Opinión
La mujeridad

Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
-Actualizado a
Es una verdad universalmente reconocida que todo soltero dueño de una gran fortuna siente un día la necesidad de encontrar esposa, que solo el 8% de los asesinos en serie son mujeres y que estas, además, son responsables únicamente del 28% de todos los homicidios que se cometen. Sin embargo, las cosas no suelen ser como pensamos, y de la misma forma que el soltero ricachón puede que simplemente aspire a pasar un buen rato o que lo que esté buscando sea al hombre de su vida, muchas de las cosas que nos han contado acerca de las mujeres como autoras de actos violentos no son tan evidentes como pensamos.
Y es que en criminología también hay sesgos de género. Los famosos perfiles criminalísticos de John Douglas y Robert Ressler —inventores, a su vez, del término “asesino en serie” e inspiradores de esa obra maestra que es Mindhunter— se elaboran a partir de entrevistas a criminales, pero también estudiando sus hábitos, el tipo de crímenes que cometen y su historia familiar. Esto permite a los criminólogos establecer una serie de pautas con las que poder clasificar a los asesinos, su modus operandi y así poder predecir futuros crímenes e incluso identificar al responsable. O al menos eso es lo que la televisión y el cine nos han hecho creer por décadas, pues, como el soltero de gran fortuna, no todo es tan evidente a simple vista. Muchos expertos actuales ponen en duda, no solo la eficacia de los perfiles criminales, sino también el método con el que se han elaborado tradicionalmente y que se ha centrado, casi exclusivamente, en tratar de descifrar la mente y la lógica de los asesinos de género masculino, provocando así un punto ciego por el que las asesinas —especialmente las asesinas en serie— pasarían desapercibidas. Los datos recogidos de las miles de entrevistas y estudios sobre los asesinos en serie masculinos nos enseñan que la motivación principal de estos es la sexual y que sus víctimas suelen ser personas ajenas a su entorno cercano; en contraste, las asesinas en serie suelen tener una motivación económica y depredan sobre sus familias y allegados, cuyas muertes, además, es fácil que acaben siendo achacadas a causas naturales o a enfermedades.
Pero no solo el método de detección y análisis falla por el sesgo de género con el que se ha llevado a cabo, sino por el prejuicio tradicional de otorgar a ambos géneros una naturaleza que determina de forma natural el carácter innato de la violencia en los hombres y de la ternura en las mujeres. Esta concepción de cuidadora se empezó a forjar con fuerza durante la Ilustración y tuvo su momento de esplendor con la figura victoriana del “ángel del hogar”. Una figura que con altibajos aún impregna el imaginario colectivo, ya que sigue proporcionando muchas horas de ensoñaciones reaccionarias en TikTok e Instagram a los admiradores de las tradwifes y sus ficciones de cocinas inmaculadas y delantales blancos. De esta forma, la violencia en las mujeres es entendida como una aberración. Asesinas como Amelia Dyer, Belle Gunness o Lizzy Borden son inmediatamente retratadas como “antimujeres”, y sus actos y su mera existencia como un desvío excepcional que las sitúa fuera de la esfera femenina—apoyándose para ello en un discurso presuntamente científico, no en el de los datos empíricos, sino en la ciencia entendida como relato y argumento de autoridad que se adapta a los patrones ideológicos hegemónicos de la época—. Gente como Lombroso y los defensores de la frenología llegaron raudos a echar una mano con este asunto. Y así, usando datos descontextualizados y tirando de prejuicios, dieron legitimidad académica a la teoría de las diferencias innatas entre hombres y mujeres.
