Opinión
Los folkies, los rockeros y el progreso

Por Pablo Batalla
Periodista
-Actualizado a
A complete unknown, el biopic de Bob Dylan, se deja ver. La ambientación y las actuaciones son magníficas. La trama en sí es muy convencional: los gestos efectistas de maravillado pasmo cuando el genio todavía desconocido toca una de sus canciones, las típicas tribulaciones por el precio de la fama, un triángulo amoroso… Nada de todo eso resulta inolvidable. Pero el filme sí refleja muy bien una cuestión muy interesante: la pugna de aquellos años entre el folk y el rock, que en la película estallan cuando Dylan se empeña en tocar Like a rolling stone en el festival folkie de Newport.
Entre los organizadores de este, entre los cuales está el entrañable Pete Seeger, se desencadena un agrio debate. Unos exigen preservar el purismo folkie: un hombre —«¡o una mujer!», puntualiza alguien de fondo—, su voz y un instrumento tradicional, punto. Pero otros como Seeger, más preocupados por el mensaje político progresista que por la forma concreta de llevarlo a las masas, se manifiestan abiertos a admitir alguna novedad y la posibilidad de un folk electrificado, si gana más adeptos para la causa. La discusión la ganan los puristas, pero Dylan ya está harto del papel de cantautor progre de Blowin’ in the wind que le piden seguir desempeñando, y pasa de ellos y toca Like a rolling stone igualmente, generando un tumulto de abucheos, vítores, intentos de desenchufarle las guitarras e intentos de reenchufárselas que en la película queda muy bien representado.
Aquel debate llegaría también a España, algo más tarde, en forma de enfrentamiento entre los muchachos de la Movida y la generación anterior de cantautores comprometidos. Un choque de formas y de fondos en el que habitaba una interesante paradoja. En lo formal, la Movida fue progresista en el sentido de transgresora; y los cantautores, conservadores. La figura de estos no tenía nada de transgresor: eran, sí, un hombre y su guitarra. Enamorados y respetuosos de la tradición, recuperaban temas del acervo tradicional (ya fuera el romancero popular recogido por Joaquín Díaz o la poesía española musicada por Paco Ibáñez) o hacían composiciones nuevas que los imitaban, igual que en Estados Unidos habían hecho los Seeger y las Baez. De Joan Baez, que solo tocaba piezas tradicionales o versiones, llegaron a decir que no sabía componer… y entonces ella se descolgó con el impresionante Diamonds and rust, demostrando que vaya si sabía.
Con el fondo político, sin embargo, ocurría al revés. Aquellos cantautores tradicionalistas en lo formal fueron valerosos combatientes antifranquistas, pero luego la Movida desdeñó la política y los mensajes políticos, considerándolos un muermo, y declaraba su voluntad de simplemente divertirse. Con los años sus miembros más ilustres, las Alaska y los Loquillo, han solido acabar siendo voceros de la derecha. Allí pasó con el mismo Dylan, no exactamente un vocero de la derecha, pero que en la sucesión de sus reinvenciones acabó convirtiéndose al cristianismo o componiendo una olvidada y lamentable canción proisraelí, compuesta en el contexto de la guerra del Líbano, en el mismo año de la matanza de Sabra y Chatila. Mientras tanto, Baez, Seeger y los demás permanecieron fieles durante toda su vida —lo permanecen hasta hoy, en el caso de los que siguen vivos— a los ideales de entonces; a aquella izquierda antiautoritaria que en Estados Unidos tenía sobre todo una raíz religiosa. Baez era o fue cuáquera; Seeger se declaraba «unitario universalista», una persona abierta a todo lo valioso que hubiera en cualquier religión o espiritualidad. Esta de que hasta la extrema izquierda sea religiosa o sienta la necesidad de declarar simpatía por una religión, aunque sea una sui generis, es una de esas cosas en las que Estados Unidos es diferente y nos choca a los europeos, mucho menos temerosos de declararnos ateos. Pero el sustrato religioso no era ajeno a los cantautores españoles. Al Labordeta que cantaba que «habrá un día en que todos, al levantar la vista, veremos una tierra que ponga “libertad”», por ejemplo. O al Raimon que cantaba a «les esperances» y deploraba «la poca fe». O al Gabriel Celaya que, por boca de Paco Ibáñez, ensalzaba la poesía antifranquista como «un pulso que golpea las tinieblas».
La dialéctica progreso/conservación es más compleja, más meándrica, más laberíntica de lo que tiende a parecer. El Ángel de la Historia, ya se sabe, avanza hacia el futuro, pero lo hace de espaldas.
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