Opinión
Jugando a la Rayuela
Por David Torres
Escritor
No hay muchos libros que te cambien la vida pero, para mí, Rayuela fue uno de esos libros. Antes ya había leído libros que me llevaron a la Rusia de los zares, a otra galaxia, a buscar oro en los ríos de Alaska o a embarcarme en un ballenero, pero con Rayuela emprendí un viaje que me llevó al centro de mí mismo. A pesar de su pedantería, su interminable aparato de citas y su selva de nombres propios, era la novela que estábamos viviendo a los quince, a los diecisiete, a los veinte años, cuando dudábamos entre una novia y otra, entre un futuro y otro, entre una vida y la siguiente. Nosotros, en el madrileño barrio de San Blas, no hablábamos de jazz ni de existencialismo, no sabíamos quiénes eran Pabst ni Heidegger ni Oscar Peterson, pero igual nos pasábamos las horas charlando bajo una farola a las tres de la madrugada, ebrios de música y filosofía, intentando arreglar el mundo. Sufríamos aquellos años ansiosos en que, como dice Pessoa, “los sentimientos eran tan sólo el deseo de tenerlos”.
No habíamos ido nunca a París pero conocíamos hasta el último rincón de ese cuartucho nublado de tabaco donde, mientras Gregorovius intentaba seducir torpemente a la Maga y Roland ponía un disco de piano atacado de toses y de grumos, bebé Rocamadour agonizaba de fiebre en una cama. No sabíamos nada de Buenos Aires excepto que allí había un manicomio donde guardaban a los muertos en un congelador del sótano y donde un amor del pasado podía emerger bajo el rostro de la esposa de tu mejor amigo. Mis amigos se enamoraron de París y de la Maga, esa novia cursi e inolvidable que fumaba Gitanes y veía señales terribles en las tazas de café, pero yo, sin saberlo aún, ya había elegido Buenos Aires y Talita, ese espacio misterioso donde el protagonista cruza el charco, reaparecen los viejos amigos y deambulan los locos y los muertos. Buenos Aires era París al otro lado del Aqueronte.
Cortázar publicó la novela hace ahora medio siglo, en 1963, justo cuando renunciaba a su etapa de dudas existencialistas y se dejaba crecer una barba de guerrillero cubano para tomar al fin partido en las luchas políticas de América Latina. Rayuela es también el envoltorio abandonado de la oruga, la cicatriz de la metamorfosis, el momento en que el intelectual latinoamericano se arranca la piel de Horacio con su calavera en la mano, debatiendo interminablemente entre el ser y el no ser, entre Buenos Aires y París, entre la Maga y Pola, entre la vida y sus sucedáneos.
En alguna ocasión Cortázar explicó que empezó a escribir el libro por la mitad, por el célebre capítulo del tablón en que Horacio, agobiado por el calor, quiere tomar una taza de mate a la hora de la siesta, se niega a bajar a la calle, llama a voces a su amigo Traveler, que vive en el piso de enfrente, se asoma Talita y, no se sabe muy bien cómo, es ella quien acaba subida a un tablón apoyado precariamente entre las dos ventanas, encabalgada sobre un abismo callejero con un paquete de mate en las manos y sin decidirse entre el avance o el retroceso. Es un libro difícil, un libro que, como decía el propio Cortázar, reclama lectores que luchen como Jacob contra el ángel, una experiencia límite de la que el escritor retornó de entre los muertos, preparado para su quijotesca y magnífica aventura política. Poco después su admirado Borges saludaba a las infames dictaduras del cono Sur, mientras él apadrinaba la revolución nicaragüense prestando voz a los desposeídos, profetizando el final del sandinismo en aquel relato escalofriante, Apocalipsis en Solentiname. Al final, antes de quedarse para siempre en París, se quedó un rato más en París, exiliado de un lugar y de un tiempo, y es verdad que malgastó mucho de su genio en comités y panfletos, y que nunca volvió a escribir otra Rayuela, pero tampoco le hacía ninguna falta, che, porque entre el ser y el no ser ya había elegido.
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