Opinión
Mejor siempre una orgía que un récord

Filósofo, escritor y ensayista
Me entero por este periódico de que el pasado 22 de mayo una australiana de nombre Annie Knight, “creadora” en la plataforma OnlyFans, pulverizó todas las marcas acostándose con 583 hombres en seis horas. Intentaré no moralizar. ¿En qué tipo de sociedad una mujer puede buscar, querer, anhelar un record de este tipo? No hay nada que objetar desde un punto de vista legal: las relaciones sexuales no solo fueron consentidas sino positivamente requeridas por Knight, quien contó la experiencia con jactanciosa naturalidad y ganó naturalmente seguidores y dinero con su hazaña. Ahora bien, ¿esa experiencia puede calificarse de “sexual”? Creo que no. De hecho, en este caso resulta más fácil comprender a los hombres, cuyo deseo primitivo y machista se prestó al juego, que a la propia Knight, pendiente tan solo de superar una cifra. Alguien podría aducir que, precisamente por este motivo, la mujer era la más masculina de los participantes, pues ha sido y sigue siendo más propio de los hombres el ardor narcisista por la acumulación contable. La figura clásica del don Juan se asocia, en efecto, a esta rivalidad intramasculina traducida en cifras de cuerpos femeninos consumidos en paralelo. Pensemos, por ejemplo, en el libreto que escribió Lorenzo da Ponte para la ópera de Mozart, donde Leporello, el criado, hace el recuento de las mujeres seducidas por su amo: “Son ya mil y tres”. Ahora bien, al don Juan no le importa solo el número sino también la variedad: por eso la cifra va acompañada de una lista, en la que se reconoce la individualidad de cada mujer seducida (grande, pequeña, rubia, morena, alta, baja) porque la sexualidad, machista o no, es muy sensible a los detalles. Las listas, de hecho, son siempre más humanas que las cifras. Menciono, por lo demás, que la sexualidad de don Juan, en medio de la “cochambre moral” del Imperio español (según la expresión de Caro Baroja), tenía una vertiente subversiva y otra, si se me apura, liberadora. Salvo en la versión romántica de Zorrilla, don Juan no se deja redimir y muere desafiando a Dios y a la Iglesia; en cuanto a sus víctimas, lo son más de la sociedad represiva y puritana de la época que del arrogante seductor, al que se han entregado voluntariamente.
Sería, a mi juicio, un error pensar que Annie Knight es un don Juan femenino que se rebela contra las convenciones morales de su época y reivindica la igualdad sexual con el hombre. No creo que sea el caso. Si he traído a colación el arquetipo del burlador de Sevilla ha sido más bien para señalar, por contraste, el carácter puramente deportivo y social, exento de sexualidad, de la proeza de la mujer. No es que Knight aspirara a tener 583 orgasmos en seis horas, ambición absoluta y casi mística que la hubiese convertido en una libertina legendaria; tampoco le excitaba la exhibición de poder asociada a ese desfile de hombres. Placer y poder son los dos elementos nucleares de la sexualidad, que por eso mismo conserva siempre una vertiente escurridiza, peligrosa, ambigua y potencialmente destructiva. En la cadena de montaje de Knight no había sexualidad o sólo había sexualidad, y la más burda y telegráfica, del lado de esos hombres que querían echar un polvo; por parte de la mujer, lo que había era el esfuerzo disciplinado, mecánico y racional de batir un récord aprovechando la primitiva simpleza de ciertas masculinidades. Buscando en la red, me encuentro con declaraciones de la nueva plusmarquista: “Dudo que haya alguien allá afuera con un conteo más alto que el mío”, dice muy satisfecha. Knight ha batido el récord de Bonni Blue (1053 hombres en doce horas), que había batido el récord de Lilly Phillips (1000), que había batido, a su vez, el récord de Lisa Sparks (919). Knight no es ni una libertina transgresora ni una revolucionaria feminista: sus padres y su novio, dice, se sienten muy orgullosos de ella; se vanagloria del dinero que gana y de los seguidores que tiene; y defiende su “ética del trabajo”, gracias a la cual ha conseguido remontar algunas caídas de popularidad: su éxito revela, pues, su dignidad moral.
Que la lógica del récord se aplique también a las relaciones sexuales parece presuponer, como su condición misma, la normalización absoluta de la sexualidad. Y esto sería más bueno que malo. ¿Pero es eso verdad? ¿O es todo lo contrario? Esta adicción a las cifras, ¿no implica más bien la negación radical de la sexualidad misma? Esa escena fabril, ¿no refleja la disciplina ascética de una ética típicamente protestante? El récord de Knight nada tiene que ver, no, con la sexualidad, ni para bien ni para mal, y hasta me atrevería a decir que constituye, al revés, el colofón paradójico de ese puritanismo creciente que pone en peligro las conquistas del feminismo. No es que a Knight le guste mucho el sexo; es, sencillamente, que no le importa nada. Se mueve, sí, en otro terreno de juego.
