Opinión
De la nota de corte al corte de clase: la otra cara de la Selectividad

Llegó el temido momento. En los próximos días, cientos de miles de alumnos de toda España se enfrentarán, finalmente, a la prueba cuyo nombre lleva persiguiéndoles, como mínimo, desde el primer día que comenzaron el curso de 2º de Bachillerato: las Pruebas de Acceso a la Universidad (PAU), más popularmente conocidas bajo el tradicional nombre de Selectividad.
A la espera de que se dé a conocer el número total de matriculados para la Selectividad de este año 2025, podemos decir que, siguiendo los datos de los últimos años, más de un tercio de millón de estudiantes se enfrentarán en este inicio del mes de junio al estrés, el agobio y la ansiedad por ver si el examen al que finalmente se enfrenten durante tres días les haga justicia al esfuerzo de todo un curso.
Aunque es común oír comentarios de que “la Selectividad la aprueba todo el mundo” ―aludiendo a que más de nueve de cada diez presentados superan la fase general―, a menudo ese dato opaca la dura realidad de un cierre de puertas en el acceso a determinadas carreras cuyo número de plazas se restringen, bien por los recortes presupuestarios en la enseñanza pública, bien porque algunas universidades contienen a la baja el número de plazas de determinados grados, a pesar de su demanda para elevar artificialmente una nota de corte que utilizan como marca de prestigio.
Orígenes de la Selectividad
Aunque podemos rastrear su origen en las reformas educativas promovidas por ciertos regeneracionistas tras el “Desastre del 98” en España, debemos establecer el precedente de la Selectividad “moderna” en la franquista Ley General de Enseñanza (LGE) de 1970 que, bajo una aparente extensión del derecho a la educación superior para aquellos que hubieran superado el curso de orientación universitaria (COU), a renglón seguido abría la puerta a que las universidades pudieran «establecer criterios de valoración para el ingreso en las distintas facultades y Escuelas Técnicas Superiores y Escuelas Universitarias, previa autorización del MEC».
Esto llevó a que las universidades generalizasen, a modo de barreras de entrada, la imposición de requisitos de muy diversa índole con los que ir cribando posibles candidatos para ajustar su número a las plazas disponibles. Lógicamente, esto dio lugar al surgimiento de numerosísimas protestas que señalaban que, de este modo, lo único que se hacía era recurrir a la expulsión de estudiantes como “solución” ante la insuficiencia de los medios que se requerían para garantizar el acceso a la enseñanza universitaria.
La respuesta del Ministerio de Educación a las protestas, sin embargo, fue dar una “patada hacia delante” y, en lugar de destinar los medios económicos y materiales necesarios para el fomento y la extensión de la cultura que tanto preconizaba en la LGE, terminó ratificando la vía de la exclusión, implantando para el curso 1974-75 los exámenes de acceso.
El fin del franquismo y la llegada del PSOE de Felipe González al Gobierno, a pesar de su retórica de extensión de los derechos sociales, no se traducirá en una garantía efectiva del acceso general a la universidad. Más bien al contrario, la Ley de Reforma Universitaria de 1983, pese a afirmar en su artículo 25 que “El estudio en la Universidad de su elección es un derecho de todos los españoles”, consolida inmediatamente después la selectividad en el acceso a dichos estudios. Ello, unido a la aplicación del numerus clausus por el que las universidades limitaban el acceso de estudiantes de nuevo ingreso, provocará que durante los años 80 sean continuas las huelgas de estudiantes, destacando de forma especialmente llamativa la del curso 1986-87.
A pesar de las protestas, el Gobierno del PSOE mantuvo su política universitaria y la Selectividad hasta convertirla en un hecho consumado y sostenido pese a las distintas reformas educativas hasta nuestros días. Este posicionamiento, además, se apoya en un segundo hecho que no hace sino reforzar la “necesidad” de mantener la Selectividad en nuestros días: la extensión y promoción de la enseñanza privada.
Universidad y enseñanza privada: una vía de escape privilegiada
Efectivamente, en la actualidad sólo dos tercios del alumnado del régimen general estudia en centros públicos, mientras que el tercio restante estudia en distintas modalidades de centros privados.
Aunque regresaremos más adelante sobre esta cuestión, dejemos a un lado, por ahora, las implicaciones que tiene el hecho de que los recursos pedagógicos se empleen según un criterio de capacidad de pago y no según las necesidades educativas del alumnado; diversos estudios muestran cómo sistemáticamente existe una inflación de las notas de Bachillerato en los centros privados (sean o no concertados) frente al alumnado de la pública, aunque luego se reduzca esa desigualdad en la PAU. Sabiendo que la nota media de Bachillerato pondera seis puntos de 14 para la nota de acceso al grado universitario, ello hace que el alumnado que acude a este tipo de centros parta con ventaja a la hora de entrar en una carrera.
Por tanto, en este contexto, la Selectividad se presenta como un elemento que permite amortiguar esa brecha competitiva entre alumnos de centros públicos y privados. O, dicho de otra manera, la Selectividad vendría a ser un “parche” para que la desigualdad que provoca la enseñanza privada dentro del sistema educativo no se vaya de las manos.
Y es precisamente este el problema al que nadie parece querer darle solución: la existencia de centros educativos privados que implican una segregación elitista del alumnado de familias de mayor renta, para quienes el derecho a la educación y el acceso a la cultura siempre están garantizados.
