Opinión
Un 'influencer' llama a su puerta

Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
-Actualizado a
Uno de mis beefs históricos favoritos es el que mantuvieron Arthur Conan Doyle y Harry Houdini allá por los años veinte del siglo pasado. Doyle y Houdini, que se habían conocido en 1920 cuando el primero fue a ver una actuación del segundo, conectaron y se profesaron cariño enseguida, pues a la admiración mutua que sentían se les unió ese hilo invisible que enlaza de forma instintiva a las personas que están sufriendo un duelo que no termina de curarse. Sin embargo, todo se fue al traste —y de forma pública y notoria, además, mediante artículos y cartas en la prensa— después de que la esposa de Doyle, Jean Lackie, que se hacía pasar por médium, convenciera a Houdini para que se uniera en su casa a una sesión de espiritismo que le permitiera hablar con su difunta madre. Los burdos intentos de Lackie por impersonar a la fallecida señora Steiner no hicieron sino cabrear a su apenado hijo. Y desde aquella fatídica tarde, Houdini no dudó en dedicar su fama, su tiempo y su dinero a desenmascarar a los espiritistas, a los que consideraba unos estafadores peligrosos, a pesar de que esto implicara tener que acabar de forma abrupta su amistad con un crédulo Doyle que nunca logró superar la muerte de su hijo, si tal cosa puede llegar a ser posible.
Aunque ante nuestros ojos modernos nos pueda parecer una excentricidad esta disputa, lo cierto es que Houdini se buscó un poderoso enemigo, pues el espiritismo era un negocio boyante que movía millones de dólares y libras esterlinas. Él mismo solía comentar que su cruzada para desenmascarar a estos timadores le iba a acabar costando la vida, palabras que llevan alimentando todo tipo de especulaciones sobre su muerte años después a causa de una peritonitis. A pesar de que la moda de los videntes y lo paranormal era una importación —había nacido en los Estados Unidos en los años cincuenta del siglo XIX—, los británicos la abrazaron con entusiasmo, gracias a que las clases medias y altas tenían un trato más relajado con los dogmas cristianos y eclesiásticos y a que todavía seguían muy influenciados por la estética del Romanticismo. Pero fueron las tergiversaciones y las malinterpretaciones de los avances científicos de la época los que acabaron por consolidar el prestigio social de los videntes. Las terribles condiciones de vida que provocaron la Revolución Industrial y las masificaciones urbanas convirtieron la era victoriana en una época de muerte, enfermedad y morbo, terreno fértil para los médiums. Sin embargo, el boom y la locura paranormal se desatarían con la llegada del siglo XX, cuando se pusieron al servicio de la guerra los valores y los aprendizajes de la industrialización y el capitalismo.
El impacto de los millones de muertos tras la Primera Guerra Mundial, a la que siguió una demoledora pandemia de gripe, desencadenó un shock devastador en la sociedad, especialmente en la europea, donde era casi imposible encontrar a una familia que no hubiera perdido al menos a alguien querido a causa de la guerra o la enfermedad. El luto era tan normal que la moda se rindió y abrazó el color negro como algo chic, mientras los padres y madres de la "generación perdida" buscaban desesperados la manera de seguir en contacto con unos hijos enterrados bajo el barro de las trincheras o aniquilados por la fiebre. La gente se lanzó al hedonismo individualista del tipo que me quiten lo bailao si el mundo se va a acabar, o busco consuelo en ensoñaciones tradicionalistas de un pasado ideal que nunca existió engalanado con intensas pinceladas de totalitarismo —que me digan lo que tengo que hacer y pensar— o se arrojó en los brazos de las utopías sociales y de una revolución que tenía que acabar con el capitalismo y la lucha de clases responsables de haber conducido al mundo a la ruina, la muerte y la desesperación. Pero también hubo una cuarta vía, o más bien una variación de la primera vía: la búsqueda de la espiritualidad y la iluminación, una exploración que siempre es individual y subjetiva y de la que se aprovecharon los miles de videntes que hicieron del miedo, la ansiedad, la angustia y el duelo su nicho de negocio millonario. Porque todo tiempo de crisis es abono para las sectas y el pensamiento mágico.
