Opinión
La utopía invertida

Filóloga y profesora de la Universidad de Sevilla
El filósofo y politólogo italiano Norberto Bobbio utilizó esta expresión para identificar el proceso por el que la utopía, una vez que pasa de los discursos a concretarse en situaciones y hechos, “da un vuelco para convertirse en su contraria”. Aunque él la empleó para referirse a la inversión de la utopía igualitaria en la vieja Unión Soviética, me he acordado de ella hace unos días en unos “Diálogos sobre la libertad”, donde constatábamos el uso muy particular que de ella hace la derecha. Hablando en su nombre, han conseguido movilizar a amplios sectores, precisamente a los más castigados por las crisis económicas y sus consecuencias: el aumento de la desigualdad, la precariedad, la ausencia de futuro.
Tanto Erich Fromm como Isaiah Berlin, y, un siglo antes que ellos, A. Schopenhauer identificaron dos conceptos, dimensiones o aspectos de la libertad a los que llamaron “libertad negativa” y “libertad positiva”. La libertad negativa, que es la ausencia de coerción, trabas o impedimentos a nuestra actuación, está en la raíz de las instituciones liberales de protección de los derechos individuales, limitación del poder político y defensa del pluralismo. Esta es su cara amable; la cruz, o su “perversión”, como indicaba Berlin, es el laissez faire económico, que permite a las grandes empresas destrozar la vida de los niños que extraen coltán, o quebrar el carácter y la salud de los trabajadores explotándolos. Si es verdad que el fruto histórico del ejercicio de esta libertad negativa ha sido la conquista de muchos derechos —que, sin duda, hemos de proteger frente a cualquier amenaza—también lo es que no se trata solo de conquistar formalmente derechos, sino de crear las condiciones económicas, sociales, políticas y culturales que nos permitan gozar de ellos. A esta capacidad para desarrollar plenamente nuestras potencialidades humanas responde el concepto de libertad positiva. Y es precisamente en el desfase, en la brecha entre ambas dimensiones de la libertad donde se encuentra el problema:
“… si las condiciones económicas, sociales y políticas […] no ofrecen una base para la realización de la individualidad en tanto que, al propio tiempo, se priva a los individuos de aquellos vínculos que les otorgaban seguridad, la falta de sincronización (leg) que de ello resulta transforma la libertad en una carga insoportable” (E. Fromm)
Por tanto, la libertad “negativa” por sí sola no es suficiente; la idea tradicional que asignaba la libertad como valor fundamental a la derecha y la igualdad a la izquierda se quiebra en el momento en que observamos que los conceptos de libertad e igualdad son interdependientes. Sin unas mínimas condiciones materiales, no es posible la libertad para la mayoría. Por otra parte, la libertad como categoría absoluta es la negación de sí misma: sin reglas, este mundo sería una selva donde se impondría la ley del más fuerte; sin límites, no podría existir una sociedad con paz, armonía y cohesión social.
Aplicando estas ideas a la situación actual en el mundo, llevamos cuatro meses asistiendo a la transformación de la democracia norteamericana en un sistema autoritario, bajo el pretexto de que la democracia, ese mecanismo engorroso de reglas, equilibrios y contrapoderes, es incompatible con la auténtica libertad. A estas alturas, ya nos hacemos una idea de qué es la libertad para Donald Trump, Elon Musk, o los dueños de las plataformas digitales que integran su corte; es la “libertad de los lobos”, que, como decía Isaiah Berlin, con frecuencia, “ha significado la muerte de las ovejas”. Proclaman la libertad, pero sus acciones suponen una pérdida de la calidad de vida y la libertad de millones de personas. Así, con la excusa de acabar con el “gran despilfarro, fraude y abuso” de la burocracia, Trump ha recortado o suspendido iniciativas relacionadas con el cambio climático, la salud reproductiva y el desarrollo internacional (USAID); ya en 2018 disolvió la Oficina para la Seguridad Sanitaria Global, y retiró los fondos a la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (UNRWA).
Pese a que la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana garantiza la libertad de expresión, la libertad de prensa y de convicción religiosa, la de asociarse pacíficamente y la de manifestarse, actualmente el Gobierno norteamericano amenaza con deportar a estudiantes por expresar sus ideas en los campus universitarios; la Policía los detiene simplemente por manifestarse o por expresar públicamente su posición favorable a Palestina; de igual modo, se intenta silenciar a los medios con avalanchas de demandas por difamación. La situación de represión es tal que ya se habla de un paralelismo entre la era del macartismo de los años 50 (la época del “temor rojo”) y la realidad actual.