El ejemplo más flagrante es el de las universidades privadas, convertidas en una auténtica vía de escape para aquellos alumnos que jamás sentirán la presión de la Selectividad, ni dicha prueba representará para ellos ningún cierre de puertas, pues accederán a los estudios que deseen a golpe de talonario de sus padres, y en condiciones mucho más cómodas y ventajosas que cualquier estudiante de clase trabajadora. La proliferación de universidades privadas por toda España no ha hecho sino dispararse en los últimos años, especialmente en el caso de los estudios de máster y en las comunidades autónomas administradas por gobiernos conservadores, a pesar de las dudas sobre la calidad de su enseñanza y la clara discriminación con respecto a las universidades públicas.
Sin embargo, erraríamos en el análisis si limitáramos el efecto segregador de la enseñanza privada al ámbito universitario o a los gobiernos de la derecha liberal y conservadora, pues el caso de la universidad no deja de ser el último eslabón de un proceso de segregación y elitización mediante la existencia de la enseñanza privada, a la cual la socialdemocracia no sólo no se ha opuesto sino que, de hecho, la ha favorecido y fomentado.
Efectivamente, no se puede hablar del papel de la Selectividad, la universidad y los centros privados sin hacer referencia al principal puntal de legitimación social de todo ello: el concierto educativo.
La existencia de centros privados sostenidos con fondos públicos (la conocida como “escuela concertada”) no es sino una creación del PSOE en los años 80 a partir de la Ley Orgánica reguladora del Derecho a la Educación (LODE), que daba pie a en su artículo 51 a un régimen de conciertos con centros educativos privados bajo el argumento de hacer frente al aumento de la demanda que se derivaba de hacer extensivo el derecho a la educación, y para el cual el Gobierno de Felipe González alegaba que se trataría de una solución provisional mientras se creaban plazas suficientes en los centros públicos.
No obstante, la realidad es que esa “solución temporal” se ha convertido en un hecho consumado, en virtud del cual cada año se regalan millones de euros de dinero público a centros privados, en gran medida controlados por la Iglesia católica. Y todo ello se mantiene precisamente porque cumple una funcionalidad: la creación de una “clase media aspiracional” o aristocracia obrera que ve cómo sus hijos pueden acudir a centros elitistas en lugar de a la escuela pública gracias a que el erario público le subvenciona la matrícula del colegio privado (con menos alumnos, de paso sea dicho, inmigrantes o con necesidades específicas de apoyo educativo), y por el que está dispuesta incluso a pagar cada mes ―bajo el eufemismo de “aportaciones voluntarias”― unas cuotas tan ilegales como toleradas.
Sólo de esta manera se puede llegar a comprender por qué, mientras la natalidad cae año tras año y la escuela pública no deja de sufrir recortes y cierres de líneas, se mantienen intactos los centros concertados (no hablemos ya de los privados), bajo la alusión a un supuesto derecho a la “libertad de enseñanza” que sólo enmascara el deseo clasista de la segregación educativa.
Competencia o libre acceso: lo posible y lo necesario
Señalaba Marcelino Camacho, el histórico líder obrero y fundador de las Comisiones Obreras, que la lucha del movimiento obrero se debatía entre lo posible y lo necesario: lo posible es lo que nos permiten hacer; lo necesario, lo que deberíamos hacer.
Como hemos venido viendo a lo largo de este artículo, la selectividad a la que en estos días se enfrentarán y que les quitará el sueño a cientos de miles de estudiantes de clase trabajadora, no es más que la manifestación superficial o más evidente de todo un fenómeno de mayor amplitud: la mercantilización del derecho a la educación, que, como toda mercancía, se distribuye en función del criterio de capacidad de pago; quien pueda alcanzar la nota requerida (a pesar de la desigual competición) entrará, y quien no la alcance siempre podrá sortear esa barrera pagando ―si es que su familia puede permitírselo― una carísima matrícula en la universidad privada.
Una tercera alternativa ―que daría para sacar otro artículo― es la de terminar viéndose derivado (o segregado) a la Formación Profesional, reproduciéndose así la división social del trabajo a través de una vía que también está asistiendo a un imparable proceso de privatización.
Sin embargo, estas tres vías se encuadran dentro de “lo posible”, es decir, de las opciones a las que podemos aspirar dentro del marco vigente y del sistema educativo en el que vivimos. Se trata de caminos que escoger individualmente, dentro de las alternativas que se nos presentan, pero que no cuestionan ni la selectividad ni mucho menos la mercantilización de la cultura y el conocimiento y que, por tanto, no darán verdadera satisfacción a las aspiraciones y necesidades del estudiantado de clase trabajadora.
Lo necesario, por tanto, ―si de verdad se le da la debida importancia al estrés y la impotencia a las que en estos días se está viendo sometido el alumnado que se presentará a la Selectividad― es construir el sistema educativo a la altura de las necesidades de la clase trabajadora. Un sistema educativo en el que no exista la selectividad en el acceso al conocimiento, sí, pero que para ello se haya dotado previamente de las bases materiales que garanticen efectivamente el derecho a la educación y el pleno desarrollo cultural del ser humano, esto es: la construcción de un sistema educativo completamente público y de calidad, que se oriente a la difusión del conocimiento y no a la colocación de mano de obra y, sobre todo, que elimine definitivamente la mercantilización de la enseñanza.
A la par que decimos esto, no podemos afirmar que el sistema educativo que aquí se plantea sea plenamente realizable bajo la simple integración de los centros educativos privados en la red de escuelas públicas gestionadas por el Estado, entre otros motivos porque la Constitución reconoce la libertad para la creación de escuelas privadas; pero esta constatación de la realidad en la que actualmente vivimos no impide señalar cuál es el modelo de sistema educativo que verdaderamente necesita la clase trabajadora, ni tampoco nos obliga a renunciar a todos los avances útiles y necesarios que se puedan lograr en este camino.
En definitiva, también en la educación; entre lo posible y lo necesario, elijamos lo necesario.

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