Opinión
La trama 2.0

Por Héctor Illueca Ballester
Doctor en Derecho y profesor de la Universitat de València.
-Actualizado a
La trama sigue viva y parece que goza de buena salud. En noviembre de 2015, cuando Manolo Monereo y yo acuñamos este concepto en las páginas del desaparecido Cuartopoder, no podíamos imaginar que envejecería tan bien. Algo más que una metáfora para entender como funciona el poder en España. La corrupción, decíamos entonces, no era una desviación puntual de nuestra democracia, ni siquiera una patología del sistema, sino una forma de gobierno profundamente arraigada en nuestro país. La corrupción era —y sigue siendo— una tecnología del poder que articula a las clases dominantes, a la élite política y a los grandes medios de comunicación en un engranaje que garantiza la subordinación del poder político a los intereses del capital. En definitiva, un poder fáctico que compra a quienes ejercen cargos públicos para que legislen, administren y gobiernen en su beneficio. No se presenta a las elecciones ni rinde cuentas ante la ciudadanía. Pero manda. ¡Vaya si manda!
Se dirá, con razón, que nada de esto es nuevo y que la corrupción ha acompañado al régimen del 78 prácticamente desde sus orígenes. La figura del rey emérito representa el caso de corrupción más flagrante en la historia reciente de España: comisiones ilegales, fundaciones pantalla y millones de euros ocultos en paraísos fiscales. Un centro de corrupción sistémica que actuaba bajo la protección de los servicios de inteligencia y de una prensa cortesana que mantuvo durante décadas un pacto de silencio sobre sus actividades. La monarquía marcó una pauta, normalizó un comportamiento y generó un precedente en la cúspide del Estado que se extendió a todo el sistema político. Los gobiernos del PSOE protagonizaron sonados escándalos como Filesa o Roldán, y los gobiernos del PP repitieron el mismo patrón: privatizaciones amañadas, financiación irregular y un uso patrimonial del Estado que desembocó, años más tarde, en el caso Gürtel. Por cierto, este último todavía sigue abierto y promete algunas tardes de gloria dignas de hemeroteca… La corrupción, lejos de corregirse con la alternancia, se fue revelando como una constante en el sistema político del 78.
La trama no ha desaparecido: ha mutado, ha perfeccionado sus métodos, se ha diversificado y ha reforzado su impunidad. Si algo evidencian los gravísimos escándalos que están afectando a dirigentes del PSOE y al exministro del PP Cristóbal Montoro es que la corrupción ya no opera en los márgenes del sistema, sino en su mismo núcleo dirigente. Lo relevante es la estructura que se revela: un entramado político-empresarial asentado desde hace años, cuya operativa combina la influencia institucional, el control del proceso legislativo y una densa red de relaciones personales construidas a la sombra del poder. En el primer caso (PSOE), el tráfico de favores se concretaba en adjudicaciones de obras públicas a grandes empresas como Acciona; en el segundo (PP), la corrupción se traducía en reformas legales para beneficiar a las principales compañías gasísticas. En ambos, el dinero fluía sin freno abriendo todas las puertas, mientras la democracia se convertía en una mercancía. Conviene insistir en ello: la corrupción es un mecanismo de gobierno o, si se quiere, una forma de dominación que convierte al Estado en un espacio de intermediación donde se negocian favores, se distribuyen recursos públicos y se recompensan lealtades.
¿Qué ha cambiado durante la última década? ¿Qué hay de nuevo en este paisaje de escándalos que contamina la vida pública hasta hacerla irrespirable? Lo que estamos presenciando en España —y en buena parte de Europa— es un proceso acelerado de oligarquización del sistema político, alimentado por una concentración histórica de la renta, la riqueza y el poder en manos de una plutocracia férreamente organizada. El capital financiero y los grandes fondos de inversión han alcanzado un grado de centralización sin precedentes, y desde esa posición dirigen los medios de comunicación, controlan la clase política y manejan, ahora ya sin disimulo, los principales aparatos del Estado. No se trata sólo del viejo bipartidismo que garantizaba la alternancia en un contexto de corrupción generalizada, hablamos de una transformación mucho más profunda que implica el secuestro de la soberanía popular y la degradación estructural de nuestra democracia. Lo nuevo, lo que está emergiendo, es una contradicción fundamental entre capitalismo y democracia en la que el poder económico ha capturado al Estado y lo ha puesto a su servicio.
Lo nuevo es, también, la reacción de la trama frente a cualquiera que levante la bandera de la regeneración y se proponga romper ese vínculo espurio entre poder económico, político y mediático. La experiencia del 15M y de Podemos constituye una evidencia empírica que no puede ser ignorada. Si en algún momento representaron una amenaza para el régimen del 78 no fue por la radicalidad de sus propuestas, sino porque denunciaron la corrupción estructural del sistema político y se atrevieron a señalar a los verdaderos dueños del poder en España. La respuesta fue inmediata y brutal: guerra sucia, espionaje ilegal, cooptación política, pruebas falsas y, sobre todo, una gigantesca manipulación mediática para dividir el movimiento y destrozar la reputación de sus líderes. Una estrategia perfectamente coordinada para destruir políticamente a quienes desafiaron al poder y mandar un mensaje al resto: así funciona este juego, y quien se atreva a romper sus reglas debe atenerse a las consecuencias. Algunos dirigentes entendieron muy bien la advertencia.
Tras los escándalos, llegan las lamentaciones. Tribunas solemnes, sesudos editoriales y "medidas técnicas" que prometen acabar con la corrupción mediante comisiones parlamentarias, códigos éticos y grandes pactos de Estado. Mentira. Todo mentira. La única forma de acabar con la corrupción es transformar las condiciones materiales que la han convertido en un elemento estructural de nuestro sistema político: la concentración de la riqueza y del poder en manos de una minoría exigua de la población. Para desmontar la trama se necesita una propuesta política que plantee con claridad la democratización del poder económico mediante la intervención de los sectores estratégicos, el control de los oligopolios y la creación de una banca pública. Se necesita una propuesta y un espacio político capaz de encarnarla y enfrentarse abiertamente a los responsables de este estercolero. Un tercer espacio que se oponga al bloque reaccionario y al progresismo neoliberal desde un horizonte alternativo. La contradicción entre capitalismo y democracia es el gran tema de nuestro tiempo. Está aquí, ha llegado para quedarse y, como en la célebre pieza de Pirandello, reclama una forma, una organización y una esperanza.
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