Opinión
Exterminio
Escritor. Autor de 'Quercus', 'Enjambre' y 'Valhondo'.
-Actualizado a
Las ruedas del tren chirrían al frenar en la única vía, de relucientes raíles, que se introduce en esa extraña estación de gigantescas puertas. Una verdadera fortaleza de ladrillo naranja y hierro forjado. Cuando finalmente para, los soldados descerrajan desde afuera las puertas correderas de los vagones de madera y, al abrirlas, un olor nauseabundo anega el ambiente. Huele a animal enjaulado, a ganado, a detritus y a muertos en descomposición. Un olor que se mezcla con el humo grisáceo y sin fuerza que sale de las chimeneas. Como si les faltara combustible.
A miles de kilómetros de distancia, una multitud de hombres, viejos, jóvenes y niños, blanden al aire barreños y cacerolas, a la espera de que comience el reparto. El milagro de peces y panes de la hambruna. Algunos están demacrados, esqueléticos, y apenas si tienen fuerza para mantenerse en pie. Mucho menos para correr y competir a codazos, medio espachurrados, en busca de esa comida que les arrojan como a los cerdos, o de luchar por el saco de harina que salvará la vida de su familia. Lo que queda de ella: su mujer, Bahija, y las pequeñas Zaida y Amira. El resto, sus padres y sus otros tres hijos –Karim, Naim y Akram–, los reventó hace semanas una bomba. Estaban tan deshechos y destrozados, que ni siquiera pudo juntar sus restos para enterrarlos.
Al descender del tren, los soldados les gritan en una lengua áspera e incomprensible y los perros mordisquean sus brazos y sus pantorrillas si se salen de las filas. A voces y culatazos, separan a los hombres de las mujeres. A algunas se les ha aflojado el vientre de miedo y la suciedad corre entre sus blancas piernas. A los niños, que lloran sin consuelo, les permiten quedarse con las madres o abuelas. Para que se calmen y cese el escándalo. Una vez dispuestas y bien alineadas las filas, desde un altavoz se les pide, en varios idiomas, que se quiten la ropa. Que no tengan miedo ni vergüenza, es por su bien, por una cuestión higiénica.
En medio del tumulto de hambrientos, desesperados por acercarse al convoy de reparto de ayuda, se ha organizado una pelea. El reparto, tras un año de tener las fronteras cerradas sin permitir la entrada de alimentos y medicinas, sin dejar trabajar a las ONGs, se ha reiniciado a cuentagotas a cargo de una entidad privada, formada por militares o paramilitares. Pero el altercado va a más. Hasta que un francotirador, desde la altura de un carro de combate, dispara a uno de los "alborotadores" que después llamarán “sospechoso”, reventándole el cerebro. Al impacto, el hombre cae al suelo con unas breves convulsiones dejando un charco de espesa sangre en la tierra, que se empapa con brillos iridiscentes.
Ya desnudos, el médico, rodeado de varios soldados, va revisando a los hombres y a las mujeres. Les mira la dentadura, mira el interior de su ojo derecho, palpa el bíceps y así va seleccionando –este sí, este no, este tampoco– el material que le interesa. También a los niños, que pronto serán enviados al laboratorio para realizar con ellos los más espeluznantes ensayos médicos: cortarles tendones para probar si un nuevo fármaco, invento suyo, podría reconstruirlos, congelarlos para verificar su resistencia a bajas temperaturas, amputar, extirpar e injertar órganos del cuerpo, esterilizaciones y demás aberraciones quirúrgicas.
Para mantener el orden, un soldado ha lanzado una ráfaga de metralla al aire. Innecesaria, pues en ese preciso momento un caza ha pasado rompiendo la barrera del sonido, soltando después varios proyectiles con un estruendo que ha hecho temblar el suelo. Las bombas han caído sobre el último hospital que quedaba en pie y sobre un campo de refugiados aledaño. Refugiados sin refugio, indefensos. Protegidos por la lona de la tienda de campaña. A su alrededor, ya sólo quedan escombros. Ruinas del apocalipsis. Imágenes que nos perseguirán a lo largo de nuestra vida. Los edificios son calaveras huecas, envueltas en humo y polvo, de donde salen gritando y tosiendo unos niños fantasma, huyendo como cucarachas que estuvieran pisoteando.
