la violencia para, supuestamente, denunciar la violencia, me encantaría estudiar los usos y costumbres de las personas que han acudido a Torre Pacheco, con el objetivo de comprobar hasta qué punto conjugan con lo que buscan preservar. ¿Respetan a las mujeres, van a misa, se preocupan por las reglas de la lengua que hablan? Si hay algo netamente carpetovetónico en sus actos, es el muy español “haz lo que digo, no lo que hago”.
Además, si este de verdad fuera un debate racional, preguntaría a los cabestros de la espontánea manada si no creen que tenemos derecho a cambiar nuestras costumbres. Algunas de las ideas que representan nos señalan, nos violentan y nos oprimen también a muchas personas con DNI español, y estamos en potestad de poder discutir hasta qué punto queremos seguir renovando unos modos que ya no nos sirven.
Personalmente, no siento más respeto por una religión que por otra, no me molesta qué idioma hable cada uno con los suyos, no quiero que nadie renuncie a su identidad o a su madera de vivir mientras eso incluya el respeto a los demás. Creo que lo más patriótico que hay es pagar impuestos sin escamotear un duro y usar todo eso para contar con unos servicios públicos universales y de calidad, empezando por la sanidad y por la educación. Creo también en una cultura diversa y al alcance de cualquiera, y en que el Estado financie unos medios de comunicación fiables y alejados de las lógicas del mercado. ¿Con quién he de pegarme yo para defender estas, mis costumbres?
Más allá de la ironía, resulta obsceno atestiguar la elasticidad de quienes explotan a los migrantes vulnerables por la mañana y les persiguen por la tarde. A esos les irá muy mal si dejamos la costumbre de que quienes tienen menos recursos y menos protección pública deban aceptar salarios miserables y nulos derechos laborales. ¿Qué creen que va a pasar con ocho millones menos de esas personas en España? ¿Van a ir ellos a vendimiar o cuidarán de nuestros mayores?
Tampoco les vendría mal un poco de memoria. Que hablen con sus tíos, con sus abuelas, con personas que tuvieran que marcharse un tiempo o para siempre de su lugar de origen buscando oportunidades. Los españoles fuimos los primeros en mantener, en la medida de lo posible, nuestras costumbres cuando tuvimos que marcharnos. Es lo mínimo que pueden hacer quienes se escinden entre dos mundos, y más cuando no se van por voluntad propia. ¿Qué pensarían esos pseudopatriotas si en Bélgica, en México, en Venezuela o en Reino Unido hubieran tratado así a quienes llegaron desde nuestro país?
Quiero pensar que, si algo nos define como pueblo, es la capacidad para acoger y convivir. Se lo debemos a nuestra historia, puesto que España ha sido más tiempo tierra de la que marcharse que a la que acudir. Cada mamporro asestado en Torre Pacheco (vendrán más y en otros lugares, así funcionan estos tiempos) no se da solo a una persona de tez oscura o a un negocio de kebab. Se da también a ese cacareado espíritu de cohesión estatal que podemos llamar España; ese al que quien más daño hacen es quienes golpean en su nombre.
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