Opinión
Pero, ¿qué está pasando en Serbia?

Profesora de Ciencia Política y Estudios Europeos en la UCM.
Durante los últimos meses una nueva ola de protestas ha irrumpido en el escenario serbio. Estas protestas han tenido una lectura distante desde el marco español y europeo al ser percibidas, en general, como un hecho periférico a las preocupaciones centrales por las que atraviesa el continente, tales como: la consecución de la autonomía estratégica, el avance hacia el rearme o el aumento de la presión de las fuerzas reaccionarias. Y, sin embargo, conviene no perder de vista lo que sucede en la región de los Balcanes para entender algunas dinámicas por las que se deslizan las sociedades europeas contemporáneas. Entender que lo que sucede no afecta al resto del continente sería volver a errores del pasado donde se leyeron los procesos y dinámicas de esta región como algo ajeno. Los nacionalismos etnocéntricos, el fracaso de las transiciones hacia la democracia, los procesos de captura del Estado en un dinámica de deterioro del Estado de derecho o las movilizaciones sociales, dibujan una línea de continuidad que escapa a los análisis esencialistas y deterministas con los que, con demasiada frecuencia, se leen los acontecimientos de la región.
Las olas de movilización en los Balcanes y en Serbia, en particular, han sido recurrentes durante la última década y no operan sobre líneas de disputa étnica, sino sobre cuestiones que tienen que ver con la regeneración democrática, las luchas ecologistas o la lucha a favor de un urbanismo con cara humana. De hecho, quizás las primeras movilizaciones contra los procesos de gentrificación tuvieron lugar en Belgrado allá por 2016 contra la iniciativa conocida como Belgrade Waterfront, un ciclo de protestas que, por cierto, coincidió con las que se dieron durante esa época también en Europa occidental. Tras estas primeras movilizaciones en 2017, inmediatamente después de las elecciones presidenciales ganadas por Vucic, los estudiantes lideraron las protestas acusando al Gobierno de fraude electoral, control autoritario de las instituciones, corrupción y represión de la oposición política, su lema fue entonces "Protestas contra la dictadura" (Protest Protiv Diktature). Más adelante, en 2020, la ciudadanía serbia volvería a tomar las calles en plena pandemia tras implantar el Gobierno un toque de queda que, curiosamente, se produjo apenas dos semanas después de las elecciones parlamentarias. La percepción que se tuvo de aquella medida fue que había sido una medida política y no sanitaria para legitimar una nueva victoria electoral del partido de Vucic, SNS.
Las protestas que se viven estos días dan continuidad a aquellas. En este caso, las manifestaciones comenzaron en noviembre de 2024 tras el colapso del techo de la estación de tren en Novi Sad, que dejó 15–16 muertos; de nuevo, fueron los estudiantes los primeros en salir a las calles y en establecer una relación directa entre este hecho y la corrupción estatal en la concesión de fondos para infraestructuras. El movimiento se amplió: además de estudiantes, se sumaron profesores, trabajadores, agricultores y partidos de la oposición. El número de manifestantes llegó a alcanzar las 400.000 personas. El 28 de junio, la ciudadanía volvió a salir a las calles. En esta ocasión, los números no han sido tan espectaculares, 140.000 personas, pero la represión no ha sido menor, siendo frecuentes los enfrentamientos con la policía y la detención de 79 personas. Esta respuesta del Gobierno de Vucic (en el cargo desde 2014) ha sido tachada como un hecho altamente represivo con un uso excesivo de la fuerza, arrestos, y la criminalización de manifestantes que han llegado a ser calificados de terroristas. Serbia nos brinda una situación en la que una movilización ciudadana no partidaria es reprimida y criminalizada por exigir regeneración democrática y rendición de cuentas al gobierno. Un Gobierno que es sistemáticamente legitimado por parte de sus vecinos europeos.
Lo que sucede en este país de la periferia europea es significativo y, sobre todo, sintomático de la desorientación por la que transita la UE que apuesta todo a convertirse en potencia geopolítica. Una UE que deja relegadas a un segundo plano cuestiones como la defensa del Estado de derecho o la defensa de los derechos fundamentales, priorizando, por tanto, la estabilidad, la seguridad y las prioridades geopolíticas sobre los principios democráticos .
El que mejor lo ha descrito recientemente ha sido un diputado alemán de la CDU, Peter Beyer: "Serbia no es sólo un vecino, sino un factor geopolítico y económico central en los Balcanes Occidentales"-y prosigue- "quien busque estabilidad y un orden europeo en el sudeste de Europa no puede ignorar a Belgrado". Desde luego, no puede ser más claro. La apuesta por lo que se ha denominado estabilocracias fomentadas por Bruselas en su inmediata vecindad se ha doblado en un contexto de amplia incertidumbre geopolítica y en donde la UE continúa buscando su sitio.
Tomen nota, porque no en pocas ocasiones lo que sucede en las periferias, en este caso, en los Balcanes, puede ser el preludio de lo que veremos en el resto del continente.
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