A uno que se niega a desnudarse le han azuzado los perros, pastores alemanes adiestrados para matar. Tanto, que lo están devorando a dentelladas, ante el estupor de la gente. Pero el hombre, en una entereza incomprensible y admirable, no grita de dolor. Que es lo que quisiera el comandante, que llorara y aullara más que esos perros, para servir de ejemplo. Ejemplo para disciplinarlos. Como no lo hace, se ha acercado a él, ha pedido que aparten a esas fieras y poniéndole la pistola en la sien, le ha soltado un tirascazo a bocajarro. Tan cerca, que la sangre ha salpicado su rostro. Después, escupe con rabia y se limpia con un pañuelo blanco la cara.
A los hombres que se han acercado al cadáver, que intentan levantarlo para llevarlo como un mártir por los aires y depositarlo en un carro del que tira un famélico asno, otro soldado les ha soltado una ráfaga y ha matado a siete de ellos. A su alrededor, se ha hecho un círculo de miedo y horror, alejando a la gente que no suelta sus cacerolas. Es lo único que les queda. Esa cacerola de zinc. Símbolo de todas sus pertenencias: su casa, su dignidad, su alma. Uno de los abatidos gimotea de dolor, herido de muerte, retorciéndose como una culebra entre esa marabunta de cadáveres. Solo se atreve a acercarse una mujer, quizás sea su madre o su hermana, que lo abraza y zarandea para reanimarlo, con fuerza, hasta que cae como un guiñapo en sus brazos. Su grito es tan terrorífico que te deja sin respiración.
El mismo altavoz vuelve a sonar, gangoso al principio y firme y potente después, diciendo que ahora deben pasar ordenadamente, pero sin vacilación, a las duchas. Es una simple ducha, que les vendrá bien para limpiar y relajar sus cuerpos tras el largo viaje en tren. No teman nada y obedezcan las órdenes. Dejen su ropa y pertenencias –la mayoría traen pequeñas maletas, bolsos, bultos envueltos en pañuelos, varias muñecas, estuches de instrumentos: algún violín, dos clarinetes, una armónica– en un montón a su lado, y, tras la ducha, lo recogerán de nuevo. Que para algo es suyo. Nadie va a robárselo. Y viendo a las mujeres que se cubren con un brazo el pecho y con la mano el pubis, el altavoz, entre risas, dice: "No sean tan pudorosas, todos los seres humanos tenemos los mismos miembros. Siempre será bueno airearlos".
Después van entrando a la cámara de gas como los corderos al matadero. Sin protestar, cabizbajos, en silencio, sin un balido. Las manos de los niños, clavando las uñas con fuerza y temor en la de sus progenitores. Se cierran las puertas herméticas. El gas Zyklon B hace su trabajo en un momento. Hasta que llegan las carretillas que trasiegan por el interior del módulo. A los pocos minutos, de la chimenea del crematorio salen volutas, como bocanadas, de un humo muy negro. Con fuerza emergente. Huele a carne quemada, como si estuvieran quemando muertos.
Alrededor de los camiones se agolpan miles de personas. Una baraúnda de muertos de hambre, porque llevan meses utilizando el hambre como arma de guerra. Que nunca fue guerra, sino exterminio. La hambruna, que es peor que el fósforo blanco. El Zyklon B mata rápido, el hambre y el fósforo lentamente. Es lo que quieren, la ley del talión, la venganza más inhumana y deleznable de la historia. Los hombres reclaman su pan y darían la vida por conseguir unas migajas. Ya no les importa morir. Quizás seguir vivos sea su mayor remordimiento: ¿Por qué no me llevaste con ellos? Seguir vivos es un tormento, un suplicio, cuando han exterminado a todos los tuyos. 17.000 niños, ante el silencio cómplice y abominable del mundo, entre los que están tus hijos. ¿Para qué vivir ya? Entonces suenan nuevos disparos. No puedes taparte los oídos porque ya has enganchado un saquito de trigo. Suenan más disparos. Nadie corre. Lo único que te importa es no perder tu botín y no tropezar con los cadáveres: un día 16, otros 25, otros 50, otros 75. Todos los días un montón de asesinados en el reparto de la ayuda humanitaria. Una mentira, pues la ayuda no es ayuda, sino un cebo, un engaño, al que acuden como las ratas, para matarlos.
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