Opinión
El ombligo de Yolanda

Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
Soy una lectora voraz de revistas de moda desde la adolescencia. Me encanta la ropa y además me gusta dejarme convencer por las promesas de la cosmética, los colorinchis y el brilli brilli. Sin embargo, me acerco a ellas con la misma actitud con la que leo los cómics de Lucifer, consciente de que estoy sumergida en una bella ficción. Hasta que me sacan de ella bruscamente artículos del tipo: “Vestidos con los que disimular tu tripita” o “ Los jeans que te harán parecer más alta”. Que los dioses de Mortis nos libren a las mujeres de vivir cómodas y contentas con nuestros cuerpos. Pelo, altura, canas, arrugas, nariz, cejas, pestañas, brazos, muslos, uñas, rodillas, codos, vello corporal, talones, abdomen, manos, pies, altura o edad. Nada se libra de la mirada inquisitiva, de la necesidad de ocultar, de mejorar, de tapar, de corregir o de disimular.
Revistas, influencers, canales de Youtube, TikToks... Existe todo un mundo —y por ende, todo un mercado y toda una ingente fuente de ingresos— ahí fuera repleto de expertos y expertas en hacerte sentir mal y avergonzada por existir, por tener un cuerpo o por no haberte muerto a los veinte años.
Esto, sin embargo, no es un fenómeno nuevo, desde el principio de los tiempos el aspecto físico y la forma en la que nos vestimos se han utilizado para controlar y disciplinar, especialmente a las mujeres, pero no exclusivamente. De los corsés a los polisones; de los zapatos de tacón a los pies vendados de las mujeres en la China pre Mao; de las prohibiciones de utilizar ciertos colores, telas o prendas que quedaban reservadas a las clases privilegiadas, a los uniformes que todavía hoy en día algunas familias obligan a utilizar a sus empleadas domésticas. El vestir es mucho más que una cuestión de moda o etiqueta.
La forma en la que nos vestimos es una combinación de aspectos subjetivos como el gusto, la vanidad, los complejos o la intencionalidad —querer destacar o camuflarse— y de aspectos objetivos como los condicionantes culturales, religiosos y de clase —estos últimos se miden especialmente en el tiempo y en el dinero disponibles—.
Vestirse es, por tanto, un acto político en tanto que con ello estamos haciendo una declaración pública sobre cómo nos representamos y performamos ante los demás, pero también sobre los condicionantes externos que nos moldean. La democratización de la moda y la ropa low cost ha abierto las posibilidades a que la mayoría de la población se pueda vestir con ropa más o menos bonita y variada, algo que hasta hace pocas décadas nos estaba vedado, pero siguen siendo las clases privilegiadas las que continúan dictando las reglas del “buen gusto” y de lo “apropiado”. Estas reglas están basadas por tanto en prejuicios de clase y prejuicios patriarcales y misóginos que calcan los estereotipos más rancios sobre las concepciones de la feminidad y la masculinidad, y con los que se pretenden mantener vivas también las barreras entre las clases sociales.
De esta forma, nuestra ropa y la manera en la que nos presentamos ante los demás no solo pasan a ser un símbolo de estatus social, sino que también son un medidor de nuestra respetabilidad, de nuestra competencia laboral e incluso de nuestra integridad moral. Los reproches a Zelenski durante su visita a la Casa Blanca por no vestir adecuadamente son un ejemplo de esto, sin embargo las personas que firman penas de muerte, aprueban bombardeos contra escuelas y hospitales, declaran guerras u ordenan desahucios lo hacen vistiendo elegantes trajes y corbatas.
Y es que nuestra ropa no tiene nada que ver con la moralidad ni con la respetabilidad, porque lo que conocemos como elegancia, buen gusto y decoro son a su vez construcciones culturales que varían y se moldean al abur de los cambios sociales, lo que no impide que la ropa y la moda hayan sido usadas también como un arma política. Las mujeres, las minorías, las personas racializadas, el colectivo LGTBIQ+ y los jóvenes se han servido tradicionalmente de la moda para poner a prueba y desafiar las reglas sociales, los límites morales y las convenciones estéticas. Sin embargo la moda, que es también una industria que mueve más de dos billones de dólares al año y que proporciona trabajo —miserable en la mayoría de los casos, incluyendo aquellos que trabajan para las grandes marcas de lujo— a 300 millones de personas en todo el mundo, ha demostrado que es capaz de asimilar y domar todas las disidencias estéticas y políticas para adaptarlas a los gustos generales y así poder venderlas por millares en un mundo de gustos globalizados y casi parejos.