Este adagio lo llevamos repitiendo religiosamente a lo largo de los siglos, pero en estos últimos cien años lo hemos ido perfeccionando, pues llevamos más de un siglo dando palos de ciego mientras ponemos al mundo de forma constante —y hasta tediosa— al borde de la destrucción, la parálisis o el caos. Y al calor de todo este desconcierto, como las moscas ante un contenedor repleto de basura en pleno verano, revolotean toda clase de timadores, charlatanes y buscavidas que tratan de embaucarnos con promesas de iluminación, de vuelta a los valores tradicionales y a la vida sencilla —dos entelequias tan vacías de significado que se pueden rellenar con la primera ficción reaccionaria que se tenga a mano— mientras meten mano a nuestra cartera.
Aunque no es novedoso exponer la existencia de estos vasos comunicantes entre el fascismo y el totalitarismo con las sectas y la espiritualidad, no solo porque tienen muchas cosas en común, sino porque también se inspiran y se retroalimentan, tal y como está ocurriendo con el movimiento MAGA —ese batiburrillo de culto al líder, cristianismo infantiloide, aspiracionismo, saqueo de las arcas públicas y fascismo—, nunca está de más volver a recordarlo. Es por esto mismo que todo líder de secta que se precie es a su vez un amago, más o menos exitoso, de dictador cuyo objetivo final es hacerse rico sin pegar palo al agua. Un principio que se mantiene inalterado en el tiempo; solo han cambiado las formas y los medios que usan para contactar, manipular e incluso robar a sus víctimas.
Porque los líderes sectarios y sus fieles acólitos ya no necesitan ir de puerta en puerta, ni dar la turra en aeropuertos, ni repartir pasquines por la calle o mendigar, porque ahora tienen las redes sociales como terreno de caza. Como tampoco necesitan hacerse llamar profetas, papas, padres o caudillos, sino que les gusta mucho más que les digan influencers. Pero el discurso de muchos de ellos, así como su alcance y el daño que provocan, es el mismo que el de los líderes de sectas más tradicionales del tipo Jim Jones, David Koresh, el Papa Clemente o Marshall Applewhite. Y al igual que ellos son también tipos carismáticos, ególatras, intransigentes e incapaces de aceptar la menor crítica o cuestionamiento. Y utilizan los mismos trucos de persuasión, tergiversación y manipulación de los sentimientos que estos, pues depredan entre el mismo perfil de víctimas: personas desorientadas, asustadas, solitarias, emocionalmente inestables y dependientes que anhelan hallar un sentido a su vida, una explicación a su malestar, y que acaban desarrollando una lealtad acrítica hacia estos nuevos líderes. Los influencers son, por tanto, los nuevos espiritistas, los iluminados del siglo XXI, solo que ya no venden espiritualidad, comunicarse con nuestros muertos o iluminación personal, sino un mundo aspiracional en el que reinan el dinero, el éxito como un fin en sí mismo y la masculinidad tradicional y tóxica. Sin embargo, resultaría más que hipócrita mirar a la generación más joven desde el podium de la superioridad moral cuando sus hermanos mayores, padres y abuelos nos hemos dejado seducir por los cantos de sirena del rentismo, la extrema derecha, las teorías de la conspiración y la propaganda antivacunas.
Pero el antídoto no lo vamos a encontrar tratando de emular a estos charlatanes desde posicionamientos progresistas, sino en el ejercicio de la política entendida como una actividad madura y compleja con la que poder abordar los retos y los desafíos que nos plantean la desigualdad, el cambio climático, la vivienda, la violencia hacia las mujeres y los colectivos más vulnerables. Y tiene que hacerse sin simplificaciones pero con valentía y sin titubeos. No obstante, el panorama a nuestro alrededor resulta desolador: la derecha patria se ha lanzado sin disimulos a acaparar el voto más ultra al tiempo que la izquierda ha renunciado a la utopía —ya ni siquiera se aventura a elaborar un relato ilusionante de futuro—, presa de la hiperventilación, el cortoplacismo, las disputas personales y el derrotismo, sorda y ciega ante el impacto que están teniendo estos influencers del ruido y la furia. Aunque estamos a tiempo de cerrarles la puerta en todas las narices.
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