Opinión
Las miradas que abrazan

Por Marta Nebot
Periodista
El hombre con quien vivo tiene ELA. Desde que salimos del armario de los Elados, desde que empezamos a descongelarnos, nos bañamos en lenguaje verbal y no verbal a diario. A veces me parece que todo nos está diciendo algo. A ratos me doy cuenta de que solo soy yo la que me hablo.
Al principio, todavía hielo, rígidos de pura soledad, casi todo era bienvenido, aunque pronto comprendí que la discordancia entre esos dos lenguajes da mucho frío.
Fuera a donde fuera todo el mundo me decía algo al respecto y ese protagonismo resultaba raro e incómodo, por momentos. De alguna manera era elegido y, sin embargo, no siempre resultaba bienvenido. No todo el mundo sabe escuchar y hablar los dos idiomas que todos hablamos aún sin saberlo. Los que saben suelen ser oportunos, acertar con las respuestas, acompañar cuando es eso lo que están queriendo.
Además, es que antes de contarlo, el anonimato me permitía no pensar en ello todo el tiempo, ser a veces alguien a quien no le pasa esto, tener un secreto compartido, un orgullo secreto, como una velita encendida que cuidábamos, que nos decía que somos fuertes y que todo lo que hacíamos, era a pesar de todo.
Estuvo bien dejar de ser súper hombres o súper mujeres. No lo somos. Desde entonces, tras muchos baños de intenciones, tras muchas conversaciones sobre enfermedad, pérdida y dolor me he dado cuenta de una obviedad para mayores: la vida tiene drama para todos y nada de lo que te pase es único.
Sin embargo, la experiencia de vivirlo, tus hechos, tus momentos íntimos compartidos o en solitario, son solo tuyos, son tu patrimonio más valioso y tu legado, que sedimentará en el terreno humano, como el polvo que somos y seremos – en eso lo clavó el cristianismo- aunque odie reconocerlo, aunque me suene tan cursi como manido.
Cursi o no, lo cierto es que he concluido que compartiendo tus propiedades trascendentales -éstas de las que de repente hablo- te haces más grande, más real, menos disociado. Tu lenguaje verbal cuadra con el otro. Eres y estás más, sea cual sea la cantidad de tiempo que te toque.
Y cuando llegas ahí, cuando lo ves, te haces muy consciente de que el cariño sincero calienta y el de compromiso puede dar asco. Los abrazos falsarios son torpes y hacen daño. Conviene evitarlos. En esta montaña rusa de emociones, uno aprende a valorar en su justa enorme medida los silencios, las miradas que arropan, los apretones de manos que dicen tanto, las lágrimas que solo se asoman.
La necesidad obliga, dice un refrán, los años enseñan a pasar de casi todo, añado. He aprendido a escabullirme de un abrazo indeseado. Estoy aprendiendo a darme permiso de estar triste en público sin criticármelo, sin que ese poder me arrastre al pozo.
Si alguna ventaja tiene esta enfermedad es que te da tiempo, unos años. Y en él, como siempre -lo sepas o no-, eres muchas cosas: llanto y risa, dolor y gozo, subes y bajas, corres y paras, gritas y disfrutas del silencio.
Cuando no te enganchas a nada de todo eso, cuando fluyes como el agua, como decía Bruce Lee en aquella publicidad, te sientes más vivo, mejor y te quitas importancia.
Así que hoy, que estamos de cumpleaños, aprovecho esta tribuna -a la que estoy tan agradecida- para compartir mi pequeño gran patrimonio y para dar las gracias a tantos que nos han abrazado y nos abrazan de tantos modos. Tenemos todo lo que nos habéis dado en nuestra caja fuerte, nos ha hecho y nos hace más ídem y más lo contrario. Estamos más vulnerables y también más vivos, lo más. Gracias y gracias a tod@s.
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