Hace unos días, se ha creado la Comisión Presidencial de Libertad Religiosa, que “devuelve la religión al lugar que le corresponde, el centro”, (se sobrentiende que “del Estado”). Un cardenal católico, un obispo evangelista y un rabino, además de otros personajes famosos de tendencia conservadora integrarán esta comisión, creada teóricamente para vigilar por la “libertad religiosa”. Sin embargo, las palabras del obispo Barron al agradecer su nombramiento traicionan el deseo inconfesado de acabar con la separación Iglesia- Estado: “La ley justa está basada en la ley moral y la ley moral en la ley eterna, somos, de hecho, una nación bajo el manto de Dios”. En realidad, la comisión nace para poner fin a los “abusos de los anticristianos”; proteger los derechos parentales en la educación, la elección escolar y la “autonomía institucional” de “los cristianos pacíficos que oran y se manifiestan frente a las clínicas para abortar”; así como para defender la consideración de organizaciones sin ánimo de lucro para las entidades religiosas, cuya ayuda ha de estar recogida en los presupuestos del gobierno federal… Es decir, nace como un arma política para reprimir justamente la libertad de pensamiento, de expresión, reunión…
Como vemos, no es que las palabras desarrollen sentidos particulares según los diferentes contextos, sino que, como en la novela de Orwell, 1984, se han vaciado de su significado, se les ha dado la vuelta como a un calcetín y sirven para hacer referencia a realidades opuestas. Es la lengua invertida del Gran Hermano. La Comisión por la Libertad Religiosa se ocupará del dogma y la “protección” de las creencias “verdaderas”, igual que el Ministerio de la Paz de Oceanía se encargaba de la guerra; el de la Abundancia, del racionamiento; o el de la Verdad, de la propaganda y la censura. Este desbarajuste lingüístico es algo intencionalmente buscado para crear confusión e impedir la toma de conciencia de la realidad y la comunicación recíproca.
En el orden de la política económica, se observa el mismo caos y confusión. Trump proclamó el llamado “día de la liberación” o “día de la independencia económica de los EEUU”, que se ha concretado en una violación sistemática de los principios del libre comercio, en el uso de los aranceles como arma política, el chantaje, la extorsión y la amenaza. La UE ya ha denunciado la política de Trump ante la Organización Mundial del Comercio, porque la libertad de algunos no puede realizarse a costa de los demás. De hecho, la administración estadounidense actúa como una “depredadora”, “destruye sistemas, marcos normativos para imponer su ley y para extraer el beneficio, obligando a los demás a aceptar los costes” (Arancha González Laya, ex ministra de Exteriores). Paradójicamente, los defensores del neoliberalismo, de la mano invisible del mercado y del adelgazamiento del Estado están llevando a cabo una política de coerción económica desde el Gobierno.
Por otra parte, en este mundo caótico, donde están desapareciendo las alianzas históricas y creándose nuevas complicidades, parece haber una alianza entre las grandes potencias, que creen que el Derecho Internacional es una barrera a su poder y soberanía y un atentado contra su libertad. A Netanyahu le parece totalmente aceptable exterminar a un pueblo para garantizar “el derecho” de los israelíes a un “área vital” ( el concepto nazi de lebensraum) y lo está haciendo con el apoyo de EEUU y la complicidad de la UE.
¿Existe la libertad de cometer un genocidio para quedarse con el territorio de otro pueblo?
Mientras cantaba la representante de Israel en el Festival de Eurovisión, el ejército israelí bombardeaba el campo de refugiados y el Hospital de Mawasi, una zona que se había definido como “segura”, donde se habían concentrado los desplazados, la mayoría mujeres y niños. Más de 130 asesinados en esa noche oscura de música y bombas. Europa celebraba el Festival de Eurovisión mientras Israel masacraba a la población palestina.
El historiador israelí Ilan Pappé se preguntaba recientemente por las causas del silencio de los artistas, académicos y periodistas occidentales ante el genocidio, y lo atribuía al “pánico moral”, una situación en la que “una persona tiene miedo de adherirse a sus propias convicciones morales porque ello requeriría un cierto valor que podría tener consecuencias”. El pánico moral puede explicar, en efecto, este silencio, este desequilibrio de humanidad y solidaridad.
En mi opinión, la vivencia simultánea de una violencia extrema junto a la impotencia para responder a ella explica la experiencia psicológica de la disociación, un mecanismo de defensa primario, generalmente inconsciente, que nos permite tolerar o minimizar el estrés generado por los conflictos. Empezamos a mirar los hechos con distancia, alejándolos en el espacio y en el tiempo; los expulsamos de nuestra conciencia y nuestra memoria, y les quitamos su fuerza y su peso hasta transformarlos en algo parecido a las imágenes de un sueño. Seguimos recibiendo la información, pero lo relativizamos todo: “El mundo siempre ha sido así”, “la maldad es inherente a la naturaleza humana”…, nos decimos estas y otras cuantas ideas consoladoras, pero, aunque sea de forma inconsciente, insensiblemente el genocidio de Gaza va ensombreciendo nuestra vida. Porque al disociarnos no solo dejamos de sufrir el estrés que generan los conflictos; poco a poco vamos olvidando parte de nuestra identidad, alejándonos de las sensaciones más reales de nuestro cuerpo hasta el punto de perder la confianza en nuestras percepciones. Entonces, un velo de irrealidad cubre al mundo. La disociación es un distanciamiento de la vida, la humanidad invertida.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente? (F. de Quevedo)

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