Opinión
'Los domingos': un asunto de fe

Por Carla Berrocal
-Actualizado a
En un mundo dominado por lo que el crítico musical Ted Goia llama la cultura de la dopamina, encontrar obras que invitan a pensar es un acto revolucionario. Tan sometidas como estamos al scroll y la hiperestimulación a través de todo tipo de productos culturales que buscan entretenernos lo que dura un reel, ir al cine a tragarse una peli sin parpadear durante casi dos horas –aunque algunos se empeñen en sacar el móvil– es resistir a la adicción, es invitarnos a pensar en esa burbuja que es la ficción.
Escribió Santa Teresa de Jesús en su libro Vida que se le apareció un ángel y le clavó una flecha de oro hasta las entrañas que la unió a Dios: quedó abrasada en amor grande. Llevo dándole vueltas a este extracto de la vida de la Santa desde que lo leí, pero sobre todo, a raíz de ver Los domingos de Alauda Ruiz de Azúa. Película sobre la desconexión emocional, el duelo, y la inquietud que despierta la vocación religiosa de su protagonista en la familia. Esa comunión con Dios, tan inexplicable y farragosa para sus seres queridos, hace emprender a su tía Maite (interpretada por la brillante Patricia López Arnáiz) una batalla para salvarla de las garras de lo que ella cree que es puro fanatismo religioso. Como decía la Santa, el amor a veces quema.
Charlon Heston es Miguel Ángel Buonarotti en El tormento y el éxtasis (Carol Reed, 1965), film que relata la turbulenta historia del encargo de los murales de la Capilla Sixtina por parte del Papa Julio II. Durante una conversación que mantienen contemplando La Creación de Adán, el pintor afirma que la Creación es un acto de amor. Dicho de otro modo, la creatividad humana nos equipara al Omnipotente. No sé si la directora de Los domingos fue tocada por la gracia del divino, pero su talento es evidente: ha convertido la película en la misma flecha de fuego que mencionaba Santa Teresa. Atraviesa al espectador y le da un espejo en el que mirarse. Lo que enseña, sin embargo, no va a gustarle un pelo.
Leía el análisis de una colega sobre la película, y lo que más me llamó la atención, era que lo que había visto ella era muy diferente a lo que yo había visto. A eso lo llamo hacer ingeniería audiovisual. Ninguna persona sale de la proyección igual, porque nuestra experiencia (y sobre todo nuestras creencias) intervienen. La capacidad de provocar, remover y escarbar en el espíritu de los espectadores haciendo que tambaleen sus propias convicciones es un ejercicio de inteligencia, mesura y provocación que su directora teje minuciosamente. El espectador completa la obra y en ese gesto hay mucha generosidad, pero también talento: se siembra pero no se recoge, se convierte la sutileza en dogma. Se coloca la fe donde se quiere. O no.
Ese amor que quema es el de muchas familias reunidas los domingos para comer o para ir a misa. Al fin y al cabo, las familias tienen la misma estructura jerárquica de una Iglesia. Los adultos (a veces) obligan a sus hijos a seguir sus propias creencias. Ainara, la adolescente tocada por el amor de Dios, es víctima de esa incomprensión en un momento tan determinante para una persona como es el paso a la adultez. La mesa del comedor (en definitiva, el hogar) deja de ser un espacio de (com)unión para ella. Mientras, la progresía presente en el público observa cómo despiertan sus propios fantasmas. La intolerancia habita hasta en las mejores familias.
Más allá de todas sus lecturas (que cada uno adapta a su discurso) Los domingos es también la búsqueda de una espiritualidad negada por la sociedad de consumo, pero arraigada a la condición humana. El sosiego de la meditación y la conversación divina se opone a la inmediatez de un mundo hiperconectado que niega la búsqueda de la trascendentalidad. ¿Se puede creer en Dios en un mundo tan jodido como este? Recuerdo que una amiga creyente me respondió una vez: lo jodido no es ser ateo cuando te pasan cosas malas, lo jodido es creer en Dios cuando te pasan.
He pensado mucho en mi propia fe desde que vi la película, en cómo y por qué la perdí. Recuerdo mis propios domingos, los de misa de ocho del brazo de mi madre. Fui durante muchos años buscando algo que, simplemente, no tenía: fe. Dice la Biblia que la fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve. La película de Alauda es, precisamente, todo lo contrario, un espacio de incertidumbre que no responde a nadie, solo plantea preguntas.
Nuestra cabeza es como la mesa de Los domingos. Somos esos personajes discutiendo y peleándose, conviviendo. Un hogar de identidades complejas, en las que no existen ni el blanco ni el negro. La palabra gris tiene en su origen etimológico, uno de los significados simbólicos que más me gusta, el de esplendor apagado. En la vida real, las personas también tienen matices: a veces brillan más, a veces menos. Dice Ruiz de Azúa que a ella le gusta construirlos así, en ese espectro difícil. Lo demostró, soberbia, en Querer y lo hace ahora, en Los domingos. Así sea, por los siglos de los siglos.
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