De esta forma, la industria de la moda se ha deshecho de cualquier rastro o posibilidad de originalidad, pues las grandes marcas de lujo se han conformado con copiar y replicar los códigos de las últimas décadas que a su vez las cadenas de moda rápida calcan y producen en masa. Por esto mismo la moda en la actualidad no es más que un pálido reflejo de lo que lo una vez fue —o aspiró a ser— en términos de creatividad y de cuestionamiento de los roles tradicionales —de género, de clase— al dejarse arrastrar por la nostalgia, lo apolítico y el interés exclusivamente comercial, de la misma forma que han hecho casi todos los sectores creativos en plena oleada reaccionaria y tradicionalista.
Esta pulsión reaccionaria se nota especialmente en la velocidad con la que el mundo de la moda se ha desprendido de toda pretensión de respeto hacia las diversidades corporales. Su fugaz compromiso con el movimiento body positive ha dado paso al revival del heroin chic de los años 2000, esto es, el resurgimiento de los cuerpos extremadamente delgados —en la actualidad posibles gracias a la ayuda de fármacos caros, otro alarde de clasismo—, recuperando así un canon estético tóxico e inalcanzable que está pensado para disciplinar los cuerpos y las mentes, especialmente de las mujeres.
La moda en esta segunda década del siglo XXI ha decidido, por tanto, que tenemos que volver a ser prisioneras de nuestros cuerpos pero también de los prejuicios y los estereotipos que durante décadas el feminismo se ha ocupado en cuestionar y superar. Estos cánones estéticos hipernormativos han tomado como modelo idealizaciones y ficciones sobre el estereotipo femenino europeo blanco que difícilmente representan la realidad y la diversidad corporal de las mujeres occidentales y que excluyen a propósito los cuerpos y las realidades de las mujeres racializadas, con discapacidad, no normativas y trans. Este renacimiento del canon de cuerpos ultradelgados y casi púberes —idénticos los unos a los otros y mayoritariamente blancos— lo único que pretende es volver a imponer una performatividad de la feminidad tradicional y reaccionaria, al tiempo que las influencers de la urbanidad y los buenos modales inundan nuestras redes sociales con clasistas y anticuadas apologías sobre el recato, el decoro y la discreción, es decir, sobre el control de nuestros movimientos y del espacio que nuestros cuerpos —y nuestra presencia— ocupan en la vida pública.
Siempre sencillas, hermosas, jóvenes, delgadas, silenciosas y casi invisibles, las mujeres estamos siendo reducidas de nuevo a meros ornamentos, en un burdo intento de impugnación de los avances del feminismo con respecto a la imagen, el papel y el lugar de las mujeres, tanto en nuestras mentes como en la sociedad.
El tiempo y el dinero que las mujeres empleamos en tratar de ocultar, mejorar o cambiar lo que nos dicen que son defectos —nuestra edad, nuestros cuerpos naturalmente imperfectos, nuestra diversidad— es un tiempo y un dinero que nos están robando y que provoca autoodio y unos complejos tan destructivos como improductivos para nuestro bienestar, crecimiento personal, autoestima y confort. Es esta misoginia autoinfligida en aras de la búsqueda imposible de una perfección impuesta e inalcanzable, la que en muchas ocasiones acabamos volcando contra otras mujeres, sobre todo contra aquellas que se niegan a plegarse, no encajan o desafían estas exigencias misóginas, edadistas, racistas y clasistas.
Y es en este marco mental y político donde se enmarcan las recientes reacciones por la presencia de Madonna en la Met Gala, que ha sido objeto de todo tipo de burlas e insultos simplemente por tener la osadía de cumplir años, o las críticas a la Vicepresidenta Segunda y Ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, por aparecer en la manifestación del Primero de Mayo con una camisa anudada que dejaba al descubierto su ombligo y, por ende —y atendiendo a esta lógica reaccionaria, edadista y clasista—, también su falta de profesionalidad y decoro.
Un ombligo que ha despertado más indignación entre la reacción que las muertes de la DANA o en las residencias. Porque esto nunca ha tenido nada que ver con cuestiones estéticas sobre nuestra ropa o apariencia, sino en cómo pensamos, vivimos y nos presentamos ante el mundo las mujeres.

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