Opinión
Tragaluz

Escritor. Autor de 'Quercus', 'Enjambre' y 'Valhondo'.
"Se ha ido la luz... Ya ha venido la luz", decimos. En una personificación que la convierte en un animal misterioso, invisible y escurridizo, entre reptil y anfibio, que va y viene por el interior de los cables a su libre albedrío.
El lunes 28 de abril, día del apagón, mi casa fue un incendio de luz. Esa casa en el corazón del bosque, en las entrañas de ese territorio Quercus, donde he escrito la mayor parte de mis libros. No tiene corriente eléctrica –¿cómo tenerla si está a kilómetros de la civilización?–, tan solo una pequeña placa solar en el tejado que alimenta una batería que da luz, mortecina, aunque la justa y necesaria, a unas lamparitas. El amplio salón-cocina tiene sus ventanales, pero la casa está tan metida en el monte, sin que jamás se haya cortado ni una encina, que está muy umbría.
Tampoco goza de agua corriente, de red, porque se nutre de un manantial que hallé entre unas junqueras, cien metros por encima, aguas vertientes de esta ladera de la cuerda, en unos pizarrales. Estrechos y cortantes como cuchillares de piedra. Es lo que tiene vivir perdido en medio de la sierra: el hallazgo de tesoros escondidos. Al ver entonces aquellas junqueras, hace ya más de treinta años, pensé: juncos igual a agua. Cuestión de ponerse a cavar. Por lo que me lie a picar y a picar, hasta desollarme las manos. Manos finas, de señorito, no acostumbradas a las faenas del campo ni a la vida de eremita. Eremita de jarales, quejigos, madroños, alcornocales y encinas.
Tras dos horas picando, la tierra comenzó a reblandecerse en mis dedos, como la masa madre del pan, para convertirse en barro. A más hondura, más barro. Hasta formar un charquillo de agua. Un hilillo, una vena, que habría arrancado la sonrisa del zahorí de la sierra. Agua bendita al descubrir, al desenterrar, el manantial que da vida. A su alrededor construí una buena poza que limpié y saneé, recubrí de cemento, acoplando una goma al fondo tras colocar en su punta un filtro arrancado a un viejo colador metálico. Cerrada la poza con una tapa de corcha de más de dos cuartas, para que no acudieran a beber las ciervas o la destrozaran los jabalíes con sus hozaduras, soterré la goma llevándola hasta la casa. Ahora, al ducharme cada mañana, encendido el calentador de butano – igual que la nevera – y disfrutar de ese placer sibarita, un hamam en esta sierra, cierro los ojos y recuerdo mi afán de azadón y pala, mi ansia, picando y picando en busca del agua. Cual garimpeiro en este Serengueti patrio.
Al acostarme, pongo el móvil a cargar en el regulador de la placa solar. Así, puedo comunicarme. Hablar y mandar mi artículo al periódico. Dar un repaso a la prensa. No vaya a reventar el mundo y yo ni me entere.
En estos montes, mandan los relojes de sol: uno se levanta al amanecer, igual que los pájaros, y se acuesta un rato después de que el sol se eche a lomos de la sierra. Tras leer unas páginas, el tiempo que tardan en apagarse los ojos y los troncos de la chimenea, dejando un brasero que relumbra como las estrellas de afuera.
Esa mañana, la del apagón, me desperté aún más temprano. Una hora antes de que la noche se despidiera, abriendo el telón a este espectáculo de la naturaleza: el río Guadamajud, que es una sierpe que culebrea y en el relente exhala por su boca bancos de niebla, la espesura negra del valle, el contorno del collado del Mulero a la izquierda y de frente el imponente cerro de Majalasburras, el cárabo que con su ululato lastimero ya presagia el alba, el ladrido del corzo junto a la pedriza espantado por algún furtivo.
Una hora robada al sueño, sin saber si la causa era una inquietud, un desasosiego interior, como un mal augurio del adivino Tiresias ante lo que ocurriría después; o, simplemente, el nerviosismo y las ganas por emprender el trabajo que había programado para ese día. Una tarea a la que, desde hacía años, le tenía ganas y que se haría realidad, precisamente, en unas horas; una vez que el cristalero de Navahermosa me diera aviso, semanas atrás, de que mi cristal encargado –un grueso cristal irrompible, de metro y medio de largo por medio de ancho– estaba cortado y listo.
Por hacer tiempo, avivé el rescoldo de lumbre y puse encima de la estufa un tazón metálico lleno de leche de cabra de la que me regalaba el tío Justo, el cabrero, con un chorreón de café. Es curiosa la espera del amanecer en la montaña. La claridad, una especie de gasa, que va llegando como si la luz fuera pintando las siluetas. Dibujando lentamente los árboles, la hierba, los peñones, la raña, las veredas. Tus ojos palpando como dedos de ciego que, al primer contacto, todo lo crean. Seres y espacios dormidos, a oscuras, que con tus yemas los despiertas y das vida.