Sin embargo no solo las mujeres violentas quedaban fuera de la categoría del “ángel del hogar” —que era un concepto en el que solo tenían cabida las mujeres de la burguesía y de la clase media— pues otras miles de clase obrera eran cada día obligadas a trabajar en minas, fábricas y en el campo, en las mismas lamentables condiciones que los hombres, por lo que la debilidad y la ternura natural de las mujeres no era más que una construcción social, una trampa envuelta en pseudociencia, un invento histórico usado a conveniencia. Del mismo modo que también podríamos remontarnos a otras épocas históricas en las que las mujeres fueron retratadas en contraste como seres tendentes a la maldad, como figuras tentadoras a las que había que domar con mano firme para que no se dejaran arrastrar por su naturaleza irracional y malvada.
Es por esto por lo que es necesario afirmar y recordar, en tiempos atrasistas y reaccionarios, que no existe una “naturaleza” femenina —como tampoco existe una “naturaleza” masculina—, porque esta no es otra cosa que una construcción social, el fruto del pensamiento y los sesgos de cada época histórica adaptados a las peculiaridades culturales y religiosas de cada sociedad y a la socialización a la que se somete a las mujeres. La definición “mujer” —definición que transciende la dimensión biológica— viene, por tanto, dada desde fuera, tanto por y desde el patriarcado como por las exigencias y modas de cada época. Las mujeres no somos por naturaleza menos violentas que los hombres, pero hemos sido socializadas tradicionalmente en la sumisión y la pasividad para encajar en un molde preestablecido, de la misma manera que hemos de encajar en ciertos patrones estéticos que también se nos han impuestos desde fuera. Las mujeres asesinas, por tanto, no son ni más ni menos mujeres que el resto, ni violentan ninguna naturaleza innata, ni regla biológica, simplemente se escapan a esta lógica reduccionista.
Durante décadas el feminismo se construyó, en muchas ocasiones, apelando a las diferencias naturales e innatas entre el género masculino y femenino, desde el protofeminismo de Mary Wollstonecraft al feminismo de la diferencia —con todos sus matices y su profundidad filosófica y teórica— de pensadoras como Carla Lonzi o Hélène Cixous, y que ha sido criticado por reforzar de forma involuntaria los binarismos de género y el esencialismo. Sin embargo, hay que tener en cuenta que para las feministas de la diferencia el cuerpo es en sí mismo una encarnación en la que se materializan los imaginarios simbólicos y culturales, y en la que la dimensión biológica tiene un papel muy secundario. El cuerpo se convierte así en sujeto político de resistencia y de oposición al patriarcado, de la misma manera que el concepto de mujer se define también al margen de la lógica y el discurso patriarcal.
Por tanto, todo discurso que pretenda encerrarnos de nuevo en nuestros cuerpos —reducidos a la genitalidad— apelando a esencialismos arcaicos y a estereotipos sobre cómo tenemos que comportarnos y lucir las mujeres, es un paso atrás tan tramposo, aprisionador y limitante como el esencialismo pseudocientífico victoriano. Este discurso, además, tiene una fuerte carga política reaccionaria, pues es el caballo de Troya por el que se cuela el fascismo. Las personas trans han existido a los largo de todos los periodos históricos y en todas las culturas; lo han hecho y lo hacen en condiciones precarias, pues son objeto de discriminaciones y de discursos de odio que las hacen especialmente vulnerables. Como sociedad tenemos la obligación no solo de garantizar que se respeten sus derechos —entre ellos el derecho a que las dejen existir en paz— sino también, el género con el que se identifican así como su bienestar físico, emocional y económico.
El supremacismo biologicista pseudofeminista está basado en sesgos de confirmación a los que se les han añadido dos lecciones de biología de Vacaciones Santillana y una pizca de esencialismo no muy distinto al enarbolado por los victorianos o los teólogos medievales. Defiende a su vez un concepto y una realidad en el que el término “mujer” se acaba convirtiendo en la otra cara del espejo del tipo de masculinidades que defiende la machosfera, pues está igual de obsesionado que esta por la genitalidad y por encajar en los estereotipos estéticos. Y en él, las mujeres dejamos de ser una realidad compleja para volver a ser reducidas al tópico sexista tradicionalista y a la “mujeridad” más reaccionaria.
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