Opinión
Maestro albañil

Escritor. Autor de 'Quercus', 'Enjambre' y 'Valhondo'.
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Desde niño, siempre me fascinó la albañilería. Construir. Construir con cemento, ladrillos y piedras. El mortero romano (mortarium en latín) a base de cal, agua y arena, para construir acueductos, teatros y templos, que ya duran 2.500 años. Fascinación para hacer permanente, irrompible, casi eterno, lo que yo construía en mis juegos infantiles con papel, madera y pegamento. La eternidad y dureza del cemento ante lo efímero en la inocencia de un niño. Argamasa y candidez para luchar contra la voracidad del tiempo.
Mi padre, que era maestro, de escuela y no de albañilería, me enseñó a fraguar el cemento y la arena. Sobre un montón de tierra anaranjada, que previamente había cribado quitando los terrones y las impurezas, rajaba, dando un tajo en su costado, el saco de cemento y lo volcaba encima. Después lo mezclaba con el legón y la pala, hasta que la mezcla obtenía un tono grisáceo. A continuación, formaba un verdadero volcán con su cráter, al que iba añadiendo en su centro agua de una espuerta, impidiendo que rebosara echando tierra por arriba, hasta conseguir una buena mezcla, blanda y resbaladiza, inconsistente como una papilla.
Mi progenitor, que siempre me llevaba de peón de albañil para realizar alguna chapuza doméstica, era para mí un héroe de la paleta. Pues el manejo magistral de ese cemento, que se endurecía asombrosamente en pocos minutos, representaba para mí un acto milagroso. Similar a la conversión en las bodas de Caná del agua en vino, que habíamos escuchado maravillados en el catecismo.
Aunque la verdadera magia, la que me hizo amar la albañilería de por vida, llegaba al final de la obra. Amor a mi padre, estableciendo un lazo cómplice y secreto, y amor al cemento. Lo cuento.
En todas las obras siempre dejábamos un hueco antes del remate final. Entonces nos lavábamos las manos y nos retirábamos a su despacho. Mi padre abría con solemnidad un cartapacio donde guardaba unos pliegos de papel ámbar en los que, mirando al trasluz, se veía un galgo, y de un cajón de la mesa sacaba el tintero y su pluma estilográfica, negra, gruesa y brillante como el ébano. Entonces escribía con una caligrafía bella y perfecta, con remates góticos y alambicados, las palabras secretas: "Esta obra fue realizada en Torrijos (Toledo), un 25 de mayo de 1975. Carpe diem." Seguidamente y tras explicarme su latinajo y las "cosas" de los romanos, soplaba para secar la tinta, enrollaba el papel al que ataba una cinta roja y nos dirigíamos de nuevo a la obra para introducir el escrito en el hueco, con gran ostentación, como si se tratara del entierro de un muerto. Para finalizar, rebozaba bien de cemento el último ladrillo o rasillón para tapar la hornacina, sepultando al difunto, y enfoscaba y enlucía toda la obra dando por finalizada la construcción.
Con el paso del tiempo y según se fue afianzando nuestra relación entre maestro y peón, mi padre fue introduciendo en su escrito algunas variables que agrandaban mi admiración, mi orgullo y mi emoción. "Esta obra fue realizada el 10 de septiembre de 1975, por los albañiles Rafael Cabanillas, padre e hijo, homónimos, para que conste por los siglos de los siglos. Mens sana in corpore sano". Y meses más tarde: "Esta obra fue posible gracias a la colaboración de un padre y un hijo. La unión y el cariño hacen la fuerza. 14 de febrero de 1976. Amor omnia vincit."
En los años sucesivos hubo muchas más chapuzas, siempre con los mismos operarios. Pues mi padre se jactaba de que en esa casa no entrara un albañil ajeno a nuestra cuadrilla. Término pomposo, pues la cuadrilla la formábamos únicamente nosotros dos. Para entonces, yo ya era un adolescente barbilampiño. Después un joven universitario, revolucionario y barbudo. Hasta convertirme en escritor y viajar a África al encuentro de esos niños, de esa niña de la argamasa, para escribir "África en tu mirada".
La última obra, antes de que el viejo maestro de escuela y albañilería se marchara a ese cielo azul de nubes limpias y pájaros donde habitan los sueños y los personajes de los libros, la realizamos en las vacaciones de verano. Él estaba ya débil y eran mis manos, suaves y delicadas manos de académico, las que llevaban la carga. Salvo a la hora de escribir, pues, con los años y con cierto temblequeo de sus dedos, la caligrafía había adquirido un tono decadente y más hermoso si cabe, como esos monasterios abandonados y comidos por la herrumbre, la hiedra y el olvido.
Antes de atar el lazo, le miré a los ojos, que se le habían puesto tiernos y acuosos como los de un marino oceánico. Pero menos que los míos, pues, por encima de ese galgo que ya se escapaba corriendo, igual que su alma, había escrito: "Tempus fugit. Esta obra fue realizada por mi hijo Rafael, maestro albañil, asistido por su padre como peón. Lo mejor de esta vida que se me acaba, ha sido tener en estas obras a este muchacho conmigo. Te quiero, hijo."

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