Cegados por nuestros propios prejuicios y fantasmas sexuales, nos olvidamos, en efecto, de que lo que realmente cuenta aquí es la lógica del récord, que atraviesa hoy todas las clases sociales y que asocia la autoestima y hasta la supervivencia económica a la monetarización de la propia imagen -autógena y laboriosa- en las redes. Knight es el exponente más acendrado (por hiperbólico) de su época y de su sociedad: de una época y una sociedad, quiero decir, sin cuerpos y, aún más, sin mundo. Una sociedad sin cuerpos no puede ser libertina, pero tampoco escrupulosa; nada le importa, todo le vale. El neoliberalismo protestante tecnológico ha liberado una libido sin límites que se anula a sí misma en cada actualización y que, como el propio capitalismo, necesita ir siempre un poco más allá. Hay que tener un deseo insaciable (de algo) para dejarse penetrar por 583 hombres en seis horas. Hay que tener un hambre incolmable (de no sé qué) para comerse, como ha hecho un tal Joey Chestnut, 32 hamburguesas BigMac en 38 minutos. Hay que estar muy necesitado (de algo vago e imposible) para devorar, como un tal Ken Edward, 36 cucarachas en un minuto delante de las cámaras de la televisión. Hay que sentir una rabia muy extraña (contra uno mismo) para destruir, como hizo Jay Wheddon, 88 despertadores en sesenta segundos. Hay que tener pocos amigos y pocos medios para recorrer 11,78 metros, como hizo un tal George Christen, con una mesa pinzada entre los dientes.
El 21 de julio del año 356 a. de C., un pastor de Éfeso llamado Eróstrato incendió el templo de Artemisa, considerado una de las siete maravillas del mundo antiguo. ¿Por qué lo hizo? No por rabia o por rebeldía o por blasfemia; lo hizo con el único propósito de hacerse famoso. Si bien no sirvió de nada (pues yo mismo acabo de escribirlo), las autoridades de Éfeso emitieron una damnatio memoriae en virtud de la cual, como castigo, se prohibía pronunciar o recordar su nombre. Pues bien, la lógica del récord impone un erostratismo contagioso y recompensado, y ello en un mundo en el que, en todo caso, cada gesto, cada hazaña, cada nueva marca, queda inmediatamente sepultada en el olvido, lo que obliga a una “cultura del esfuerzo” ininterrumpido, desplazada ahora del ámbito del trabajo al de la visibilidad social, del ámbito de la colectividad al de la fosforescencia individual. No es verdad que vivamos en una sociedad hedonista: pocas veces habrá habido tanto ascetismo y tanta voluntad de sacrificio volcada en la tarea de convertir la propia soledad en una start-up; y la propia superfluidad vital en una mercancía. Esta es quizás la prueba más notable de esa transformación de la que he hablado otras veces: la del paso de un capitalismo productivo a un capitalismo del ocio. Que es uno de los caldos de cultivo en los que germina, por cierto, el nuevo fascismo.
La lógica del record no tiene objeto. No se trata de hacer algo bueno, útil, hermoso o sencillamente placentero: se trata de hacer algo que nadie haya hecho antes. No importa qué: abrir y cerrar una puerta el mayor número de veces o inflar con la nariz el mayor número de globos. O dejarse penetrar por 583 hombres. Cada uno tiene que buscar ese nicho de visibilidad en el que pueda lucir su irrelevancia individual y convertirla en una fuente de beneficios. O por lo menos en un meme. ¿Y por qué esta obsesión en hacer cada uno de nosotros algo que no haya hecho nadie antes? Porque si la mejor forma de soportar (e incluso gozar) la invisibilidad es la compañía, la única forma de soportar la soledad es la visibilidad.
Así que, frente a la lógica del record, habría que recuperar la repetición. Cuidado. Hacer lo que otros ya han hecho antes se llama tradición, y la tradición puede ser peligrosa. Y cuidado. Volver a hacer lo que uno mismo ya ha hecho antes se llama costumbre, y las costumbres también pueden ser peligrosas. Pero necesitamos tradiciones y costumbres. Frente al neoliberalismo tecnológico y frente al nuevo pensamiento reaccionario, habrá que defender las buenas tradiciones y las buenas costumbres. Como tradición, la del esfuerzo político en favor del mundo común. Como costumbres, la de leer, la de cocinar, la de regar las flores, la de amar dos veces o más a la misma mujer o al mismo hombre.
Y en todo caso no lo olvidemos: mejor siempre una orgía que un record.
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