Opinión
En Navidad no estoy en mi 'prime'

Periodista
Puede que yo no sea la única persona que durante la Navidad siente que su energía y sus ánimos van menguando hasta convertirse en una especie de parálisis transitoria que ensombrece mis buenos deseos y me sumerge en un letargo por el que permanecería metida en cama hasta el 8 de enero. Para empezar, un secreto inconfesable: me cuesta horrores mentirle a mi hija para mantener la magia de la Navidad y a veces creo que se me nota demasiado que, hasta dónde alcanza mi recuerdo, no he creído nunca en Papá Noel ni en los Reyes Magos, y por eso temo que mi escepticismo a la hora de colocar los trozos de turrón en el balcón le llegue a ella convertido en trauma infantil. Mientras yo me debato entre la impostura el entusiasmo, mis objetivos navideños se desvanecen y, por más que lo piense, no soy capaz de reunir fuerzas suficientes para sentarme a escribir sin levantarme del escritorio media docena de veces cada hora. La evasión a través del sueño y de las coreografías de pilates gratuito de YouTube repetidas en bucle, han sido la píldora que ha fomentado mi procrastinación navideña mientras mi mente divagaba por las más oscuras emociones a las que he dado rienda suelta desde el primer día de las vacaciones. Y es que existe incluso un nombre para el estado de ánimo sombrío durante este período: la depresión blanca o blues navideño, y está considerado como un síndrome con una serie de síntomas asociados como la tristeza, el insomnio, la ansiedad o mal humor. Escribe Marianna Alessandri en su libro Visión Nocturna que "a quienes tenemos un carácter más sombrío nos cuesta que la positividad no nos lapide piedrecita alegre a piedrecita alegre. La televisión, Twitter, Instagram, Pinterest, los pódcast, los libros de autoayuda, las camisetas, los cojines, las pegatinas para el parachoques, las tazas de café y las vallas publicitarias quieren que vivamos la vida a tope". Y es evidente que esa exigencia de alegría se multiplica mediante el bombardeo de tradiciones antiguas y nuevas, compras compulsivas y luces de colores que pretenden iluminar la oscuridad que todo ser humano lleva encima.
Alessandri explora las emociones oscuras como una oportunidad para resituar el optimismo desde un enfoque crítico hacia los falsos gurús de la felicidad impostada que llevan siglos dividiendo el pensamiento humano entre luz y oscuridad, como sinónimos de salud y de enfermedad. Desde las sombras de Platón hasta la psicología positiva, nos equivocamos al creer que solo la luz nos salvará luchando contra estados de ánimo genuinos y dignos como la tristeza, el miedo o el duelo, para convertirlos en patologías mentales susceptibles de ser aplacadas con fármacos y recetas fáciles que, en la mayoría de las ocasiones, ocultan enormes desigualdades sociales. Quizá mucha gente no pueda disfrutar de la Navidad porque les haga pensar que esa felicidad es una cosa muy condicional que depende de una serie de bienes materiales o de una estructura familiar que no todo el mundo tiene, pero ¿y si los que están realmente enfermos son aquellos que consiguen evadirse de todo como si tal cosa? ¿Y si el comportamiento patológico fuesen la alegría desmedida y la despreocupación infantil ante tantas desigualdades? Aparentemente, sobran las causas objetivas para estar de bajón durante estas fechas. Primero, el frío y la falta de luz de solar en este hemisferio impactan directamente en nuestra biología provocando un letargo invernal del que no empezamos a salir hasta mediados de enero. Segundo, las causas económicas evidencian que no todo el mundo tiene capacidad para disfrutar estar fechas sin amargarse por los gastos extra y demasiadas familias ni siquiera cuentan con lo mínimo para hacer regalos a sus hijos, alimentarlos bien, o protegerse del frío en su propia casa. Tercero, el sexismo social y familiar sigue depositando la mayor parte de la carga física y mental de estas fiestas sobre mujeres extenuadas que compran, regalan, cocinan y callan. Cuarto, las relaciones personales nefastas o ausentes entre personas obligadas a compartir mesa después de meses de ausencias o de negligencias emocionales, suponen un gran estrés para quién ha sido herido. A lo que hay que sumar: objetivos incumplidos y expectativas elevadísimas que, un año más, se han quedado en el buzón de las buenas intenciones.
No cabe duda de que somos las mujeres las que más padecemos los sinsabores de la Navidad, comiéndonos en muchas ocasiones un cabreo que estamos obligadas a disimular, a pesar de que las injusticias que sufrimos se acaben convirtiendo en dolores emocionales y físicos que socaban nuestra salud. Todas sabemos que corremos el riesgo de ser tildadas de aguafiestas, caprichosas, dramáticas o locas si protestamos, pero, a fin de cuentas, tal como señala Alessandri, no es menos cierto que la ira salvaguarda nuestra cordura en cuanto nos permite permanecer en nuestro propio bando, a salvo de quien nos quiere hacer creer que no tenemos la razón. Alessandri recuerda que "cuando dejas de malgastar energía en controlar cómo se te percibe, puedes dedicarla a encontrar las palabras adecuadas". Y aunque eso es algo muy difícil de hacer en Navidad, puede que reflexionar sobre ello nos haga despreocuparnos por la impresión que causamos en los demás permitiéndonos disfrutar de las fiestas un poco más ligeras de equipaje. Y es que haber pasado algunos días más tristes o enfadadas mientras el mundo brillaba no significa que nos vayamos a quedar ahí, sino que somos muy conscientes de que toda esta luz que brilla en la oscuridad no es gratuita y que la factura, como cada año, la seguimos pagando nosotras.
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