Opinión
Muerte por calor

Escritora y doctora en estudios culturales
-Actualizado a
Paseo por la casa como si fuera un búnker desde finales de mayo, cuando llegamos, por primera vez este año, a los cuarenta grados. Voy bajando persianas, corriendo cortinas, echando el toldo… Oreo las habitaciones de madrugada y, en cuanto el sol comienza a arreciar, cada día más temprano, clausuro el hogar intentando controlar de manera natural una temperatura que no parece de este mundo. A oscuras, sólo puedo leer a través de las mínimas vetas de luz que permito a las ventanas dar paso, y he colocado una alfombra al final de la escalera a modo de aviso: hace dos años me caí porque no vi el último peldaño. No freír, no poner el horno; regar frecuentemente e ir desplazando las plantas de lugar según se aproxime el sol; cuando vuelvo del gimnasio, con la botella de agua aún llena, la vacío sobre el alcorque de un olmo cercano que se está secando. A veces, estoy tentada de colocar bebederos para pájaros en la azotea, pero descarto la idea cuando recuerdo que las autoridades recomiendan evitar los recipientes de agua estancada con el fin de detener la expansión de la fiebre del Nilo. Tanto las aves como los mosquitos, intuyo, se beneficiarían de ese gesto.
La primera ola de calor en España se vuelve mala noticia cuando empiezan a morir algunos trabajadores que hacen horas en la calle, pero, sobre todo, cuando afecta al turismo. Un termómetro al alza en primavera, sin rozar las cimas infernales de estos días, recibe el tratamiento preferente de la circunstancia que aviva el gentío en las terrazas, colmata las reservas de hotel y reduce el paro. Entonces, las cámaras se regocijan en esas imágenes cándidas de jubilados chapoteando en un mar cuya calidez está aniquilando cada vez más especies; vemos niños felices comiendo helado; y jóvenes equilibristas practicando sus primeros balconings. La economía fluye, enaltecida por los gurús políticos que agradecen a los dioses vivir en el eterno país de vacaciones. Sin embargo, conforme las anomalías van incrementando su profundidad en el tiempo, y muchas de nuestras ciudades se transforman en intransitables desiertos de piedra, alguien se acuerda de mencionar el cambio climático como una suerte de castigo celestial; en cualquier caso, imparable, sometido a las inercias de los sectores productivos. No se detendrán ni la hostelería, ni la agricultura, ni la construcción al aire libre; simplemente algunas personas acabarán en una sala de urgencias depauperada, al abrigo de sus rezos y un personal sanitario cada vez más explotado.
En El Granado, un pueblo de Huelva, se alcanzó hace poco el récord de temperatura en nuestro país para un mes de junio: 46 grados. En Córdoba, mi ciudad, hemos resistido el primer junio con más días por encima de cuarenta grados en toda la historia. Se trata de un clima que no conocieron mis abuelos, y del que los mayores vivos no guardan memoria; sin referentes existenciales, habitando esta excepcionalidad de planeta inédito, al menos, se puede aprender de ellos: a colocar el toldo, a ventilar exclusivamente durante altas horas de la noche, a que la penumbra domine unos ojos por los que también resbala el sudor, el cuerpo entero chorreando, hasta los pies hinchados… Si se produjese ahora mismo otro apagón, la mortalidad ascendería a cifras temibles. Paradójicamente, una tradición de flama y sequía torna el Sur un espacio más preparado para la catástrofe, al menos en lo que se preserva de antaño: callejuelas, muros encalados, tejas árabes. Nuestros antepasados negociaban con los elementos y los disponían arquitectónicamente a favor de la supervivencia con muy poca energía.
Ahora, sin embargo, en un clima que les habría provocado desmayos, sus descendientes lejanos construimos edificios repletos de recubrimientos plásticos y cristaleras imposibles. También hemos sustituido el albero de los parques por plazas duras, arrancado las hierbas silvestres, talado árboles, despojado a los ríos de sus bosques correspondientes, asfaltado las llanuras aluviales y aniquilado casi toda la fauna urbana que nos ayudaría a controlar plagas (como las salamanquesas o los murciélagos). Ahora, hemos dejado a la ciudadanía al albur de una adversidad cada vez más asustadora, especialmente en estos días de un ardor contra el que no se quiere luchar; ardor que se persigue incrementar con el impulso impúdico de un sistema económico inviable. Criminalizar a la voz que alerta del incendio y no al pirómano a menudo conforma parte de la misma estrategia. Así que voy paseando por la casa como si fuera un búnker, y a ratos escucho el zumbido de los aires acondicionados vecinos –ese rumor que atestigua el efecto isla de calor–, mientras me siento terriblemente culpable. Porque el verano me encanta, aunque no viaje, aunque no salga; si bien lo recibo como la herencia repentina de un ser querido recién muerto: el regalo no compensa el duelo por la pérdida.
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