Opinión
Madrid es una fiesta (y tú no estás invitado)

Por Silvia Nanclares
Escritora
-Actualizado a
Hoy toca columna desahogo. Del género Javier Marías. Ya veréis, es por el estado de ánimo, ya quisiera yo tener su pluma. Esta es una columna enfadada. Una columna de las de que en vez de ponerte a rellenar el formulario del 010, te sientas a escribir. Y no, no hablo de las secuelas de la huelga de basuras. También podríais llamarla columna first world problems. Y sí, tiene mucho que ver con las dinámicas desquiciadas del primer mundo. Ya lo veréis. Resulta que vivo en Cascorro (El Rastro, Madrid) y trabajo en la Plaza de Callao, la ciudad de los quince minutos encarnada, vamos. Soy una privilegiada. Puedo pasar días enteros haciendo todos mis desplazamientos cotidianos solamente a pie.
Y a pie cruzo todos los días una fiesta a la que no estoy invitada. Salgo de mi calle camino del trabajo, bajo por la calle Estudios, paso por delante del instituto San Isidro y me acerco a mi Rubicón. En este momento, en las ciudades todo el mundo tiene un Rubicón. El que separa los barrios donde la gente vive y la vida está más o menos consagrada a eso, a vivir, y los barrios fantasma cada vez más consagrados al turismo. Es evidente que a más cercanía con el centro, los tentáculos de la turistificación de los núcleos urbanos te rodearán más rápido y con mayor facilidad. Te generarán más asfixia. Para nombrar estos Rubicones bien podríamos tirar del lexicón urbanístico que Jane Jacobs nos regaló en su Vida y muerte de las grandes ciudades. Aunque en España, esto de las grandes ciudades cada vez puede aplicarse más a casi cualquier población, sea del tamaño que sea.
Con la "F" de frontera encontraremos en el libro de Jacobs el término fronteras de vacío, acuñado en su día por la geógrafa estadounidense para designar esos espacios que separan zonas de las ciudades, véase una vía de circunvalación como la M-30, grandes edificios o incluso extensos parques artificiales: hitos que indican una división y que, sobre todo, desaniman a hacer vida en ellos debido a las condiciones hostiles que presentan. En las nuevas ciudades turistificadas, las fronteras de vacío se han multiplicado a la vez que se han desdibujado y se han hecho cada vez más simbólicas. Mi frontera de vacío es el Arco de Cuchilleros, que marca el fin de la vida barrial. Atrás quedarán la droguería, la tienda de pinturas, de frutos secos o de uniformes de trabajo, las cuales aún se pueden considerar comercios de proximidad. O al menos, por el momento, sus dueños tienen nombre y apellidos y no son un fondo de inversión. Su razón de ser no es servir al turismo si no imaginar que: "Oh, idea, descabellada, la gente que camina por esa calle necesita cosas para su día a día, no para su viaje. Cosas reales más allá de una hamburguesa del Five Guys o un simulacro de tablao flamenco".
A partir de la frontera de vacío del Arco de Cuchilleros comienza la fiesta zombi que cada día se celebra puntualmente, y donde el vecindario ni está ni se le espera. Comienza la preparación de paellas absurdas, bocatas de calamares creativos y la burbuja del chocolate con churros. La inexistencia de otros comercios que no sean una franquicia constata lo efímera y repetitiva que es esta fiesta. Es la fiesta del presente continuo y ajeno, un presente que vampiriza todo nuestro futuro, que hipoteca la posibilidad siquiera de que los demás vivamos un presente imperfecto. Simplemente no pintamos nada más allá de la frontera. Una frontera que, además, cada día usurpa más terreno. A la manera del personaje de Sue en La Sustancia, la ciudad turistificada cada vez va drenando más palmos de acera, locales, y, por supuesto, viviendas para poder seguir ampliando su vida artificial de cafeterías incómodas, lavanderías, lock rooms, y tiendas llamadas toda una serie de variaciones en torno a la palabra Spain (tiendas de recuerdos, vamos). Y como Sue, cada vez pide más, su hambre de presente es infinita, igual que su necesidad de recursos. Para lograrlo, está dejando al resto de la ciudad en estado vegetativo. Este año, por ejemplo, la solicitud de plazas a todos los colegios del distrito Centro de la ciudad de Madrid ha disminuido sensiblemente. Porque ya no se puede vivir aquí (la cuestión es dónde). El aquí, ese aquí que sintomáticamente usamos los de Madrid para decir de dónde somos, y que cae tan mal porque delata nuestro proverbial ombliguismo, ya cada vez significa menos. Si de verdad aman tanto Madrid como dicen, los gobernantes de derechas no nos harían esto. No nos robarían la ciudad. Hace poco me puse a echar cuentas y corroboré con vértigo cómo desde 1939, el Ayuntamiento de esta ciudad solo ha estado 12 años en manos de la izquierda. Y eso se nota en todo. En el urbanismo, lo primero.
