Opinión
Momento Vox

Por Juan Miguel Becerra Vila
Doctor en pensamiento y análisis político
Antiguo Director del departamento DIANA del PSOE de 2020 a 2025
-Actualizado a
Algo se ha movido en la derecha española, y no es solo una racha buena en los sondeos. Los últimos datos dibujan un escenario claro: el PSOE mantiene tendencia de subida y el PP se desliza en una bajada continúa hacia el 28%, mientras, Vox se dispara hasta el 22% y se sitúa ya en la franja de los ochenta escaños, cerca de triplicar su representación actual. En la práctica, la derecha se parte en dos porque el espacio político de la contestación se desplaza hacia la extrema derecha. Detrás de esa fotografía electoral hay un dato que explica gran parte del momento Vox. Los trasvases de voto señalan que en torno a 1,6 millones de antiguos votantes del PP en las últimas generales se están moviendo ahora hacia el partido de Abascal, acompañados por unos 250.000 votantes que en su día apoyaron al PSOE. El partido de Abascal retiene además una proporción muy alta de su propio electorado y se convierte en la principal salida del voto de castigo: recoge a los desencantados del PP, a una parte de los decepcionados con el Gobierno y a un segmento de abstencionistas que vuelve a la arena política por la vía de la protesta ultras. La otra novedad la iremos viendo poco a poco en los medios: Abascal ya ha superado a Feijóo en preferencia de presidente y este es un indicador adelantado del cambio de voto, el votante suele cambiar primero su preferencia de liderazgo y luego el partido por el que votará, por eso la fuga de votantes del Partido Popular hacia Vox va a seguir creciendo.
Para entender por qué se está cristalizado este giro hay que mirar a los que se sienten "perdedores" de la última década. La base del crecimiento de Vox no es la de los votantes fundacionales como partido, es ya la de los que se sienten perdedores en sentido amplio: quienes no han podido acceder a una vivienda digna, quienes encadenan contratos precarios o salarios bajos, jóvenes que no se emancipan, autónomos con sensación de ahogo por costes y burocracia, clases medias que sienten que viven peor que sus padres, habitantes de periferias urbanas y territorios que se sienten olvidados: todos se perciben como abandonados y creen que forman el pelotón de los perdedores. Sobre ese terreno, la extrema derecha construye un relato muy sencillo: si tu vida se ha ido estrechando, la culpa no es del modelo económico, sino de unas élites que miran a otro lado y de unos "otros" que te quitan recursos, derechos y atención. Ahí encaja la estrategia obrerista de Vox. El partido ha decidido disputarle a la izquierda el lenguaje del trabajo, presentándose como defensor de "los que madrugan", "los trabajadores de aquí" y "la España que sostiene el país". La clave está en que no propone una agenda de conflicto de clase, sino una agenda de comunidad nacional: el eje ya no es trabajadores frente a patronal, sino españoles de a pie frente a élites globalistas, frente al estado extractivo de la izquierda, frente a los independentistas y, muy especialmente, frente a los de fuera, frente a la inmigración irregular. La creación de un sindicato propio, la apelación a los jóvenes y trabajadores de barrios obreros y polígonos industriales, la denuncia de los sindicatos tradicionales como parte de la "casta" forman parte de este giro: se ofrece protección, pero en clave identitaria y de orden, no con un cuestionamiento real del modelo económico.
En este punto, hay algo de eco con parte de la tradición de la Falange. José Antonio Primo de Rivera ya intentó construir, en los años treinta, una síntesis entre nacionalismo extremo y discurso obrero, desplazando la lucha de clases por la "unidad de destino" de la nación. Como entonces, se intenta nacionalizar el descontento social: el obrero deja de ser clase para convertirse en "español" integrado en una cruzada colectiva, y el antagonismo ya no se dirige al capital, sino a los enemigos de la patria (todos encarnados en Pedro Sánchez), internos y externos. La diferencia fundamental es que hoy esa operación se despliega dentro de un marco democrático y parlamentario, sin un proyecto explícito de Estado totalitario, pero el mecanismo de fondo —convertir a los que se perciben como perdedores socioeconómicos en base de una derecha autoritaria— se parece mucho más de lo que la complacencia democrática estaría dispuesta a admitir.
Vox no es una anomalía española, sino el capítulo ibérico de una ola que recorre Europa. En Francia, la extrema derecha lleva años convirtiéndose en la primera opción entre obreros industriales y votantes de renta baja. En Alemania, la AfD ha pasado a liderar el voto entre desempleados y una parte importante del electorado del este. En Portugal, Chega ha roto el equilibrio político tradicional y se ha asentado como gran receptáculo del malestar, especialmente entre jóvenes y sectores castigados por la precariedad. En Italia, el partido de Meloni gobierna con un discurso que mezcla identidad nacional, mano dura y ortodoxia económica. El patrón se repite: partidos con programas liberal-conservadores se convierten en la voz política de los perdedores de la globalización y de las transformaciones sociales rápidas, gracias a una mezcla de nacionalismo, securitización de la inmigración y promesa de orden frente al caos. Lo específico del momento Vox es que la extrema derecha se ha convertido en el principal canal de salida del descontento en el sistema político español. Ya no es solo el socio incómodo del PP, sino la referencia afectiva de amplias capas de la derecha y de una parte de los sectores populares que antes miraban a la izquierda o se quedaban en casa. Se ha normalizado su presencia en gobiernos autonómicos y locales, se normaliza su marco en los debates mediáticos, y se hace pensable el intercambio entre derechos y protección: más seguridad, aunque sea a costa de libertades y de igualdad para mujeres y minorías.
La izquierda tiene dos formas de leer esta situación. Puede limitarse a denunciar el peligro autoritario al grito de "paremos al fascismo", insistir en el recuerdo de la historia más reciente y en los riesgos para la democracia, y confiar en que el miedo contenga el ascenso ultra o puede asumir que, si los perdedores eligen a Santiago Abascal, es porque, en su opinión, nadie les ofrece algo mejor en términos de comprensión de sus necesidades de seguridad material y de respeto. El reto pasa por reconstruir un proyecto de protección social creíble para quienes viven peor, con una ofensiva clara y extremadamente valiente en vivienda, empleo digno y servicios públicos; por repolitizar la democracia mostrando que la calidad institucional importa precisamente a quienes menos tienen; y por disputar el terreno identitario sin hablar el lenguaje de la extrema derecha, defendiendo una comunidad que incluya a toda la diversidad real del país. El momento Vox no es una anécdota ni una simple subida coyuntural en las encuestas. Es la expresión política de aquellos ciudadanos que se ven a sí mismo como perdedores y a los que la izquierda ha dejado de hablar en un lenguaje que conecte con sus experiencias. La cuestión no es solo cuánto más crecerá Vox, sino quién se atreverá a disputar de verdad, en el terreno material y simbólico, el derecho de esos que se sienten perdedores a dejar de sentirse como tales.
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