Opinión
El puño flojo
Por Pablo Batalla
Periodista
Alguien dijo hace tiempo —¿Francisco Umbral?— que el puño levantado del Primero de Mayo había ido perdiendo vigor y se había acabado convirtiendo en la mano floja que agarra con desidia la barra del autobús. La fiesta universal y reivindicativa de la clase trabajadora fue mucho, pero las transformaciones del mundo del trabajo y del mundo en general, aguas abajo de Thatcher y Reagan, la fueron convirtiendo en poco: una celebración inercial, ritualizada; un menguante resto de otra época. Surgida en 1889 como homenaje a los mártires de Chicago —cinco anarquistas muertos y tres encarcelados por la revuelta de Haymarket, una oleada de protestas en demanda de la jornada de ocho horas—, durante mucho tiempo fue fiesta mayor de todos los militantes por la emancipación obrera, de todos ellos; un punto de reencuentro de todo lo separado tras la Primera Internacional. Arribaba con el estrépito de las grandes fechas, que empezaba a oírse varios días antes. Durante el franquismo, en la semana previa, se detenía preventivamente a los líderes sindicales más destacados: el 1 de mayo siempre pasaban cosas, siempre se liaba alguna. En el Este comunista era día de desfiles, y en el Oeste capitalista, de manifestaciones masivas. Ahora, el 1-M llega y tiene lugar sin hacer el menor ruido. La expectación, la creatividad, las masas, la tensión de puños del soñar mundos mejores, han migrado a otras jornadas reivindicativas: el 8-M feminista y el 28-J LGTBIQ+; el orgullo violeta y el arcoíris.
El folclorismo obrerista clama contra la pérdida de conciencia de clase, presentándola como algo que se tuviera o dejara de tener a voluntad; una cuestión de esa fe que mueve montañas, en lugar de una emanación de unas condiciones materiales determinadas. Es fácil tenerla en grandes factorías con miles de operarios rozándose los codos cada día en una larga cadena de montaje, que saben que, si dejan de apretar sus tuercas, detienen el mundo. La General Motors de Detroit llegó a tener, en 1990, 73.000 trabajadores a los que la revolución del transporte y las telecomunicaciones dispersó después: ahora se podía trocear y repartir por el mundo la fabricación de esos coches que antes se producían íntegramente en Motown. Quien divide, vence, y a los trabajadores nos fueron dividiendo en una calderilla de eremitas. El cuarto estado que hoy tendría que pintar Pellizza da Volpedo no es el frente amenazador de una marcha colectiva, una masa de proletarios muy juntos, agarrados del brazo, sino un panel de fotos de carné; obreros cada vez más aislados, con cada vez menos compañeros, encerrados en casa incluso, sin jefe al que agarrar de la pechera. El jefe es, puede serlo, una app, un algoritmo, la fuenteovejuna de los cien jefes del autónomo, que pueden ser generosos uno a uno, pero un inmisericorde esclavista en su involuntario conjunto, blandiendo el látigo de una montaña de deadlines solapados. Existen los falsos autónomos y es una vergüenza, pero todos los autónomos somos falsos en realidad. Nuestra autonomía no es la del empresario o el jefe de sí mismo que se nos vende que es, sino la de la hilandera del putting-out system o el jornalero que, en el portón de la hacienda o la plaza del pueblo, pregunta si hoy hay curro. Los sindicatos no saben cómo enrolarnos, como sindicarnos —y es lógico que no sepan—, y van perdiendo su antigua universalidad y convirtiéndose en un gremio de metalúrgicos, de funcionarios, de aquellos colectivos a los que sigue siendo fácil representar. Ellos caen y entonces cae la izquierda, porque no hay izquierda fuerte sin sindicatos que lo sean a su vez.
Es fácil sumirse en la melancolía, pero hay que evitarlo. Vilipendiar a los sindicatos porque ya no convocan huelgas generales, como también hace el folclore del mono azul, es igualmente absurdo: las huelgas no deben ser un deporte, unas olimpiadas cuatrienales de la protesta, sino una herramienta. Convocarlas para que sean un fracaso es peor que no convocarlas. El reto no es resucitar los sindicatos de hace medio siglo y sus formas de movilización en unas condiciones no ya diferentes a las de hace medio siglo, sino inimaginables entonces, sino alumbrar el sindicalismo del siglo XXI. La clase trabajadora siempre supo idear el de cada centuria, buscar nuevas respuestas cuando cambiaban las preguntas, volver a tensionar el puño cada vez que se aflojaba. Y sabrá hacerlo en el futuro. Hasta entonces, que viva la lucha de la clase obrera. Y los mártires de Chicago, y el Primero de Mayo.
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