Por ejemplo, la plaza de Callao ya no es una plaza. Es un gran stand que el Ayuntamiento alquila por horas a diferentes empresas para que hagan sus shows de promoción. El otro día, sin ir más lejos: doce de la mañana, vuelvo de mi oficina de hacer un recado y un chef de la marca de embutidos El Pozo está preparando sandwiches ante una audiencia de..¿diez personas? Para explicarnos los ingredientes del fastuoso sandwich la producción del evento ha decidido que ese chef debe ser amplificado hasta rebasar —estoy segura– los decibelios permitidos a estas horas en la calle. Se lo hago saber a alguien de la organización del evento y me responde que el evento es legal. Ya sé que es legal, ese es el problema. Le repito lo de los decibelios. Hablo de dar aviso a los municipales. Adelante, me contesta muy airado. Me meto en el portal a llamar porque desde la plaza es imposible escuchar nada, las semillas de amapola del pan que envuelve al sublime chorizo El Pozo parecen tener la prioridad auditiva en esta plaza. La gente de las oficinas ya se ha acostumbrado y ha adquirido sus auriculares de cancelación de ruido, como si fuéramos operarios de una ruidosa obra. Subo a mi oficina y al poco siento que el ruido baja, la voz del chef ha sido desenchufada. Entra una llamada de la Policía preguntándome si quiero denunciar, prueba inequívoca de que, efectivamente, se estaba superando el ruido permitido según la ordenanza municipal. Yo, probablemente porque soy imbécil, le digo que no, que no quiero denunciar, que no quiero fastidiar a nadie, que lo que quiero es que la Junta de Distrito de Centro deje de dar permisos a eventos diarios en una plaza que ya no es una plaza, es una feria de muestras. Y aquí, aunque nadie pueda creerlo, en el centro de esta fiesta, vive y trabaja gente. Cada vez menos, es evidente. El policía dice que de acuerdo, que pasa la información. Ese mismo día vuelvo andando a casa, esta vez me desvío a hacer otro recado por la Plaza del Ángel. Los maceteros gigantes, como inertes perros guardianes, delimitan espacios extraordinarios para las terrazas. Estoy segura de que, igual que los decibelios, los metros que ocupan la acera la serie de terrazas que acosan los portales rebasa de nuevo todas las ordenanzas. Pero qué hago, qué hacemos, ¿llevamos un metro en el bolso? No estaría mal, comandos medidores de ruido y de espacio robado llamando diariamente al 092, al 010, a la Junta de distrito. No me acerco hasta la Plaza de Santa Ana para no ponerme a llorar por los árboles que han talado hace unas cuantas semanas, donde Lorca se ha quedado encajonado entre vallas amarillas. Atravieso la calle Conde Romanones, también levantada desde hace meses no sé exactamente para qué. Cruzo Tirso de Molina, que será remodelada en breve otra vez, tampoco sabemos en virtud de qué, más allá de mover el dinero entre los amigos constructores del Ayuntamiento e intentar sacar de la ecuación a las personas que afean las fotos de su fiesta. Entró en Mesón de Paredes, donde ya empiezo a sentirme en algo así como un barrio. Llego a casa. Entró al cuartito secreto del baño donde yace drenada Demi Moore. Estas idas y vueltas por la ciudad sin alma dejan exhausta a cualquiera.
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