Me subí al tejado, a dos aguas, con la cinta métrica y, en la cabeza, las medidas del cristal. Me encaramé al caballete, atado a una cuerda que había colgado de una rama alta del nogal gigante del huerto, y destejé una superficie equivalente al cristal. Quitar esas tejas, viejas tejas árabes, fue como arrancar, desollar, la piel de un animal. Despellejar el tejado. Algo insólito para mí. Calculé al milímetro, para que el espacio de tablas que quería serrar no coincidiera con las vigas de madera que las soportaban. Con la intención de hacerlo encajar justamente en el hueco entre dos vigas. Medí, calibré, realicé un par de catas, agujereando esas tablas, para comprobar, igual que Tomás metió los dedos en el costado de Cristo, que no me toparía con la viga.
Después, ya en tierra, corté unos maderos con los que construí un bastidor para el cristal, engarzado y atornillado lateralmente con unas escuadras metálicas. El cristal que se iba a convertir en el injerto de luz de ese tejado. Solo entonces lo subí con muchas dificultades, ayudado por una garrucha, y serré sin miedo las tablas. Con cuidado, pues, una vez serradas, apareció ante mí el hueco, la raja profunda, desde la altura que daba al salón. El salón convertido en un pozo. Una especie de precipicio, tan abierto y diáfano, que causaba turbación.
Como el sol ya había pasado de su punto más alto y por la línea de sombra del espino albar, que huele a dulce, calculé que serían las tres de la tarde. Para entonces, según el relato que conocí al día siguiente, la Península Ibérica ya estaba colapsada. Habían saltado los plomos, como antiguamente, y las ciudades, sin luz, dejaron de funcionar. El caos. Personas encerradas durante horas en ascensores, en los vagones de metro, en los trenes. Las sirenas de las ambulancias, de los bomberos, de la policía, circulando por andenes y aceras. Las gasolineras cerradas, las tiendas cerradas, las farmacias. La gente, tan vulnerable de pronto, en la calle, sin saber lo que ocurría, con miedo, buscando una radio para escuchar las noticias. Sin internet, sin telefonía. Haciendo acopio de agua, de papel higiénico, de velas, de pilas, como el apocalipsis de las películas.
Y yo, ajeno a esa hecatombe, a lo mío. Nada de oscuridad, nada de incertidumbre, nada de negrura. Lo siguiente fue colocar la estructura de madera, que ya podía llamarse tragaluz, y que encajó a la perfección en el hueco. La clavé y la atornillé. Deprisa, porque se me echaba la tarde encima. Los haces de luz del sol poniente ya se estaban fabricando en el collado del Mulero. ¡Qué maravillosa vista ofrecía el interior de mi casa desde ahí arriba! Mirar adentro a esa altura, era como asomarse por una cerradura y ver del otro lado una especie de paraíso. Caliente. El envés de la existencia. Un pequeño paraíso que, de pronto, me parecía desconocido. Algo había cambiado ahí abajo; porque los objetos, las paredes, los suelos, los muebles, la chimenea, me resultaban extraños. Algo raro pasaba.
Cuando descendí del tejado y abrí la puerta, descubrí lo que era. Se llama luz cenital. La luz cenital de esa ventana que entraba en la casa desde el tejado, bañándolo todo, inundándolo todo, para transformar el color y la textura de lo que tocaba. Algo parecido al foco con el que los barcos iluminan, debajo de su casco, la oscuridad abisal. La luz metamorfoseando los objetos. Primero oro, luego plata. Luz natural, sin electricidad.
Por eso me quedé quieto, absorto, petrificado en la puerta ante esa visión mágica. Especial, muy especial. Pues en el campo, en el río, en la sierra, ya se echaba la noche, envolviéndolos con su incipiente tiniebla. Pero adentro, ese tragaluz se había tragado literalmente, aprisionándola, absorbiéndola, la poca luz que le restaba al día. Nada, apenas nada, unas migajas de luz. Pero la había atrapado, imantado, agigantado; la había atraído y succionado, multiplicándola no sé cómo, para lanzarla al interior de la casa desde su boca piramidal. En la sierra la noche, en España la noche, en las ciudades y los pueblos la noche, la oscuridad absoluta, y aquí dentro el día. Luminosidad propia. Encendida por ese faro del tejado igual que un milagro. Un espacio convertido de pronto en un palacio de luz y cristal. La luz robada a los otros para iluminar esta estancia, mi cuerpo, mi vida y mi alma. ¡No investiguen más! ¡Ese tragaluz fue la causa!
La tienda de la señora Milagros, en la aldea cercana, adonde acudo a comprar cuatro víveres, es un puro ejemplo de supervivencia. Cuando le pillo de buen humor, le digo: "Señora Milagros, si a las grandes superficies les quitaran todos los productos superfluos e innecesarios, lo que quedaría justamente es su tienda, los avíos de su tienda".
Lo cuento porque, tras el histórico apagón, he recordado esa tienda que solo vende los productos esenciales para la vida. El resto son engaños y baratijas. Ha tenido que ocurrir ese desastre para que los españoles regresen a la vida, al menos por un día: a salir a la calle y hablar con la gente, con la vecina, amablemente, con una sonrisa; a escuchar la radio, a pasear, a cantar y a tocar la guitarra o la armónica, a leer poesía a la luz de las velas, a darse la mano mientras caminas, a reírse ante el miedo, a mirarse a los ojos en vez de a la pantalla del móvil, a dejar de lado la tele, la tablet, el Internet, la serie y el podcast, para dedicarse a besarse, a acariciarse y a hacer el amor sin prisas durante horas.

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