Opinión
Honor a Mario Vaquerizo

Por David Torres
Escritor
“Como nadie espera nada de mí, siempre sorprendo” confesaba Mario Vaquerizo sobre su asombrosa y rápida recuperación después de su accidente de hace unos meses. Sin embargo, aunque se trata de una afirmación bastante precisa, habría que matizarla un poco más: siempre sorprende y nadie espera nada de él. Una cosa no tiene nada que ver con la otra, se trata de dos hechos completamente heterogéneos y disímiles, separados para siempre y desde la eternidad en el hilo de las conexiones causales del universo: dos planetas girando en órbitas diferentes, en distintos sistemas solares, en galaxias a años luz una de otra. Vamos, como Mario Vaquerizo y la música o como Mario Vaquerizo y el humor.
En Cáceres, Mario Vaquerizo pilló desprevenida a la audiencia con un vuelo sin motor desde el escenario en el que por poco no se rompe el cuello. Desde los tiempos en que Peter Gabriel inauguró el stage diving (la inesperada zambullida entre el público confiando en que un mar de brazos lo sostendrá antes de esmorrarse contra las butacas) muchos cantantes han practicado este salto de fe imitando a Jesucristo sobre las aguas, pero ninguno con tanta fe como Vaquerizo, quien saltó de espaldas sin que uno solo de sus admiradores anduviera al quite. Nadie se lo esperaba, en efecto, y sorprendió a todo el mundo, incluido él mismo.
Todo es sorprendente es este hombre, desde que grabe discos hasta que haya gente que los compre, no digamos ya que los escuchen o que vayan a verlo a un concierto. De Vaquerizo —igual que de su mujer, Alaska, José Manuel Soto o Bertín Osborne— se puede decir aquello de “qué gran cantante sería, si no fuese por la voz”. Por otra parte, más milagrosa aún que su recuperación tras el leñazo es la noticia de que el PP de Madrid decida honrar a Vaquerizo bautizando una sala de ensayo para bandas jóvenes en el Centro Cultural Galileo, en homenaje a su “larga trayectoria profesional”. Larga sí que ha sido, sí, más que un día sin pan.
La oposición, tan tiquismiquis como siempre, ha criticado esta propuesta argumentando que va en contra de la propia normativa del Ayuntamiento de Madrid, la cual advierte que este tipo de placas no pueden utilizar el nombre de personas vivas, salvo si se considera que el homenajeado es un artista de extraordinaria relevancia. Es posible que a Vaquerizo se le haya ido la mano últimamente con el maquillaje mortuorio, pero parece fuera de lugar que propongan este homenaje excepcional en la categoría de cadáver. Como dijo un anciano George Bernard Shaw cuando le abrió la puerta a un periodista que le enseñó el periódico con la noticia de la muerte de George Bernard Shaw en portada: “Me parece una noticia prematura y exagerada”.
Más bien debe ser que Almeida, Ayuso y su infatigable equipo de asesores no han encontrado a nadie más relevante que Mario Vaquerizo a la hora de dar lustre una placa en una sala de ensayo. El mismo dream team cultural que vetó el nombramiento de Almudena Grandes como Hija Predilecta de Madrid, que borró los versos de Miguel Hernández en el cementerio de la Almudena y que ha nombrado al onomatopéyico Dani Carvajal pregonero en las próximas fiestas de San Isidro. La cultura y el PP casi siempre han formado un tándem espectacular, por ejemplo, Nacho Cano y Ayuso o Albert Boadella y Esperanza Aguirre. El presidente de Tabarnia agradeció los muchos desvelos de la presidenta hacia su persona con un peloteo glorioso: “No puedo hablar más que muy bien de esta mujer. Le decía siempre en broma que ella era Luis XIV y yo Molière”. En su día comenté que más bien eran Arias Navarro y Miliki, pero, al lado del binomio Almeida-Vaquerizo, no se me ocurre ninguna comparación que pueda caer más alto.
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