Opinión
Un sentido común de izquierdas

Por Noelia Adánez
Coordinadora de Opinión.
En pleno auge de las derechas y el pensamiento reaccionario, ser de izquierdas no resulta nada fácil. Para empezar, las posiciones tradicionalmente críticas de la izquierda exigen mantener una actitud de hiperrealismo respecto de un mundo cada vez más difícil de comprender, en gran medida por causa de la desinformación y el descrédito paralelo del periodismo y las ciencias sociales. Ser de izquierdas hoy demanda una atención sostenida y un esfuerzo continuado por informarse y por someter a los medios de comunicación a una acción de permanente escrutinio. Pero ¿en qué debe consistir ese escrutinio? ¿Cuál es el mejor modo de saber de qué canal o medio de información podemos “fiarnos”?
En primer lugar, filtrar las informaciones y las opiniones no implica comparar versiones de la realidad o posicionamientos porque, simplemente, contraponer puntos de vista no es garantía de estar bien informado o políticamente orientado. En todo caso, es síntoma de que se dispone de mucho tiempo libre y de poco criterio en cuanto a cómo emplearlo. El pluralismo es una fantasía que suele llevar aparejada la trampa de la equidistancia; ni la diversidad se resuelve en el justo medio ni el justo medio es deseable cuando se trata de tener ideas políticas claras. Bajo mi punto de vista, tampoco es necesario someter a los medios de comunicación existentes a un análisis constante para comprender sus inclinaciones y evitar, de ese modo, ser engañado.
La cuestión, creo, no es afianzar la propia línea editorial a partir de la crítica constante a la de los otros -menos aún cuando existen afinidades ideológicas- sino generar, a través de un trabajo riguroso y comprometido, una relación de confianza con los lectores y lectoras. Competimos por las audiencias y, en esa competencia, si lo hacemos con lealtad y compromiso periodístico, pienso que todas ganamos.
Debemos aspirar a generar (a recuperar) la confianza de una ciudadanía que busca medios y canales con los que compartir una orientación política; no un sesgo (como está tan de moda decir ahora) sino algo así como una intuición. Me permitiré una pequeña dosis de lirismo y hablaré también de un pálpito.
Cuando aludimos a intuiciones personales en política nos movemos en un espacio de subjetividades y experiencias que motivan convicciones cuya verdad no podemos probar. Hablamos, por otra parte, de posiciones políticas para referirnos a aquellas acciones que llevamos a cabo o a aquellas declaraciones que predicamos de nosotras mismas que nacen de la elaboración y la puesta en común de nuestras convicciones con las de los demás. En ese ejercicio de puesta común, los medios de comunicación juegan un papel fundamental porque deben proporcionarnos la información y, si hablamos de opinión, los enfoques a partir de los cuales ir dotando de sentido y estructura cognitiva y política el mundo que habitamos.
Las intuiciones de izquierdas tienen de un modo u otro que ver con reconocer, con identificar como un problema fundamental, la injusticia social. La injusticia social se siente como un pálpito y la necesidad de combatirla y compensarla está en el centro del sentido común de izquierdas tal y como ha ido desarrollándose desde que emergiera a finales del siglo XIX de la mano de la cuestión obrera y de la cuestión de la mujer.
Cuando los medios de comunicación se enfocan en neutralizar nuestras propias experiencias de injusticia social a base de captar nuestra atención y desviarla hacia problemas y debates que nos la enajenan, buscan desmantelar nuestras intuiciones y, de ese modo, tal y como ha sucedido, desintegrar lo que llamo un sentido común de izquierdas. De alguna manera, la pérdida del sentido común de izquierdas es el resultado de una fuerte enajenación colectiva, de una escisión profunda entre la experiencia y las intuiciones que pudieran derivarse de ella y las acciones y posiciones que declaramos y que nos alejan más si cabe de nuestra realidad concreta.
Vayamos a un ejemplo particularmente elocuente. En un país en el que existe un problema objetivo, masivo y multidimensional con la vivienda, las noticias relacionadas con el mal llamado fenómeno de la “okupación” copan un espacio informativo y por ende publicitario que no guarda relación alguna con la realidad. Tanto es así que, al momento de ponderar seriamente el asunto, solo un porcentaje insignificante de la ciudadanía lo percibe como un verdadero problema.
Otro ejemplo recurrente es la inmigración, que los españoles y las españolas, esta vez sí, ya parecen ir colocando entre sus principales problemas.
La inmigración es objeto de una mayor ansiedad social porque, a diferencia de la okupación, que se presenta como un fenómeno únicamente relacionado con la propiedad privada y la seguridad, plantea un imaginario social con capacidad para subsumir todos los conflictos sociales en uno solo. Esto ofrece una explicación de la injusticia que experimentamos que no requiere análisis complejos y que, a cambio, proporciona justificación y permite canalizar la ira que los desafueros provocan en cualquier ser humano. A los inmigrantes se les pueden imputar los problemas más variados; desde acaparar prestaciones sociales hasta robarnos el trabajo, pasando por violar mujeres o contaminar la raza como sucede cuando entra en funcionamiento la islamofobia.
Lo que tanto la okupación como la inmigración, asuntos ambos con dimensiones y posibilidades de evocación social muy distintas tienen en común, es el marco securitario; el discurso de la confrontación y de control social en cuyo nombre los derechos civiles se recortan y los derechos sociales tienden a resultar cuestionados. Esto último es así porque cuando la vulnerabilidad social se percibe como un problema personal o como un estigma de pertenencia, entonces las políticas de reequilibrio y cohesión social tienden a perder legitimidad y arraigo.
Y en este punto estábamos cuando llegó el rearme para exacerbar aún más si cabe el marco securitario en el que las derechas patrias y mundiales han conseguido instalarnos. Es difícil, en este momento, encontrar algo más contrario al sentido común de izquierdas que vengo invocando. Las políticas de rearme suponen una declaración de guerra -permitidme la obviedad- a todo aquello que cualquier persona con sensibilidad social debería estar defendiendo justo ahora que los planteamientos reaccionarios y ultraderechistas marcan el ritmo y la dirección política incluso allí donde sus partidos no gobiernan. El militarismo creciente, la remasculinización rampante del debate público (con unos feminismos nuevamente arrinconados y condenados a actitudes defensivas), la silenciosa e inquietante merma de los derechos civiles y sociales, la contracción de las posibilidades de crítica y de disidencia nos colocan en una situación de asfixia del pálpito, de la intuición que necesitamos sostener y compartir para identificar las injusticias sociales y alinearnos para hacerles frente.
El clima bélico ha venido a barrer del todo el sentido común de izquierdas porque hace aún más difícil informar y opinar críticamente cuando las sociedades orientan todas sus energías hacia la defensa y porque, a la postre, no se conocen experiencias de rearme en la modernidad que no hayan concluido en guerras. Y en las guerras, ya sabéis, no hay más sentido común que el que marca la propia supervivencia.
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