Opinión
Torre Pacheco es el tráiler de lo que nos espera

Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
-Actualizado a
El cine y la televisión han glamourizado el crimen para hacerlo apetecible para el consumo masivo. De esta forma, el crimen ficcionado se nos presenta como un acto complejo y sofisticado y sus autores como personas con muchas capas y matices que se ven arrastradas por circunstancias o pasiones difíciles de controlar. Sin embargo, los crímenes son actos miserables que están motivados por razones mezquinas y totalmente banales: cobrar un seguro de vida que apenas cubre el pago de un coche, evitar tener que pasar la pensión alimenticia, hacerse con una herencia, librarse de un cónyuge al que ya no se quiere o dar una lección a alguien a quien se desprecia. Con los que cometen estos delitos pasa también tres cuartos de lo mismo, pues estos no suelen ser el lápiz más afilado del estuche, sino seres más básicos que el mecanismo de un botijo que ponen en bandeja a la policía su propia detención.
Sacarse fotos desnuda en la cama cubierta con los billetes del seguro de vida que acabas de cobrar, publicar posts en Facebook en busca de un asesino a sueldo para luego negarse a pagarle, alardear del crimen en pleno funeral de la víctima, escribir un libro narrando el asesinato o meter a tu amante en casa cuando el cuerpo de tu cónyuge aún no se ha enfriado, son algunos de esos comportamientos estúpidos y delatores exhibidos sin el más mínimo pudor —ni sentido de la autoprotección— por varios asesinos reales que a día de hoy languidecen en prisión y cuyas historias rellenan horas de podcasts y de series de ficción basadas en hechos reales, en las que se nos advierte que algunas de las situaciones y personajes han sido modificados porque de otra forma no daríamos crédito a lo que estamos viendo. Porque la supresión de la incredulidad pasa, en estos casos, paradójicamente, por alterar los hechos para adaptarlos a los códigos, los tropos y la lógica de la ficción; y así, cuanto más alejado de la realidad, cuanto más sofisticado sea el crimen y más sutil el comportamiento del asesino, más real y creíble nos parece. Pero la cruda realidad nos pinta un cuadro totalmente distinto, pues la mayoría de los criminales son profundamente idiotas.
Y es que los asesinos son personas que ante un inconveniente mundano o una encrucijada vital o moral eligen siempre la peor, la más cruel y la más estúpida e irrevocable de todas las opciones posibles: el asesinato. Y lo hacen además llevados por sus más bajas y ordinarias pasiones, por el egoísmo, la sentimentalidad y sobre todo por una irresponsable e inepta incapacidad para entender el alcance de sus actos, tanto en su vida como en la vida de los demás. Exactamente igual que hacen los fascistas.
Se han escrito, y se seguirán escribiendo, cientos de páginas en las que se analiza el auge del fascismo —el clásico de hace un siglo y su remake actual—, desmenuzando en ellas sus métodos, su génesis, sus características principales y la forma en la que se implantaron —o se están implantando—, a la vez que nos advierten de las consecuencias posteriores, haciéndonos así spoiler de lo que está por llegar si no paramos la ofensiva reaccionaria que alimenta los neofascismos. Todas estas reflexiones y estudios son siempre pertinentes, pues el fascismo es un fenómeno político, cultural, económico y social complejísimo cuyos tentáculos además se extienden por el resto de las áreas de nuestra cotidianidad y que supone una grave amenaza para las democracias liberales pero, sobre todo, para los derechos y las vidas de gran parte de la ciudadanía. Sin embargo, y paradójicamente, los fascistas, al igual que la mayoría de los asesinos, son gente bastante básica y estúpida, lo que hace que todo esto sea un tremendo lío tan complicado y peligroso como difícil de controlar una vez desatado.
El fascismo es un fenómeno político, cultural, económico y social complejísimo
Sabemos, nos lo han explicado hasta en la sopa, que el fascismo apela a la sentimentalidad y a los instintos más bajos que anidan en todos nosotros, por eso recela de la razón y de la inteligencia. El fascismo no se molesta en rebatir los argumentos en su contra con razones, sino que los combate con violencia verbal que no tarda en encarnarse también en violencia física. Para crecer, necesita parasitar la desesperación y la frustración ciudadana, alimentando la bronca política y, sobre todo, el desprestigio de las instituciones. De ahí que entre sus herramientas favoritas se encuentren los bulos y las mentiras —hoy rebautizadas como fake news—, pero también los chivos expiatorios, que serán las víctimas sacrificales a quienes atribuir todos los males que nos afligen: los judíos y los comunistas allá en los años treinta, las personas migrantes —especialmente las musulmanas— y las personas trans y las feministas en esta nueva reencarnación.
Sin embargo, el fascismo no es el único responsable del desprestigio de las instituciones y de la exhibición desvergonzada de odio y deshumanización de los colectivos más vulnerables, ya que siempre han existido los tontos útiles que han contribuido a la causa pensando que con ello van a sacar réditos -electorales, laborales, económicos- del auge del fascismo y del populismo reaccionario. Los escritores canallitas que se suben a todos los carros de la Reacción disfrazados de rebeldes y defensores de las libertades, los medios de comunicación que dan voz al discurso de odio hasta normalizarlo o que atemorizan a las viejas con el miedo a los okupas, los millonarios que compran redes sociales para jugar con los algoritmos y convertirlas en la réplica virtual de los Congresos de Nuremberg, los partidos políticos que pactan con los fascistas y los meten en las mismas instituciones que estos pretenden desmantelar, los propagadores de bulos anticientíficos y de magufadas varias, los negacionistas del Cambio Climático, las viejas estrellas del pop que sueñan con ver a los reaccionarios en el poder para volver a la arena política en olor de multitudes, el abandono institucional y la despreocupación de la sociedad -y la inacción de la mayoría de los sindicatos- ante las condiciones de vida y laborales de las clases populares y las personas migrantes, el racismo sistémico que nos empeñamos en negar, la rendición de los gobiernos centrales, autonómicos y locales ante la lógica del rentismo y la turistificación... han contribuido y están contribuyendo al auge de un fascismo que, al final, también acabará con ellos.
Porque los Trump, los Milei y los Abascales, en quienes es muy difícil detectar qué parte de lo que dicen y hacen responde a la pura convicción ideológica o es solo oportunismo y cara dura, ni han surgido de la nada ni han prosperado tampoco en este barrizal por méritos propios, sino que han sabido aprovecharse del trabajo de estos tontos útiles, de quienes no dudarán en desprenderse a la menor queja o discrepancia. Porque el odio fascista tiene un orden jerárquico que funciona de abajo hacia arriba, y que empieza con los más débiles, pero que va escalando. Y así, tal y como están comprobando muchos votantes de Trump, al final nadie estará a salvo de la constante caza de brujas que mantiene vivo el engranaje del fascismo. Porque mientras alimentan las más bajas pasiones para tener a sus adeptos contentos y ocupados, ellos se dedican al saqueo de los servicios esenciales. Pues su objetivo principal es convertir el Estado de bienestar en un sálvese quien pueda para que ellos y sus colegas se llenen los bolsillos, algo que no podrían llevar a cabo sin la participación activa de los idiotas que han contribuido a derribar el dique que contenía las aguas pútridas de la reacción fascista.
En Torre Pacheco hemos vislumbrado el tráiler de lo que nos espera si la extrema derecha, con la complicidad de un PP que ya apenas se distingue de ella en tono, discurso y modos, llega al poder en nuestro país. Queda por ver si esto ha sido el avance o se ha quedado en el episodio piloto de una serie que hemos conseguido cancelar antes de la emisión de su primer capítulo.
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