Opinión
Los inmortales

Escritora y doctora en estudios culturales
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“No alcanza una vida tranquila quien piensa demasiado en la manera de prolongarla” –decía el filósofo Lucio Anneo Séneca. En sus reflexiones epistolares, el estoico cordobés rechazaba la concepción de la muerte como un mal al que temer y, en su lugar, animaba a una intensidad durante los años vivos emparentada con el civismo y el saber. Morir, al fin y al cabo, se parecía mucho al período anterior al nacimiento, y la dignidad humana se jugaba en la aceptación de lo inevitable, sin miedo ni delirios de grandeza. Por desgracia, estas enseñanzas, tan acertadas y necesarias, no han calado en las mentes de Vladimir Putin ni de Xi Jinping, los dirigentes de Rusia y China respectivamente, como quedó demostrado en la conversación privada que mantuvieron hace unos días: ingenuamente optimistas, ambos mandatarios comentaron la posibilidad de vivir hasta los 150, o incluso de alcanzar la inmortalidad, a través de sucesivos trasplantes de órganos facilitados por la biotecnología. Distintos especialistas médicos no tardaron en refutar semejantes afirmaciones –es científicamente imposible alargar la vida hasta esas fronteras–; no obstante, el hecho de que así lo piensen dos de las personas más poderosas del planeta es indicativo de la delusión que invade a buena parte de la élite mundial, cuyos daños sufrimos todos.
La inmortalidad, junto a la avidez ilimitada de poder, ha acompañado a líderes políticos de todos los tiempos, obsesionados por un legado que se materializaba en intentos de prolongar el mandato de su estirpe o la elevación de una arquitectura fastuosa, a menudo funeraria –véanse, por ejemplo, la necrópolis que forman las pirámides de Giza–. La desigualdad cristalizaba así en todos los espacios imaginados, también el que ocupaba un más allá que sobrevivía a la corrupción de la carne. Actualmente, sin embargo –secularizadas aquellas espiritualidades, y dotados de elementos religiosos mitos como el progreso tecnológico, al cual se une la concentración de cantidades absurdas de riqueza en muy pocas manos–, algunos pueden permitirse una megalomanía que abarcaría la propia perpetuación biológica, o incluso la ilusoria intención de colonizar el espacio exterior. “Cualquier civilización que se respete a sí misma debería contar con, al menos, dos planetas” –ha llegado a asegurar Elon Musk, proyectando una fantasía compartida con otros magnates, como Jeff Bezos. Putin o Xi Jinping no aludieron a una hipotética mudanza a Marte, pero los próceres comparten con sus congéneres estadounidenses una confianza ciega en las posibilidades del capitalismo delirante, que se suma a la completa desestimación de los límites biofísicos de la Tierra, y de los límites de la evolución humana.
Contra tales ideas falaces, se podría argumentar la disminución de la esperanza de vida en potencias como Estados Unidos –debidas, entre otros factores como la violencia armada o la falta de atención sanitaria, a las llamadas “muertes por desesperación”, analizadas por el Nobel Angus Deaton y la investigadora Anne Case–. La ubicuidad de sustancias químicas, entre ellas los plásticos, los pesticidas, o distintos PFAs auguran un futuro poco halagador para unos cuerpos que nunca han experimentado tanta exposición como ahora. La contaminación atmosférica y el incremento de fenómenos meteorológicos extremos figuran entre los estragos de una emergencia climática que ya supone un problema de salud pública, y amenaza con una debacle si se cumplen las factibles previsiones del IPCC: 4ºC de calentamiento global por encima de la era preindustrial. Fantasear con vidas eternas, o que lleguen a los 150 años, en mitad de una catástrofe ecológica probable es un ejercicio de irresponsabilidad; pero hacerlo, además, mientras se propulsan guerras y domina una indiferencia institucional generalizada frente a la masacre perpetrada en lugares como Gaza tal vez constituya la peor de las obscenidades. En otras palabras: lo primero es una prueba de cómo el dogma tecno-capitalista rebaja la razón a los niveles del fanatismo, con las nefastas consecuencias que podemos prever a medio-largo plazo; pero, al obviar la inoportunidad histórica en que se emiten tales declaraciones, se está desafiando asimismo una barrera moral. Y eso, mientras haya niños falleciendo por una desnutrición deliberada, o adultos bombardeados, o tiroteados en las colas del hambre, es simplemente intolerable.
No vamos a lograr tal longevidad, y tampoco conquistaremos rincones interestelares. Al contrario, el compromiso de cualquier líder político –y la presión ciudadana– debería orientarse hacia patrones de igualdad y justicia social relacionados con la creación de bienestares compartidos sobre los suelos que pisamos, nos alimentan y acogen. Adoptar estrategias de mitigación y adaptación al cambio climático, multiplicar el entramado de servicios públicos para que cubra a toda la población, o asegurar existencias plenas bajo formas de organización social pacíficas sí podría beneficiar muchas vidas, hasta que agoten naturalmente sus caminos, dando paso a las que vienen. Los exabruptos de un endiosamiento al que asistimos a diario –presentes en esa élite ensimismada, pero permeados a través de los imaginarios hegemónicos del sistema económico– nos devuelven permanentemente al escenario opuesto, la necropolítica trazada por el historiador camerunés Achille Mbembe, o la página más cruenta de una ficción distópica. En nuestra mano estaría aprender a ser terrenalmente mortales y rebatir a los obscenamente mortíferos.
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