Opinión
Cómo no me vas a conocer

Por Israel Merino
Reportero y columnista en Cultura, Política, Nacional y Opinión.
No me presentaba como Isra o Israel o Merino o Carrocho, sino con el mismo nombre completo que uso para firmar, como si le estuviera rateando trabajo para mí a todos aquellos productores, y con el epíteto epiquito de “el mejor periodista de su generación”, lo que ya era directamente para obligar a mi acompañante a apuñalarse el cuádriceps con un punzón oxidado mientras saltaba a la comba con la pata coja; en aquella gala de cine plagada de gente famosa, que suele ser la misma gente que tiene dinero, no era un veinteañero cualquiera con un curro poco importante y no demasiado bien pagado, sino un activo financiero con la obligación de valorizarme y saludar a trajeados que no me interesaban nada y cuyos nombres, vaya, yo sí debía conocer – o eso daban por hecho –.
Había flashes beiges y gente anónima reclamando su benevolencia desde el otro lado de aquel cordón gordo que separaba la vida de la alfombra roja, así que los de dentro daban por hecho que eran importantes. No por ser buenos o malvados o simpáticos o cutres, sino por ser famosos; el éxito debe medirse siempre así: solo lo merece el que genera pasta y poder, el que es capaz de hacer doblar la inversión, el que consigue hacer más rico al que ya es rico de antes, el que tiene a un par de miles comentando ociosamente sus obras y palabras. Y lo peor es que no hay forma de escapar de esta rueda de mentiras y cencerros egocéntricos si quieres dedicarte humildemente a tu oficio cultural, da igual que firmes columnas literarias en un periódico progre o aspires a escribir una película. El mercado tiene ya muchas noches y no vas a venir tú a follártelo un mediodía.
El cuento de la meritocracia es falso salvo contadas excepciones, pero no por lo que crees: lo que importa aquí no es la pasta, sino tu agenda de contactos y la habilidad que tengas para barajarla – creo que los marxistas llaman a esto “capital social” –; la industria cultural, ese enorme ente difuso que reúne editoriales, productoras de cine, sellos de música y también ciertos tipos de periodismo, está construida sobre la premisa de que lo más básico y elemental de la creación artística, es decir, la creación en sí – menuda redundancia –, pase a segundo plano frente a tus capacidades para socializar en fiestas extrañísimas donde la endogamia se palpa y la gente tiene derecho a mirarte por encima del hombro si te considera de una casta más baja; aquí no importa si escribes bien o mal, aquí lo que importa es si eres capaz de aguantar cuatro copas con un tipo que trabaja de asesor de producción en una distribuidora de segunda – baraja, cabrón, baraja más rápido la agenda, que ya no eres tan joven como para seguir comiendo solo del entusiasmo –.
Lo peor es que no se puede cambiar, y yo no tengo nada claro si estoy dispuesto a pagar esta idolatría de clases. Claro que yo también quiero publicar en Alfaguara y escribir una serie para Movistar+ y entrevistar a Quevedo en una revista de moda, pero quiero hacerlo desde el bar Mauricio junto al Luis o la Julia o como mucho el Pedro – el acompañante que me presentaba con epítetos raros –, y no ir a fiestas donde todos se han criado en la misma manzana y te ponen los ojos en blanco cuando no conoces el nombre de alguno.
¡Espera! Ahora que lo pienso, creo que sí me suenas de algo. ¿Saliste en Aquí no hay quién viva? Ah, perdón, que eres novelista.
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